El caos se había desatado en el enorme salón de conferencias. Voces y flashes de cámaras se mezclaban en un estruendo ensordecedor mientras los guardias de seguridad escoltaban a Massimo fuera del recinto. El hombre mantenía la cabeza erguida, aunque la sombra de la traición y la humillación pesaba en sus hombros como una losa. Los murmullos de los periodistas y el público resonaban con un eco mordaz, cada palabra era un dardo en su orgullo.—¡Massimo, ¿qué tienes que decir al respecto?! —gritó un reportero, extendiendo su grabadora por encima de la multitud. Otros periodistas lo imitaron, empujándose y estirándose para capturar el rostro del empresario caído en desgracia.Massimo no respondió, se mantuvo firme, como su padre le había enseñado a mostrarse delante de cualquier adversidad. No porque no tuviera qué decir, sino porque las palabras se atascaban en su garganta, bloqueadas por la furia contenida y la incredulidad que lo atenazaban. Sus ojos, verdes y penetrantes, buscaron un
El Los murmullos y exclamaciones llenaban la sala de juntas como un enjambre de abejas furiosas. Ricardo Agosti, patriarca de una de las familias empresariales más influyentes, golpeó la mesa con la palma abierta, buscando silenciar la cacofonía. Los socios se interrumpieron un momento, pero la tensión seguía viva en el aire como una chispa a punto de encender una mecha.—¡Señores! —tronó Ricardo, su voz grave y rasposa como un trueno contenido—. Entiendo su preocupación, pero esta situación no se va a resolver si perdemos la cabeza.Las miradas se clavaron en él, algunas con escepticismo y otras con temor. Ricardo había construido su imperio con sangre, sudor y una voluntad de hierro, y en ese instante sus ojos verdes lanzaban destellos de una promesa que nadie quería poner a prueba. Sin embargo, el murmullo no cesó del todo. Un hombre de cabello canoso y traje a rayas se levantó.—¿Cómo se supone que mantendremos la calma, Ricardo? ¡La reputación de la familia Agosti y nuestras inve
El aire en el despacho de Alejandro era denso, impregnado con un ligero toque amaderado de su whisky favorito. La lámpara de bronce lanzaba una luz cálida y oblicua que dejaba sombras irregulares sobre los documentos esparcidos en la mesa. Alejandro, con su cabello oscuro peinando hacia atrás y los ojos centelleando de un placer casi perverso, levantó el vaso a la altura de sus labios y dejó que el líquido ambarino acariciara su lengua antes de descender suavemente por su garganta.—Perfecto —susurró, la sonrisa curvando sus labios mientras contemplaba el informe que confirmaba la caída inminente de la empresa Agosti, un rival que le había sido un espina por demasiado tiempo. Sus dedos tamborilearon sobre la superficie de la mesa, inquietos y ansiosos, hasta que una idea cruzó por su mente. "Blair tiene que saberlo."Dejó el vaso sobre la mesa, el cristal resonando como una campanada, y cogió su teléfono. Marcó el número de su esposa, esperando escuchar su voz clara y melodiosa. Sin
El El eco del grito de Lauren aún resonaba en las paredes de la sala como un latido irregular, impregnando el aire de tensión. Las luces frías del techo lanzaban un resplandor casi quirúrgico sobre las figuras en la estancia, creando sombras que se alargaban y deformaban en un espectáculo siniestro. Blair, todavía sintiendo la presión del brazo de Massimo sobre su cuello, retrocedió, soltando el aliento que había contenido durante lo que le pareció una eternidad. Sus ojos se encontraron con los de Lauren, que relampagueaban con furia contenida y un destello de algo más oscuro: la sospecha.—¡¿Por qué sigues interfiriendo entre Massimo y yo?! —espetó Lauren, avanzando un paso más, sus tacones resonando con un golpeteo que rebotaba como una amenaza en la fría habitación.Blair tembló, pero no de miedo, sino de una rabia sorda que bullía en su pecho, un sentimiento amargo que le anudaba la garganta. Sentía la mirada de Massimo, intensa y cargada de algo que no lograba descifrar, clavada
