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Cap. 3: Forjando un líder

Entre las montañas nevadas que forman una larga cordillera aún más allá de donde llega la mirada del hombre, un grupo de guerreros cuyo torso y espalda llevan cubiertos por pieles de guanaco avanza apresurado por un angosto camino entre las rocas. Al llegar un estrecho pasaje entre dos enormes rocas se ponen de costado y lo atraviesan durante algunos metros, cada tanto levantan la vista divisando que por encima de sus cabezas los vigías los observan, algunos incluso solo están sentados al borde de una saliente rocosa, ya que para los Hazudos escalar y moverse entre las rocas es tan fácil como caminar en el suelo firme para los demás.

Al terminar de cruzar el pasaje la tribu aparece delante de sus ojos, las innumerables chozas semicircular cubiertas de pieles para proteger a las familias del frío. El cielo azul es un circulo por encima de sus cabezas, ya que toda la tribu está rodeada de formaciones rocosas sirviendo como muralla natural, en toda la historia de la tribu, un enemigo jamás ha podido hallar su asentamiento. 

—¡Señor, hemos visto a un grupo de reconocimiento del Imperio de la montaña rondando por el Monte nublado! —alerta uno de los guerreros ingresando a la choza más grande que está cubierta de pieles rojas.

—La ambición de poder es uno de los mayores males a los que tenemos que hacer frente en este tiempo, hombres sedientos de poder que por alguna razón sienten la necesidades de poseer el mundo entero si les fuese posible, entregando sus vidas a dejar muerte y desolación en cada lugar en el que pisan con la planta del pie —responde el Jefe en cuya cabeza lleva un penacho de grandes plumas plateadas.

—Pero las cuatro grandes tribus se podrían unir con el fin de resistir al Imperio de la gente de la montaña —comenta un niño de doce años mirando a su padre.

—Tristemente las cuatro grandes tribus también han sido infectadas por el mal de la ambición, ya no se puede confiar en ellas, ellos nos traicionarían en cuanto tuviesen la oportunidad —afirma el Jefe con tristeza en el rostro por la triste verdad.

—Pero Kazora observa nuestro proceder desde lo alto cuando surca el cielo azul, eso debería ser suficiente para que tuviesen temor de actuar de esa manera —reclama el niño asombrado por la respuesta de su padre.

—Hace tiempo que Kazora se ha alejado de nuestra gente, al igual que los demás guardianes. Y la ausencia de esos santos vigilantes ha llevado a muchos  a la corrupción —afirma el Jefe recordando que hubo un tiempo en el que uno podía confiar en la palabra de un hombre.

—¿Qué hacemos con ellos, señor? —pregunta el guerrero esperando instrucciones.

—Ya hemos permitido que dos grupos regresen a sus tierras sin estorbarlos, pero según parece no van a desistir en su intento de venir hacia aquí. Esta vez deberemos dejarlos en claro que este territorio tiene dueño, la tribu Hazudos, mátenlos y claven sus cabezas en estacas junto al camino por el que han atravesado hacia aquí  —ordena el Jefe no muy complacido de tener que llegar a tomar ese tipo de acciones.

—¿Y si ellos lo toman como una declaración de guerra? —pregunta el guerrero entornando los ojos.

—Entonces nos prepararemos para ganarla, este no es un tiempo bueno para los amantes de la paz  —responde el Jefe  con pesar.

—Sí, señor. ¡Los Hazudos jamás han perdido una batalla, y no lo harán ahora! —afirma el guerrero parándose firme con el pecho inflado.

—Una cosa más, quiero que lleven a Veida con ustedes —informa el Jefe mirando a su hijo que abre los ojos aun más grandes por el asombro.

—¿Quiere que llevemos a un niño a esa batalla? —cuestiona el guerrero tan sorprendido como el pequeño.

—Un día Veida será el líder de esta tribu, y no aprenderá mucho permaneciendo encerrado entre las murallas de nuestro hogar. Es necesario que salga, y que aprenda una valiosa lección: que el derramamiento de sangre a veces es parte de las decisiones que debe tomar el que gobierna —decreta el Jefe creyendo que ya es tiempo de exigir un poco más de su hijo.

—¡No te decepcionaré, padre! Me comportaré como es digno de un hijo del Jefe —asegura el niño preparándose para el viaje.

—Quiero que te asegures de que Veida quite una vida —ordena el Jefe en voz baja para no ser oído por su hijo.

—¿Qué? Pero señor… él… él aún es un niño —reclama el hombre con alarma.

—Y no puede seguir siéndolo por mucho, es momento de que comience la transición a convertirse en un hombre, de ser lo que su pueblo necesita. Ver una batalla le hará sentir el miedo de perder la vida, la energía que genera una situación de vida o muerte, el deseo de proteger a los suyos, pero sobre todo el peso de la sangre en las manos de uno —determina el Jefe sentándose en unas pieles negras de cabra.

