La pelirroja respiró a profundidad cuando su despertador sonó, se quedó estática con los brazos extendidos a cada lado por un minuto y decidió levantarse antes de que su abuela la llamase. Su gato Vincent se estiró sobre su cama cuando salió envuelta en una toalla. Se colocó el despectivo uniforme colegial que le correspondía ese día, cogió su mochila y salió al pasillo con Vincent entre sus brazos.
—Felíz día de San Valentín —abrazó a su abuela por detrás luego de bajar al gato.
—Felíz día para ti también —la anciana giró su rostro para besarle la mejilla—. ¿Quién fue esta vez el motivo de tu desvelo, mija? —le preguntó cuando se sentó en la mesa del comedor.
—Dormí tempra... —su abuela la miró con los brazos en jarra, así que desechó la excusa —Augustus Waters —rió.
Su abuela negó con burla y volvió su atención a la cocina.
—Cuidate de la miopía —le recordó a su nieta milésima vez.
Ella solo suspiró y asintió, aún sabiendo que la señora no podía verla.
—Puedes desayunar en el descanso, ya vas tarde —le dio un envase con dos sandwiches tostados con mantequilla y jamón.
La chica llenó su botella de agua y la metió a su mochila junto a su desayuno.
—Gracias, nana —le dió un beso en la frente y salió corriendo cuando escuchó al bus escolar acercarse.
Conectó los audífonos a su celular que no rayaba para nada a lo moderno y se relajó escuchando la voz de Andrea Bocceli mientras el bus daba su característico recorrido por lo que faltaba de la ciudad para terminar en su destino matutino.
No prestaba atención a los demás estudiantes, y la ignorancia era mutuamente sublime, pues; Mia era fiel amante a la tranquilidad y su admiración por el silencio era algo que despertaba la intriga de quienes se atrevían a mirarla por más de una milésima de segundo.
A simple vista de la gente, se hacía pasar por sorda-muda sin ningún nivel de dificultad.
Apoyó su codo en la baranda que se situaba unos cuantos centímetros más abajo que la ventana y disfrutó de la grata sensación que le brindaba la voz de la cantante italiana a su sistema de audición.
En su tiempo libre, si no se la pasaba leyendo, escuchaba música relajante, de esas que te hacen cerrar los ojos por inercia.
La mayoría de los habitantes del autobús escolar aquella mañana tenían en sus manos cartulinas en forma de corazón, globos y obsequios de toda clase de tamaños, todos con el mismo fin: intentar demostrar el amor de su transmisor por medio de aquel material. Cosa que a Mia le parecía completamente absurdo.
Era obvio que fueron los comerciantes quienes le dieron vida al significado del catorce de febrero, pero la gente mediocre volvió costumbre la tradición de demostrar los sentimientos buenos mayormente sólo ese día.
Mia no se sentía superior a los demás, pero sencillamente creía bobos a los de su edad por creer que estaban enamorados.
Juran que saben lo que es el amor mientras dibujan corazones junto a poemas improvisados en un papel, con la esperanza de ser correspondidos en una confusión, un sentimiento erróneo que termina siendo el resultado de no experimentar aún la sensación de abismo.
El bus finalmente terminó su recorrido y se estacionó frente a los edicifios de color caoba. Mia desconectó los auriculares y los guardó en la parte delantera de su mochila, al bajar, vio a un hombre vendiendo globos de helio en forma de corazón. Quizo comprarse uno, pero decidió abortar el deseo al recordar que no necesitaba darse detalles innecesarios para demostrar su amor propio.
Además, a los globos se les va el aire a medida que pasa el tiempo. En tal caso, se haría una carta que estaba segura de que sí perduraría.
Comenzó a adentrarse al pasillo principal, sin hacer esfuerzo alguno por pasar desapercibida, aquello era una acción innata que se le daba a la perfección. Se sentó en el pupitre más alejado de las ventanas que consiguió y esperó a que llegara la maestra de su primera clase del día.

Al la maestra dar por concluida su clase, Mia salió al primer patio que era donde estaban las bancas y los árboles frondosos donde se recostaba a leer cuando suspendían alguna de sus clases.
Eliot, un chico del último año (del que Mía no tenía ni la mejor idea de su existencia), se sentó junto a ella al ver los demás sin notar que los demás lugares también estaban desocupados. Ella lo ignoró como a todos mientras deboraba su apetitoso sandwich y en ese momento idolatró mentalmente a su abuela porque hasta un simple preparado rápido le quedaba extremadamente exquisito.
