Se despertó cuando el autobús se detuvo en la terminal de Nueva York. Había hecho un largo viaje desde Los Ángeles y se sentía agotado en extremo. Tomó su mochila y bajó del autobús junto a los otros pasajeros. Afuera, apenas reconoció dónde se encontraba luego de cuatro años de haber estado allí en casa de su amigo. Suspiró profundamente.
―Ya llegamos, hermano ―se dijo en voz baja―. Ya estamos en tu casa.
A los doce años David Cranston perdió a su familia en un trágico accidente automovilístico. Aficionado al whiskey, su padre había bebido mucho en una reunión familiar un domingo, y de regreso a casa se quedó dormido al volante. Su padre, su madre y su hermanita de cinco años murieron ese día, y David comenzó una larga travesía por hogares adoptivos en los cuales nunca se sintió a gusto, ya que no tenía más familiares a quién pudieran dejarlo en custodia. Su padre había sido hijo único de un matrimonio fallido el cual se separó abruptamente y jamás volvieron a encontrarse. Su madre, hija única de inmigrantes irlandeses, había llegado a los Estados Unidos siendo muy niña, y cuando sus padres murieron también quedó sola, sin familiares cercanos. Cuando cumplió la mayoría de edad, David optó por enlistarse en el servicio militar y tratar de hacer carrera para estabilizarse un poco, ya que no tenía empleo, sólo la casa de su familia, pero ésta le traía recuerdos de su infancia que al final se volvían dolorosos por la falta de sus seres queridos. Pero esa estabilidad nunca llegó, ya que le tocó servir en Afganistán en la guerra contra Al-Qaeda luego del 11 de septiembre del 2001. Los horrores de la guerra le endurecieron el alma hasta el extremo de llegar a bloquear los sentimientos y no sentir casi nada de empatía por el prójimo. Solo en las noches, cuando a veces soñaba con todo lo vivido era cuando llegaba a sentir dolor verdadero en su alma, y las imágenes de hombres, mujeres y niños mutilados o despedazados por doquier por efecto de alguna bomba, atentado o incursión contra el grupo de Osama Bin Laden le atormentaban hasta el extremo de llegar a pensar en suicidarse para no volver a sentir aquello. Durante el servicio militar y antes del conflicto armado en Afganistán había hecho amistad con un muchacho llamado Robert Moses, quién había elegido al igual que él servir en una de las ramas más duras de las fuerzas armadas estadounidenses: el Cuerpo de Marines. Robert era un muchacho algo retraído y parecía a simple vista debilucho y enfermizo, y más de una vez David pensó que no iba a culminar el servicio dado lo duro de los entrenamientos, pero para su sorpresa el muchacho logró adaptarse al duro régimen y cuando habían entablado una verdadera y fuerte amistad, surgió el conflicto en el medio oriente con Al Qaeda. David había alcanzado el rango de Sargento. Ambos vieron acción en muchas oportunidades y formaron parte del equipo de búsqueda y eliminación de Osama Bin Laden, pero en una de esas búsquedas fueron emboscados en una red de intrincadas montañas donde supuestamente se encontraba su objetivo, y Robert fue herido de bala. La severidad de la herida le costó la vida, y David sintió que una parte importante de él se iba con aquel muchacho, al que quería como un hermano y con quién había compartido una pequeña pero importante parte de su vida. Antes de llegar a Afganistán, Robert escribió una carta a sus padres como una suerte de despedida por si no lograba volver a su país, y le hizo prometer a David que la entregaría si era él quién volvía. Se juró a sí mismo que si sobrevivía a aquel infierno se encargaría de que su familia recibiera esa carta, y ahora estaba allí, casi dos años después, a punto de cumplir su promesa.
La familia de Robert vivía en Brooklyn y lo recibió con mucho cariño. La madre de su amigo le echó los brazos al hombro y lloró desconsoladamente durante unos minutos. El padre se mantenía silencioso sentado en un sofá en un rincón de la sala. A pesar de que había elegido hace mucho tiempo no volver a sentir dolor, el contacto con aquella mujer logró penetrar apenas el caparazón, y por primera vez en más de una década sintió ganas de llorar, y dos furtivas lágrimas rodaron por sus mejillas. Luego de la cena, conversaron largamente de las anécdotas del servicio militar y de las cosas que había logrado el aparentemente debilucho Robert. David omitió intencionalmente lo vivido en Afganistán debido a lo fuerte que había sido, y sobre todo porque fue allí donde su amigo murió. Se notaba en la cara de aquellas dos personas la profunda tristeza que estaban viviendo, en especial porque Robert era hijo único, y no tuvo oportunidad dada su juventud de casarse y tener hijos, por lo que la soledad era la única compañía que le quedaba a aquellos dos seres que eran sus padres. La madre de Robert era una maestra retirada, y el padre un científico también retirado, que había intentado a través de sus muchas investigaciones abrir algunas puertas hacia la cura de algunas enfermedades genéticas como el Síndrome de Down o el de Tourette. A David le parecía interesante que alguien indagara en lo más profundo del ser humano en búsqueda de curas a enfermedades, y así se lo hizo saber al padre de Robert. Éste estaba por contestarle cuando llamaron a la puerta. El hombre se levantó extrañado de que alguien llamara a esa hora de la noche, y cuando abrió la puerta la figura de su amigo le saludó nerviosamente. Iba acompañado de un niño de unos cinco años.
