—Richard —dije, la urgencia marcando cada sílaba—, tenemos que ir a buscar a esa mujer. A la Vieja Elara.Richard, que estaba terminando su café con una expresión pensativa, levantó la vista.—¿Ahora? ¿Estás segura, Valentina? Irene dijo que vive apartada...—Sí, estoy segura —afirmé, mi determinación firme—. Ella podría tener las respuestas que necesitamos sobre Esperanza. No podemos perder tiempo. ¿Vendrás conmigo?Una vacilación cruzó su rostro, pero su preocupación por mí y la creciente intriga en sus ojos terminaron por decidirlo.—Está bien —dijo, levantándose—. Vamos.Salimos de la cafetería y preguntamos a un par de pescadores en el puerto por el sendero que bordeaba la costa norte hacia la cabaña de Elara. Nos indicaron un camino estrecho que serpenteaba entre la maleza, alejándose de las coloridas casas del pueblo.A medida que nos adentrábamos en el sendero, el paisaje comenzó a transformarse. Dejamos atrás el bullicio del puerto y nos internamos en una zona más rebelde, do
Cuando Richard tocó la puerta, el sonido resonó en el silencio de la tarde, un golpe seco y hueco que pareció reverberar en el interior de la cabaña. Pasaron unos segundos de tensa espera, y entonces, la puerta se abrió lentamente, revelando la figura de la Vieja Elara.Era una mujer de una edad indeterminada, con el rostro surcado por profundas arrugas que contaban la historia de una vida larga y solitaria. Sus ojos, opacos y nublados, indicaban su ceguera, pero su mirada parecía penetrar más allá de la visión física, como si pudiera ver el mundo a través de otros sentidos.Elara no nos dio una bienvenida cálida. Su postura era erguida, casi rígida, y su expresión, aunque no hostil, era distante y reservada. No nos invitó a entrar, ni nos preguntó nuestros nombres. Simplemente se quedó allí, en el umbral de la puerta, observándonos con sus ojos ciegos, como si estuviera evaluando nuestra presencia.A pesar de su ceguera, Cuando habló, su voz era fuerte y clara, sin rastro de debilid
Al llegar a la cafetería a la mañana siguiente, el bullicio habitual del local parecía atenuado para mí. Mis pensamientos aún vagan entre el casi beso con Richard bajo la luz de la luna y la misteriosa aparición de su abuelo. Al entrar, mi mirada recorrió el espacio buscando a Irene, pero se detuvo en una figura familiar sentada en una de las mesas junto a la ventana: Anselmo. Richard, que acababa de entrar a la cafetería y había visto a Valentina llegar, se acercó a ella con una sonrisa. Juntos, se dirigieron a la mesa donde Anselmo estaba sentado, sintiendo la curiosidad picotearles por dentro.—Buenos días, Anselmo —saludó Richard, acercando una silla para Valentina.—Buenos días —añadió Valentina, sentándose frente al anciano—. Estábamos pensando en lo que nos dijiste sobre...—¿La Vieja Elara? —interrumpió Anselmo, su mirada fija en Valentina con una intensidad penetrante—. Ah, la que vive en la costa. Una mujer peculiar, sin duda.Hizo una pausa, tomando un sorbo lento de su caf
El camino de vuelta hacia la costa norte se sintió diferente esta vez. La conversación fluía con más ligereza entre Richard y yo, dejando atrás la tensión de la noche anterior y la breve interrupción de Anselmo. La idea de encontrar una pieza tangible del misterio, la mitad de una fotografía, nos llenaba de una renovada energía.Seguimos el sendero que ya conocíamos, el sonido del mar guiándonos. Richard, con su agilidad, iba apartando las ramas y señalando los tramos más complicados. Yo, aunque más cautelosa, me sentía impulsada por la promesa de la fotografía.Cuando llegamos a la zona donde Irene nos había indicado la ubicación aproximada de la cabaña de Elara, comenzamos a buscar alguna señal de una cueva cercana. Richard, con su espíritu aventurero, se adentró entre la maleza, explorando pequeñas grietas y formaciones rocosas.—¡Valentina, mira esto! —exclamó al cabo de un rato, señalando una abertura estrecha y oscura, casi oculta por la vegetación. Parecía la entrada a una pequ
