En los zapatos del amor♥
En los zapatos del amor♥
Por: Manuel Espinoza
Manuela ♥01♥

Los automóviles siguen sin moverse. Las personas que no poseen aire acondicionado sudan y con sus manos buscan aliviar su desespero. Me acerco a la ventanilla de una de esas familias desafortunadas y les ofrezco limonada, los dos niños de la parte trasera aplauden ilusionados y sus padres comparten miradas tristes. Lo sabía. El automóvil donde viajan es un Fiat tucan del 83 bastante desgastado, apuesto a que viven de un salario mínimo. Me compadezco y sin mediar palabras les paso la jarra.

—Por favor no insista, no tenemos como pagarle. —dijo el hombre apenado.

—No es necesario que la pague. Dios provee.

Me retire inmediatamente de la isla de la avenida.

En un vistazo vi a todos dentro de aquel automóvil sonreír y eso me alegro el día. Siempre me iba resultar más gratificante dar que recibir.

—Debemos irnos, Manuela. El sol esta por oponerse y casi hemos vendido todo.

Miré a Matilde y asentí.

Ella quien tenía más de 60 años me había ayudado a sobrevivir en las calles. Mire las pocas flores que quedaban en el suelo y las jarras vacías. Este día había ganado poco, pero era suficiente para sustentarme esta noche.

Cuando teníamos todo en el triciclo de carga, nos dispusimos a ir a casa. A pie, tardaríamos en llegar 60 minutos así que decidimos apresurarnos. Cantando para olvidar la fatiga, nos detuvimos para cruzar la calle y cuando creímos que era nuestra oportunidad para cruzar un automóvil salió de la nada y colisiono con el triciclo destruyéndolo en casi segundos.

—¡Jesús! —gritó Matilde—, mi niña ¿te has hecho daño?

No me había dado cuenta de que estaba en el suelo, ni encima de ella. Trate de respirar y deduje que intente protegerla. Poco a poco me puse de pie. Vaya, mi único pantalón ahora estaba roto.

Los automóviles se detuvieron y algunas personas se bajaron para preguntarnos si estábamos bien. Otras solo murmuraban y curioseaban la situación. La camioneta que había destrozado todo el producto de mi trabajo de hacía meses se detuvo para mi sorpresa. Dos señores un poco mayores acudieron a nuestro encuentro.

—¿Se encuentran bien? —preguntaron asustados—, lo lamentamos, estábamos discutiendo y fue nuestro error. Las llevaremos al hospital y le pagaremos todo.

—Más le vale. —gruño Matilde a mi lado—, ha destruido nuestra vida entera.

Intente hacerles entender que no era necesario que nos llevasen al hospital, pero fue en vano.

Dentro de las blancas paredes de la clínica, varias enfermeras atendían a Matilde, mientras que a mí me desinfectaban las heridas. Cuando terminaron, quise salir a hablar con los causantes del accidente y me levanté.

—Solo son dos indigentes. ¿Para eso necesitas esa cantidad de dinero? —un muchacho joven y atractivo se encontraba con la pareja y discutían. ¿Acaso me había llamado indigente?

—Cristóbal, modera tu vocabulario. Es solo una niña y la anciana debe ser su madre. Destruimos su trabajo. Es necesario pagarles.

—No sé ni porque estoy aquí. Saben que, hagan lo que deseen. No tengo tiempo para estar preocupándome por gente que no vale la pena —y fue allí donde lo conocí, con aquella despectiva y fría mirada—, miren allá esta su obra de caridad, fisgoneando sin vergüenza, como las personas corrientes.

Sus palabras me hirieron y como siempre no pude decirle nada para defenderme. El muchacho paso por mi lado y sin ningún cuidado golpeo mi hombro con el suyo. Sentí un pequeño dolor.

—No lo escuches, pequeña. Cristóbal es... Bueno, te puedo asegurar que lo que has visto solo es un espejismo de dolor. —explicó la señora.

¿Un espejismo de dolor?

¿Que se supone que sabe esta gente del dolor?

Nunca pasan hambre, ni tienen que trabajar las 24 horas para poder sobrevivir.

Tenía tantas cosas por decir y como era costumbre, no las dije.

—Mañana repondremos tu triciclo y por supuesto, te pagaremos un cheque por todas las cosas que destruyeron. Si lo desean tu madre y tú pueden pasar las noches acá. Estarán bien atendidas. —indicó el señor.

—¡No! —Mi tono de voz sonó angustiado y en el fondo lo estaba. Si no llegaba a casa esta noche, mi madre la pasaría mal y también yo...

—¿Qué pasa, pequeña?

Los mire. Eran dos desconocidos no podía confiar en ellos. Aunque si lo hacía, tal vez podría sacar a mi madre de aquel infierno. Sacudí la cabeza para deshacerme de esas ideas.

—Matilde no es mi madre —aclare—, si ella desea quedarse, no hay problema. En cambio, yo, tengo que volver a casa.

Ambos asintieron.

—¿Eres madre soltera? —preguntó la señora.

—No —dije a la defensiva. ¿Porque tenían que sacar esas conclusiones?

—Disculpa mi atrevimiento es que trabajo en la defensoría de la mujer y he conocido a muchas jovencitas que tienen que trabajar por sus hijos. ¿Estudias? ¿Tienes padres?

El interrogatorio me asustó. Percibí que ella estaba descubriendo todo y con ganas de llorar respondí, sin dar muchos indicios.

—Vivo con mi madre y no estudio. Trabajo para poder mantener su tratamiento, ya que ella no puede caminar. —odiaba lo sincera que podía ser a veces.

—Entiendo.

La mujer se quedó pensativa y su esposo, por lo que pude adivinar le pidió que me dejara en paz. Dos horas después de evitar que el médico me examinara físicamente, fracase. Él con su semblante serio me observo y dijo:

—Hay algo que quieras decirme.

Había escuchado eso tantas veces.

—No.

—¿Segura? En tu cuerpo hay indicios de...

—Trabajo todos los días, en diferentes áreas. Me golpeo con facilidad.

Como todos los médicos, no siguió preguntando solo me ofreció su ayuda y asentí.

Eso era todo.

Cuando salí, la señora me esperaba con un abrigo.

—Ten, debes tener frio. Te llevaremos a casa.

—No hace falta. —dije aterrorizada.

—Sí que hace. Sube, te llevaremos —insistió el hombre.

—Señor...

—Juan. Puedes llamarme por mi nombre.

—Y mi nombre es Cristal. Un placer.

Ella extendió la mano y por educación la tome.

—Soy Manuela.

Esa noche, me llevaron hasta la entrada de la vereda en donde vivo. Con una media sonrisa me despedí luego de que ellos me prometieran que mañana en el hospital me pagarían todos los daños.

Comencé a caminar atemorizada. Las luces de la casa se encontraban apagadas. Como era costumbre en la barriada. Mis manos comenzaron a sudar frio cuando introduje la llave en la oxidada puerta y cuando abrí e hizo el típico ruido cerré mis ojos para esperar lo peor.

—¿Manuela?

—¿Mamá? —dije mirando a todas las direcciones.

—Princesa, gracias a Dios que has llegado.

—¿Él?

—No, princesa, no está aquí.

Escuchar eso me quito un gran peso de encima. Respiré hondo cerré la puerta y luego fui a llorar a los brazos de mi madre contándole todo lo que había pasado. Ella como siempre, me apoyo y consoló pidiéndole a Dios que pronto nos salvará de ese hombre, quien nos ha destruido la vida a ambas.

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