―¡Julius! ¡Qué sorpresa! ―le dijo al reconocerlo―. ¿Qué haces aquí a estas horas? ¡Entra, hombre! ¡Entra..!
El doctor Julius Hansen entró apresuradamente a la casa junto al niño.
―Disculpa que me aparezca así a estas horas, John, pero necesito tu ayuda.
En la sala la mujer salió al encuentro de los recién llegados y saludó al doctor Hansen con efusividad.
―Hola, Margaret ―le dijo Hansen―. Disculpen que llegue así de improviso, pero necesito su ayuda con algo muy delicado.
Margaret y John Moses les invitaron a sentarse.
―¡Claro, hombre! ―dijo John―. Lo que podamos hacer. Dinos qué pasa.
El doctor Hansen miró a David con recelo.
―No te preocupes ―volvió a decir John─. Él es David Cranston, es de confianza. Es amigo de nuestro Robert y vino a visitarnos.
─Supe lo de Robert ―dijo Hansen―. Lo siento mucho.
El doctor le dirigió una mirada a Margaret y luego al niño que lo acompañaba. Ésta entendió y se levantó, dirigiéndose al niño.
―Hola, pequeño ―le dijo―. ¿Cómo te llamas?
―Joseph ―le dijo el niño.
―Es mi hijo ―dijo Hansen.
Margaret y John se miraron rápidamente. Que supieran, su amigo nunca había tenido un hijo.
―¿Por qué este señor te llamó Julius, papá? ―preguntó Joseph.
Hansen miró a su amigo y luego a Joseph.
―Es un juego, hijo ―le contestó―. Mi amigo siempre me está llamando por todos los nombres que conoce.
Hansen rió nerviosamente.
―Debes tener hambre, Joseph ―le dijo Margaret―. ¿Quieres un vaso de leche y galletas?
El niño asintió. Margaret le invitó a ir a la cocina y éste fue tras ella. Una vez que estuvieron solos, el doctor Hansen se dirigió a su amigo.
―Él no sabe que me llamo Julius. Para él soy Andrew Farnsworth, es una identidad que compré años atrás cuando decidí salir del país.
―¡Oh! ―exclamó John, comprendiendo.
―¿Recuerdas el «encargo» que te comenté me habían hecho y pensaba llevar a cabo hace algunos años después de lograr la clonación de órganos humanos?
John parpadeó unos segundos haciendo memoria. Luego miró asombrado a su amigo.
―¡No me digas que…!
―Sí, John. Logré hacerlo.
―Pero, ¿cómo...? No es posible. Te hacía falta tener el ADN para llevarlo a cabo.
―Pues, lo hice, John… ―el rostro del doctor Hansen se iluminó por unos segundos―. ¡Lo hice!
Apretó las manos de su amigo, quién todavía estaba impávido por la revelación que le hacía en ese momento.
―¿Y cómo obtuviste el ADN?
―Los de la hermandad, que se hacen llamar La Segunda Venida, me lo facilitaron. Creo que es de un sudarium o algo así.
―¿Y el niño es…? ―preguntó lentamente John.
―¡Sí! ―contestó Hansen―. ¡Es él! Lo he criado todos estos años como mi hijo, ocultándolo de todos. Incluso me mudé a Londres. Decidí huir con él y con nuevas identidades cuando me di cuenta de que no podía entregárselo a quiénes me lo encargaron para no sé qué vayan a hacer con él. Pero ahora han logrado encontrarme y no tuve más remedio que volver aquí de Inglaterra huyendo de ellos, a la boca del lobo. De verdad que no tenía a dónde ir. Incluso se enteró una especie de secta llamada «Hermanos del Averno», que no sé de dónde salió, y me dieron un muy claro mensaje.
John se reclinó en el viejo sillón donde estaba sentado y miró a su amigo, preocupado.
―Si de verdad te lograron ubicar, lo más sensato era que te hubieras ido a otro país que no sea este. Aquí te deben estar esperando.
―Sí. Cometí ese error en medio de la desesperación. Debes ayudarme a esconderlo, John. Si lo encuentran los de la hermandad quién sabe lo que harán con él. Y los Hermanos del Averno me dijeron en una llamada que quieren matarlo.