El chico que yacía sentado junto a ella también sacó su desayuno y comenzó a atiborrarse con él mientras su atención se dirigía a su celular y a su dramática conversación con su mejor amiga, no se había dado cuenta de que comía demasiado rápido sino hasta que ridículamente se atragantó.
Intentó pasar esa comida con más comida, logrando que el resultado fuese aún peor, se odió por ser tan antiparabólico y nunca llevar agua consigo. Mia, al ver la auto-batalla-campal que tenía el chico, le tendió su botella de agua que se encontraba casi por la mitad.
Eliot la aceptó sin pensarlo dos veces y bastó con solo dos tragos para que su garganta se deshaogase, respiró profundamente y se giró a la chica avergonzado.
—Gracias —le devolvió la botella.
Ella solo le sonrió a medias, mirándolo de reojo y continuó con su comida.
El chico también continuó comiendo lo poco que le quedaba, terminó su absurda conversación telefónica con su amiga y permaneció ahí sentado mientras se pasaban los minutos que faltaban para la próxima clase. En la espera de que culminara el tiempo, se permitió mirar detalladamente, pero con discresión, a la chica que se encontraba a su lado. Le pareció bastante bonita y le recordó a alguien...
Se levantó de inmediato y trazó el camino al aula que le correspondía, sin importar que aún faltaran como ocho minutos. Caminó rápido entre el tumulto de estudiantes, casi trotando, y solo lo hacía por una razón.
Estaba intentando huír de esos recuerdos que aún eran su martír.
***
Mia guardó todas sus pertenencias en su mochila y contó las monedas que le quedaban en el bolsillo de su falda cuando terminaron sus clases, mordió el interior de su mejilla, tomando la decisión de irse caminando y persignándose para que su virgen de Guadalupe la acompañase mientras lo hacía.
Caminó un par de cuadras abajo, cruzó, pasó la plaza y subió unas calles más. Contó con la suerte de que en la entrada del pateón también estaban vendiendo flores y compró dos rosas blancas con el que se suponía que era el dinero de su pasaje.
El autobús escolar también llevaba a los estudiantes de vuelta a su casa, pero para eso debía esperar cuarenta y cinco a que todos los cursos salieran.
Se adentró al panteón, pasó con cuidado entre algunas lápidas y mausóleos hasta que logró llegar a la tumba de su padre. Relamió sus labios y sacó un pañuelo de su mochila para quitar la delgada capa de polvo que descansaba sobre la cerámina, también sacó las flores marchitas que estaban dentro de un vaso de vidrio junto a la lápida y colocó la rosa blanca dentro de él luego de limpiarlo.
Sonrió y secó la lágrima que salió de uno de sus ojos. Acarició la tumba como si fuera la piel de su progenitor en vida. Aunque ya habían pasado siete años de aquel suceso, ella lo seguía extrañando.
Cuando su padre vivía, todos los días de San Valentín les regalaba una rosa blanca a su madre e hijas, así fué hasta que ya no pudo hacerlo más y desde entonces, su hija menor le regresa el gesto cada año en la misma fecha.
Las flores en las tumbas era una de las tantas cosas que veía como absurdas, pero su corazón se reconfortaba con la idea de que tal vez, solo tal vez... Su padre se lo agradecía.
Alzó la curvatura de sus labios y se levantó para volver a casa. Tomó la rosa blanca que quedaba para llevarsela a su abuela. Dio un pequeño saltito de sorpresa al percatarse de que alguien la observaba cuando se giró para salir.
Era el mismo chico del descanso. Él le agitó la mano en forma de saludo, ella solo lo miró confundida.
—¿Me seguiste? —preguntó lo obvio.
Eliot asintió.
—¿Por qué? —inquirió mientras caminaba a la salida.
El chico se encogió de hombros y contestó al recordar que no podía verlo porque estaba de espaldas.
—Me salvaste la vida —contestó con simpleza, igualando el paso de la desconocida—, sólo me aseguraba de que la tuya también estuviese segura.
—¿Haces eso con todas las personas que te ofrecen agua? —su ceño se frunció ligeramente mientras intentaba ignorar la respuesta disparatada que le había dado el muchacho de cabello castaño.
Él no le contestó, solo siguió caminando a su lado. Mia bajó el par de calles y decidió hablar cuando vio que ya había llegado a la plaza y el chico aún no se le despegaba.
—¿Por qué me sigues? —ambos se detuvieron.
—Ya te dije, me aseguro de que estés bien —se excusó.