—Yo he dedicado mi vida a formar a los futuros guerreros, y Veida me parece demasiado joven, tiene derecho a gozar un poco más de su niñez —apela el guerrero compadeciéndose del pequeño.

—Ese es un derecho que alguien  destinado a gobernar  pierde, su juventud es una preparación para liderar, y el resto de su vida una entrega incondicional a su pueblo. Un Jefe solo vive para su tribu, solo desea el bienestar de su gente, y debe sacrificarse cada día para estar a la altura de lo que el pueblo necesita —determina el Jefe sabiéndolo por experiencia.

 —¡Ya estoy listo! ¡Me pondré en marcha en cuanto lo ordene! —exclama Veida parándose firme frente al guerrero que parece resignarse a tener que llevarlo con él.

—¡Saldremos ahora mismo, deberás intentar seguirnos el paso! —ordena el guerrero saliendo de la choza para reunir a su grupo que lo espera afuera recuperando el aliento.

—¡Que bien! Es la primera vez que voy a salir de la tribu, creía que mi padre jamás me dejaría salir, me siento tan emocionado —confiesa el jovencito con una gran sonrisa.

—¿Qué sucedió, Kaitu? ¿Cuál es la orden? —pregunta uno de los guerreros haciendo dibujos en la tierra con el dedo.

—El Jefe ha ordenado dar muerte a los intrusos, también nos ha ordenado llevar a Veida con nosotros —informa el guerrero con seriedad.

—¿Llevar a un niño a una misión en donde habrá una batalla? —cuestiona el hombre mirando extrañado a sus compañeros.

—Y no cualquier niño, sino al hijo del Jefe. Es algo muy arriesgado —comenta otro de los guerreros cuya cara es atravesada por cuatro líneas de pintura negra, como si fuesen las marcas de una garra.

—Es la orden que hemos recibido, Ferzo. Así que nuestra labor es cumplirla, no cuestionarlo —reclama Kaitu con una mirada cargada de severidad.

El grupo de guerreros vestidos con las pieles del mismo color atraviesan el angosto pasaje hacia el exterior, una vez fuera de las paredes una fría brisa sopla sobre ellos provocándoles un estremecimiento. Algo que Veida disfruta junto a ser capaz de contemplar el inmenso cielo azul, durante toda su vida solo había podido ver la pequeña porción de cielo que le permitían las murallas que rodeaban a la tribu, pero ahora que ve lo enorme que es, no puede sentir otra cosa que ver más, que conocer y explorar todo lo que hay allí afuera.

—El grupo de merodeadores no está muy lejos, debemos ser precavidos, si bien los vigilantes los han observado reuniendo información sobre su comportamiento, aún no se los ha visto luchar. Por el tipo de armas que llevan pienso que han de usar una técnica ofensiva, pero no podemos estar del todo seguros —dice Kaitu comenzando la marcha a paso rápido entre los pequeños pasadizos que se han formado después de generaciones de Hazudos pasando por allí.

—¿Qué tipos de armas utilizan? —pregunta Veida marchando justo en medio de la formación para brindarle mayor seguridad.

—El que parece liderarlos lleva un escudo y una maza, el resto del grupo, que son seis miembros llevan lanzas o mazas. Deben estar acostumbrados al ataque frontal, al igual que nosotros —informa el guerrero esperando una fuerte batalla.

—La mejor opción sería un ataque a distancia, sería de utilidad si contamos con un arquero que él empiece el ataque para obligarlos a refugiarse, y mientras ellos están pendientes de la dirección de donde provienen las flechas, el otro grupo puede atacarlo desde el flanco contrario tomándolos desprevenidos —murmura el niño con timidez por la osadía de aconsejar una estrategia a guerreros experimentados.

—¡No está nada mal! Es grato saber que la tribu quedará en  buenas manos —comenta uno de los guerreros con una gran sonrisa desordenado los cabellos del pequeño con la mano.

—Es un buena estrategia, Veida. La mejor opción posible, aunque de todas formas hay que asegurarse de tener un plan de respaldo, el enemigo no siempre responde de la manera que esperamos —advierte el líder con una media sonrisa en los labios por el prometedor juicio del muchacho en la estrategia militar.

El grupo no necesita marchar mucho tiempo más hasta dar con el grupo de intrusos, Kaitu levanta la mano para indicar que el resto se detenga. Con precaución observa a sus enemigos desde detrás de una roca, el grupo de merodeadores parece haberse detenido a descansar debajo de la sombra de un árbol.  Le llama la atención que sean tan descuidados como para decidir descansar en un lugar tan expuesto, si bien en sus viajes anteriores no hallaron el asentamiento Hazudo, saben bien que ese es su territorio.

—Es hora de comenzar con el ataque, parecen estar desprevenidos, pero no bajemos la guardia. Ferzo, tú eres el mejor en el arco así que busca un lugar alto para comenzar, nosotros los rodearemos para atacarlos por detrás —indica el líder sin quitar la mirada del grupo enemigo.