Cuando Elara nos invitó a pasar a su cabaña, la imagen que tenía en mente se desvaneció al cruzar el umbral. Desde fuera, parecía una humilde morada de pescador, desgastada por el salitre y el viento. Sin embargo, el interior no era la oscuridad desordenada que esperaba encontrar en la casa de una anciana ciega que vivía sola.Una sorprendente pulcritud reinaba en el pequeño espacio. Los pocos muebles de madera oscura brillaban con un lustre cuidado, y el suelo de tierra batida parecía recién barrido. Un aroma cálido y reconfortante a hierbas secas y madera quemada flotaba en el aire, en contraste con el frío húmedo del exterior.La cabaña de Elara no era solo un refugio; era un espacio habitado con atención y cuidado, un santuario que reflejaba una calma interior inesperada en medio de la soledad. La atmósfera, lejos de ser lúgubre, era casi... serena, como si el tiempo se moviera a un ritmo diferente dentro de sus paredes. Este inesperado orden y calidez me hicieron sentir una punza
Elara, tras levantarse y dirigirse al rincón oscuro, regresó con el pequeño cofre de madera entre sus manos. Lo depositó con cuidado sobre la mesa baja, el sonido apagado de la madera resonando en el silencio de la cabaña. Con movimientos lentos y deliberados, abrió la tapa.Dentro, sobre un lecho de tela descolorida, reposaban varios objetos antiguos: un rosario de cuentas gastadas, una pequeña llave de hierro oxidado, un mechón de cabello envuelto en una cinta deshilachada y, justo en el centro, una medalla de plata ligeramente empañada.Mientras Elara revolvía los objetos con sus dedos sensibles, la medalla captó la tenue luz de las velas, emitiendo un breve destello plateado. Richard, que había estado observando con curiosidad, se inclinó hacia adelante, su respiración contenida. Había algo en ese pequeño objeto que le resultaba extrañamente familiar, una punzada de un recuerdo lejano, casi olvidado.Sus ojos se entrecerraron, tratando de enfocar la imagen borrosa que danzaba en l
—Elara, antes le mostré la mitad de esta fotografía que encontramos en la cueva. Como puede sentir, está rota justo por la mitad, a la altura del torso. No podemos ver el rostro de la persona que aparece en ella, lo cual nos dificulta mucho saber quién es Esperanza realmente.—Sí, una herida en el tiempo, una imagen incompleta. A veces, lo que falta habla más fuerte que lo que se muestra. (Toca con suavidad los bordes rasgados de la fotografía)Sí... esa era una imagen... significativa para alguien que conocí hace mucho tiempo. Alguien muy cercano a Esperanza. (Lentamente, asiente con la cabeza, una expresión pensativa surcando su rostro arrugado) La respuesta que buscan... está justo ahí, en ese pedazo de recuerdo.Ante las palabras de Elara, una nueva oleada de determinación invadió a Valentina. Si la clave estaba en la fotografía, necesitaba examinarla con más detenimiento.Rápidamente, Valentina buscó en su bolso hasta encontrar una pequeña lupa que siempre llevaba consigo. Con ma
La noche anterior, bajo la luz del faro, había marcado un antes y un después en su relación con Richard, un momento de conexión que aún resonaba en su interior con una calidez especial. Sin embargo, el misterio de Esperanza y la posible conexión con el pasado de Richard seguían siendo una sombra persistente en sus pensamientos.Con la decisión tomada, Valentina se vistió rápidamente. Necesitaba hablar con Irene. Su amiga conocía Villa Esperanza como la palma de su mano y, además, era la persona a la que primero había recurrido al llegar al pueblo. Salió de la posada y caminó por las calles aún tranquilas del pueblo, sintiendo la brisa matutina en su rostro. El aroma a sal y a café recién hecho flotaba en el aire. Llegó al pequeño café donde Irene solía trabajar y la vio tras la barra, con su habitual sonrisa amable.—¡Valentina! Buenos días —saludó Irene, dejando de limpiar una taza para acercarse a ella—. ¿Qué tal les fue ayer con Elara? ¿Supieron algo más de Esperanza?Valentina re