—Estoy bien —contestó ella, cruzándose de brazos.
Ya lo comenzaba a tildar de loco ¿Qué le importaba a él su seguridad? Ni siquiera sabía su nombre.
—No me basta que me lo digas —contraatacó—. Quiero verlo con mis propios ojos —también se cruzó de brazos.
Ella lo ignoró para continuar con el trayecto a su casa, rogando al cielo que el desconocido se mantuviera en silencio por lo menos. Pero parece que Dios en ese momento se encontraba oyendo los ruegos de alguien más.
—¿No te han dicho que las calles de México son muy peligrosas? —indagó él —Y más para las chicas.
—No me llega tu machismo, niño —le contestó de mala gana.
—¿Niño? —él alzó una de sus delgadas cejas —Ni siquiera sabes mi edad para decirme así.
Ella se detuvo y lo enfrentó.
—Tú tampoco sabes la mía y andas siguiendome con prospecto de guardaespaldas.
Con la molestia plasmada en su rostro, se giró y siguió caminando sin esperar por la respuesta del muchacho.
Se resignó cuando pasaron por el colegio y no se le despegó. Ninguno volvió a hablar durante el camino. Mia no era antipática, sólo era algo estúpido lo que estaba sucediendo, no, era BASTANTE estúpido. Al menos para ella.
—Es aquí —le habló de mala gana cuando llegó y saludó a su abuela que se encontraba tejiendo en una silla mecedora con Vincent acostado a un lado.
Él no dijo nada, solo se quedó ahí estático. Entonces Mía le dio la espalda y le dio la flor a su nana.
—¿Nuevo amigo, mija? —le preguntó, sacudiendo la mano hacia Eliot, quien le correspondió.
Mia solo hizo una mueca de "No sé", agarró a su gato y se encerró en su habitación para hacer tarea.
Dando las últimas pinceladas a su liezo, Eliot pasó el dorso de su mano por su frente para quitar las pequeñas gotas de sudor que se posaban ahí.Decidió ir al baño para lavar sus manos y los pinceles que había utilizado.Por otro lado, a unos cuantos metros del salón de arte y manualidades, se encontraba Mia guardando las cosas en su mochila mientras sus compañeros salían al descanso de veinte minutos. El maestro necesitaba un favor y aprovechó que esa estudiante no había salido aún.El maestro frunció su ceño y pasó la mano por su calva, intentando recordar su nombre. Al final, terminó buscándolo en la lista.Sí, tan invisible podía llegar a ser la pelirroja que hasta los profesores olvidaban su nombre.—Suarez —la llamó por su apellido, ella se puso de pié, colgándose la mochila en el hombro derecho.—¿Señor? —dirigió su atención al hombre rapado.
El viernes había llegado por fin y Eliot salió a caminar por el parque al salir de clases. Era evidente que aún faltaban unas cuantas semanas para que se acabara el invierno, así que se acomodó la bufanda y siguió caminando.Observaba los puestos que vendían rosetas, manzanas acarameladas y cafés. Decidió sentarse en una de las bancas de color verde a deleitar su mirada con el niño y la niña que se encontraban jugando con bolas de nieve. Sonrió al recordar su infancia con su hermanastra.El clima blanco abarca las fechas más bonitas que hay, como lo son la navidad, el año nuevo, San Valentín y el inicio de la cuaresma.Bueno, así lo veía él.Se sintió animado por el vivo recuerdo que recopiló a causa de ver a los chiquillos reír. Se quedó anonadado, viendolos sin un por qué en específico, solo sonreía.—Yo clasifico las estaciones por color —una voz baja y cautelosa lo hizo girar.
Pasaron dos semanas, el invierno comenzaba a cesar para darle paso a la primavera y a sus hermosos colores.Eliot y Mia se saludaban con una sonrisa cuando coincidían en los pasillos de la secundaria, no cruzaban palabra, pero fue un avance.Lo que pasaba por la mente de Mia era que Eliot estaba bastabte guapo, y resultaba ser muy amable, cada día de deshacía de la primera impresión que le dio. Mia pensaba que las primeras impresiones no son importantes en realidad, porque todos pueden cambiar de la noche a la mañana. Y ser algo así como "loco" no fue la impresión que quiso dar el castaño, pero así lo vio la pelirroja.Y lo que pasaba por la mente de Eliot era que Mia se parecía bastante a ella... Ya no cabía duda de eso.La pelirroja se encontraba aprovechando los minutos del receso para leer en la biblioteca, le gusta más hacer tal actividad al aire libre (que en esta ocasión sería uno d
Eliot mantuvo su mirada fija en la nada y a la vez en algo insignificante al despertar aquella mañana a causa de la alarma de su iPhone.Pensaba en todas esas noches en vela que pasaba meses atrás con ella... En la cocina, preparando sandwiches con mermelada. En el sofá de la sala, viendo películas de terror; o simplemente en una de sus habitaciones compartiendo chismes y pintándose las uñas con gel transparente.Apretó los labios en un vano intento de reprimir las ganas de romper en llanto, sus ojos se cristalizaron al recordar cuando su canción sonó por primera vez en la radio, ese día estaban almorzando con sus padres y compartieron una mirada cómplice.Sus manos hicieron semejanza a las de alguien con inicios de Parkinson cuando a su memoria llegó el catorce de febrero, cuando ella le regaló a Valeria.