El aire en la pequeña sala de interrogatorios era denso, casi opresivo. Los fluorescentes zumbaban con un leve chisporroteo, proyectando sombras angulosas en las paredes. Alejandro Vitali estaba de pie, frente a los barrotes que separaban a Massimo Agosti de la libertad. La tensión entre ellos era casi palpable, como un hilo de acero a punto de romperse.—Estás loco —espetó Alejandro con una voz cargada de desdén—. Decir que Blair sufre de amnesia es lo más absurdo que he escuchado. Primero robas mi proyecto, y ahora... ¿esto? Estás completamente fuera de ti.Massimo apretó los barrotes con ambas manos, sus nudillos poniéndose blancos por la presión. Sus ojos, inyectados de rabia y determinación, no se apartaron de Alejandro ni por un segundo.—No tengo pruebas concretas aún —respondió con voz grave, casi un gruñido—, pero las tendré.Alejandro dejó escapar una risa seca, burlona. Su semblante era frío, controlado, pero sus ojos traicionaban una chispa de furia contenida.—Eres patéti
El aeropuerto de Milán era un hervidero de actividad. Los pasajeros iban y venían con prisas, arrastrando maletas por los pasillos relucientes, mientras los altavoces anunciaban vuelos en varios idiomas. Sin embargo, la llegada de Ricardo Agosti y su hijo Eddie causó un revuelo instantáneo. Apenas pusieron un pie en la terminal, un grupo de reporteros se arremolinó a su alrededor como un enjambre de abejas. Las cámaras parpadeaban incesantemente, y los micrófonos se alzaron frente a ellos como lanzas.—¡Señor Agosti! ¿Qué piensa sobre la detención de su hijo, Massimo? —preguntó una mujer con el cabello recogido en un moño apretado, empujando a otros periodistas para hacerse oír.Ricardo levantó una mano en un gesto de calma, aunque su mandíbula se tensaba con cada pregunta insistente. Su porte distinguido, vestido con un impecable traje gris, parecía resistir el asedio mediático con la dignidad de un veterano.—Por favor, señores —dijo con voz grave, pero serena—. Este no es el moment
El eco de los monitores llenaba la habitación, un pitido monótono que subrayaba el ritmo de los latidos de Blair. Sus párpados temblaron antes de abrirse por completo, revelando unos ojos que buscaban con ansiedad el techo blanco y desangelado del hospital. La sensación aún viva de unos labios contra los suyos la sacudió; el sueño —o recuerdo— era tan vívido que aún podía sentir el calor del beso de Massimo Agosti. Su pecho subía y bajaba rápidamente, cada respiración era una batalla para calmar el torbellino en su interior.—¿Dónde… estoy? —murmuró, su voz apenas un susurro.Al intentar incorporarse, sintió un mareo que le nubló la vista, pero pronto notó una figura sentada junto a su cama. Alejandro, con su impecable traje negro, la observaba con una mezcla de preocupación y algo más, algo que no podía descifrar del todo. Sus ojos azules eran insondables, como un pozo sin fondo.—Despertaste —dijo él con un tono calmo, casi ensayado, aunque sus dedos tamborileaban contra el reposabr
Las luces cálidas del cuarto de hotel reflejaban la opulencia de cada detalle: cortinas de terciopelo azul marino, muebles tallados a mano, y el brillo dorado de los candelabros colgantes. Sin embargo, el ambiente no era de lujo, sino de tensión. Ricardo Agosti se encontraba de pie en la estancia principal, rodeado de un grupo de abogados que hablaban todos al mismo tiempo, sus voces mezclándose en un caos que competía con el ruido del tráfico de la ciudad, audible a través de las ventanas cerradas.Sobre la mesa de centro, un desorden de papeles, carpetas abiertas y teléfonos móviles encendidos creaban una imagen de desesperación organizada. Ricardo, con las manos en las caderas y un ceño que parecía esculpido en su rostro, escuchaba en silencio, aunque su paciencia estaba claramente al límite.—No es tan simple —dijo uno de los abogados, un hombre mayor con gafas que caían constantemente por el puente de su nariz—. Massimo está en un centro de máxima seguridad. Sacarlo de ahí no ser