—¿No quieres que lleve a Veida conmigo? Después de todo seré quien esté más alejado de la batalla —pregunta el guerrero preocupado por la seguridad de su príncipe.

—No, quiero tenerlo cerca. Por alguna razón me siento algo inquieto, y no podré concentrarme en la batalla si no tengo a la vista a Veida —responde el líder con severidad.

—¿Crees que pueden tener algo planeado? —pregunta el niño con los ojos entornados, prefiriendo resignarse a no hacer un comentario respecto a que todos estén más preocupados en protegerlo que en cumplir con su misión.

—No podemos desestimar esa posibilidad, Fenzo ocupa tu puesto y espera nuestra señal —ordena Kaitu haciendo una seña con la mano a los demás para que lo sigan.

A medida que se acercan por la retaguardia de los intrusos, Veida siente que su corazón late a más velocidad, lo siente retumbar tan fuerte dentro de su pecho que hasta teme que eso pueda delatarlos. Aprieta el mango del hacha que lleva en la mano con mayor fuerza, como si ese agarre fuese capaz de contener la mezcla de miedo y nervios que le revuelven el estómago, no está seguro de ser capaz de quitar una vida humana, su padre ha dicho que a veces derramar sangre es una decisión que debe tomar gobernante, pero la verdad es que desea con todo su ser no tener que hacerlo.

Arrodillado sobre la roca irregular de una pendiente, Fenzo observa al grupo de merodeadores que ha quedado por debajo de él, ignorantes del terrible destino que les espera, aunque un destino justo por haber tenido la osadía de adentrarse en un territorio que no les corresponde. Con los ojos entornados observa la extraña pechera de cuero que lleva el que parece ser el líder, nunca ha visto algo igual, pero puede estar seguro que le gustaría contar con una de esas, de hecho la reclamará como suya una vez que los hayan matado. Al mirar un poco más allá de su objetivo divisa a su grupo que se ha posicionado a unos pocos metros detrás de los intrusos, la lanza de Kaitu apuntando hacia los enemigos es la señal esperada. Fenzo pone una flecha en el arco y lo tensa apuntando al cuello del hombre de la coraza, tuerce la boca con disgusto al pensar que la coraza se le va a manchar con sangre, pero que más da. Estando a punto de soltar la flecha siente un impacto en el pecho que le provoca un agudo dolor, con un gemido ahogado en la garganta baja la mirada divisando sorprendido una flecha atravesándolo, una mancha carmesí comienza a manchar su ropa a medida que su vista se nubla y sin ser capaz de sostener su cuerpo cae muerto en el lugar en el que esperaba ser el repartidor de muerte.

Kaitu siente que el cuerpo se le estremece al ver como su compañero es abatido, rápidamente se gira tratando de determinar el origen del disparo, no tarda mucho para hallar al hombre escondido entre unos arbustos por encima de ellos. Pero no tiene tiempo siquiera para advertir de su presencia ya que los gritos de batalla detrás de él lo obligan a prepararse para la batalla. El primer enemigo en llegar levanta su maza en alto descargándolo hacia Kaitu, que después de tantas batallas es lo suficientemente habilidoso para esquivarlo y clavar su lanza en el pecho del hombre que escupe gotas de sangre.

—¡Quédate atrás muchacho! —grita uno de los guerreros empujando a Veida hacia su retaguardia, lejos de la batalla, pero antes de que sea capaz de voltearse para unirse a la batalla una flecha le atraviesa el corazón haciéndolo caer de rodillas mirando con sus ojos que comienzan a apagarse al niño al que no fue capaz de proteger.

Veida mira aterrorizado al hombre que ha muerto justo delante de él, con un temblor apoderándose de sus piernas se voltea para ver a quien ha matado a su compañero. No le lleva mucho tiempo para distinguir al hombre entre los arbustos, sabe que si no hace algo no pasará mucho para que se cobre otra vida, dentro de él comienza a sentir un ardor en su corazón que no ha sentido hasta ahora. Ignorando el peligro de su decisión comienza a correr hacia el tirador que está concentrado en buscar a su próxima víctima, corre apretando el mango del hacha con decisión, corre dispuesto a no permitir que otro hombre su tribu sea asesinado, con la urgencia de proteger a su gente, entendiendo la palabras de su padre, consciente de que acaba de tomar la decisión  de derramar sangre. El arquero que estaba demasiado concentrado en disparar sin dar a uno de sus compañeros se voltea cuando el hacha ya está descendiendo sobre su cuello, el niño descarga su arma una y otra vez hasta que se asegura que el hombre está muerto.

—¡Nadie hará daño a mi tribu, no mientras yo tenga vida para protegerla! —exclama Veida con convicción contemplando con satisfacción a sus compañeros que son capaces de reducir al grupo enemigo.

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