Mia se encontraba llegando de clases cuando saltó de la emoción por su visita inesperada.—¡Cyia! —se abalanzó sobre su hermana mayor para abrazarla —¿Por qué no me avisaste que vendrías? —murmuró contra su pecho en lo que la mayor depositaba un beso en su cabeza.—¡A mí tampoco me dijo, mija! —exclamó la nana desde la cocina, antes de que la pelirroja le echara la culpa.—Pedí permiso en el trabajo para venir —le hizo saber Cyia a su hermanita—. Ya viene el cumpleaños de la abuela —susurró—. Me ayudarás con eso, ¿No es así?—Por supuesto.Cuando el padre de ambas falleció, la hermana mayor tomó la decisión de irse a Texas para poder mantener la casa, puesto que Mia era muy pequeña y era muy difícil que la señora Gertrudys consiguiera trabajo por su edad.—Les traje regalos —hizo saber la mayor.—Mia, ¿Puedes ir al centro a comprar unos ajos?
La pelirroja salió corriendo a la biblioteca apenas sonó la campana, literal, su autocontrol había hecho demasiado para no desviar su atención de la clase de literatura.Ni siquiera trotaba, corría por los pasillos, como si estuviese siendo perseguida por la mismísima muerte. La gente se paralizaba un segundo al verla pasar, con una pregunta en sus mentes ¿Y esta qué? Casi se lleva por delante a un chico, ni siquiera se molestó en disculparse por golpearle el brazo con semejante dureza, pero él si le gritó "Mosca, que te vas de jeta" pero eso no detuvo su corrida.Objetivo: Llegar a la biblioteca.Obstáculo: Ninguno, podre del que se atravesara en su camino.Finalmente y luego de haber trastabillado con varios estudiantes y hasta con la señora de la limpieza, logró llegar a su destino con la lengua afuera, en sentido figurado.Caminó a paso tranquilo hasta una mesa, co
Dos semanas después.Las hermanas estaban sumamente concentradas en la decoración del pastel de su abuela. Cyia untaba merengue a los lados y Mia colocaba flores comestibles de color lila en el centro del pastel.Ambas estaban absortas en la felicidad de vivir ese día junto a su abuela, ochenta años de pura salud y vida. Su única figura materna desde cierto tiempo, quien calmaba sus fiebres con trapos mojados sobre sus frentes, quien eliminaba sus gripes con guarapos de malojillo, toronjil y gotitas de limón. Quien celebró sus graduaciones del colegio y estuvo con ellas en la primera comunión y la confirmación, esperanzadas de que la viejita no masticara todavía el agua para cuando una de ellas se casara. Esa mujer de manos mágicas que preparaba una comida tan deliciosa que n
Era domingo, así que Mia y su nana decidieron pasar tiempo juntas al darle amor a la flora de su pequeño hogar. Gertrudys removía la tierra mientras Mia cortaba la maleza de algunas plantas en lo que conversaban sobre la infancia del padre de las hermanas. Cyia estaba en el mercado comprando cosas para llenar la despensa.—Bueno, una vez estábamos en la finca de mi hermana Juana —comenzó a contar una de tantas anécdotas —en Tijuana. Tu padre tenía siete años, yo estaba ayudando a bajar unos mangos para un jugo y Gregorio —el padre de las hermanas —salió corriendo, me dijo "Mami, ven a ver este nido de mariposas" y cuando fui, era una mata de plátanos. Él creía que las mariposas salían del racimo cuando está morado porque normalmente se la pasan ahí —ambas rieron—. Mi hermana lo molestó con eso hasta que tenía como quince años.—Me imagino la vergüenza cuando supo la verdad.Ella se adentró a la c