La segunda al mando

Las paredes blancas, un ventanal cubierto con una cortina gris y un olor a incienso de vainilla y productos de limpieza. Había calidez, no había dolor, tenía sueño. Mucho sueño. Egan volvió a cerrar sus ojos, sumiéndose en la negrura del sueño una vez más. Escuchaba una dulce voz, tarareando una suave melodía que no conocía. Sentía algunas delicadas caricias recorrerle los brazos, un aire frío soplarle el rostro. Sentía las gotas bajar desde su cabello hasta su mandíbula y cuello, la humedad en su frente que pegaba su cabello a su rostro.

Estaba durmiendo, eso lo sabía Egan. Y cuando la pesadilla perenne de sus recuerdos se materializó frente a él, quiso llorar, quiso gritar, quiso patalear como un niño al que se le es arrebatado el tesoro más grande que su frágil cuerpo puede poseer: su madre.

Usualmente él era un hombre frío, calmado, pero cuando aquella pesadilla lo atormentaba noche tras noche, él sentía que volvía a ser el niño que vio a su madre morir frente a sus ojos, cuyo pad
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