Habiendo escuchado todo aquello, David se incorporó y dijo que iba a dormir para dejarlos hablar tranquilos. Abandonó la sala y se dirigió a la cocina para preguntarle a Margaret dónde podía dormir. Estaba extrañado de todo lo que había escuchado pero decidió no darle importancia. En la cocina la mujer estaba sentada a la mesa al lado del niño, quién comía galletas con leche. Éste le miró y David pudo ver sus ojos a pesar de la iluminación artificial de la estancia. Eran unos ojos de color marrón claro grandes y hermosos, que hacían juego con una cara redonda, labios que sin ser grandes eran carnosos y nariz perfilada. El cabello era de color castaño claro, estaba un poco largo y caía en pequeñas ondas sobre su frente. David pensó que era un niño más de los muchos que había visto en su vida, pero que debe ser muy especial para que aquellos dos hombres hablaran de él casi en secreto. Margaret le dijo que subiera a la habitación de Robert, y que allí conseguiría algo de ropa para cambiarse una vez que se hubiera bañado. Así lo hizo, subió al cuarto, se duchó, se cambió de ropa y se acostó en la cama que una vez perteneció a su querido amigo. Pensando en él sintió de nuevo tristeza y se quedó dormido a los pocos minutos. Había sido un día muy largo.
El doctor Julius Hansen le contó a su amigo todo lo que había hecho para llevar adelante su «encargo», el cual consistía en lograr un clon de Jesús de Nazaret. Por supuesto, su primera reacción cuando le hicieron la propuesta fue negarse rotundamente a la idea, ya que la clonación humana está estrictamente prohibida, pero su curiosidad científica y su atracción hacia lo desconocido le hicieron cambiar de parecer, y aceptó hacerlo de manera secreta, pensando en que tal vez no logre su cometido por lo complejo del proceso y porque nunca antes se había intentado. Para ello necesitaba disfrazar sus acciones con las de una investigación éticamente posible relacionada con el tema. Le contó que logró el apoyo de su laboratorio ubicado en Berkeley, California, presentándole a la directiva el inicio de una investigación relacionada con la duplicación o clo
David se despertó poco antes de que saliera el sol. Hacía tiempo que no dormía tan profundamente. Se levantó y se dirigió al baño, donde se lavó la cara y se cepilló los dientes. A los pocos minutos bajó a la sala y encontró a John sentado frente a la ventana con la escopeta descansando sobre sus muslos. Éste le hizo señas de que hiciera silencio y le invitó a mirar con él a través de los cristales. David divisó inmediatamente a un hombre parado al final de la calle y en la esquina, al parecer esperando algo o alguien.―Llegó hace unos veinte minutos ―dijo John―. No ha hecho nada más.David le miró, intrigado.―¿Y por qué le parece sospechoso eso?―No terminaste de escuchar la conversación de anoche, hijo, y no sabes que mi amigo y su hijo corren peligro.―¿Peligro? Yo solo escuché a
El Dodge Charger de John era del modelo de cuatro puertas. David iba al volante y a su lado el doctor Hansen observaba la autopista en silencio. Joseph estaba acostado en el asiento trasero, dormido. Hacía rato que ya habían tomado la vía hacia Manhattan, y se acercaban al Puente Williamsburg, sobre el East River. David no podía dejar de pensar en lo que había pasado en casa de John, y por más que trataba de justificarse no podía dejar de pensar en el hombre al que le había quitado la vida. De alguna forma pensaba que la guerra y la muerte ya no formarían parte de su vida, y allí se encontraba de nuevo, matando por una causa que aún no comprendía del todo. Lo único que sabía era que si no hubiera tomado la vida de aquel hombre, todos, incluso él mismo, estarían muertos a esa hora. Pensó en Joseph, y un pequeño ápice de consuelo llegó a su alma a
Los amigos de John tenían un pequeño negocio de antigüedades en la esquina de las calles Delancey con Allen en Manhattan. No les costó conseguir la dirección, ya que quedaba cerca del puente Williamsburg, por el cual habían ingresado al distrito. A esa hora ya estaba abierta la tienda y el doctor Hansen pidió a David que esperara en el carro junto a Joseph, que ya se había despertado. Entró y de inmediato un hombre como de unos setenta años le salió a su encuentro con una amplia sonrisa. Al fondo, y tras un mostrador, una mujer también mayor estaba cerca de la caja registradora. Del otro lado de la tienda, una mujer obesa observaba con detenimiento una figura de porcelana que parecía un caballo.―¿En qué puedo ayudarle, amigo? ―preguntó el hombre con voz suave―. Tenemos muchos artículos antiguos e interesantes. Muchos tienen una historia particular, si gusta se
Luego del incidente con el camión de concreto, Mark y Doris se dirigieron nuevamente hacia la casa del científico y buscaron a más vecinos que hayan presenciado el incidente. Una anciana les dijo que había escuchado las detonaciones y de inmediato se asomó a una ventana, y que a los pocos segundos vio que dos hombres y un niño salían de la casa del científico y abordaban un carro, abandonando la escena de forma apresurada.―¿Vio cómo eran esos hombres y el niño? ―le preguntó Doris―. ¿Eran blancos? ¿De color?―Eran blancos todos ―dijo la anciana―. Uno de los hombres era más joven que el otro, y el niño era pequeño, como de unos cuatro o cinco años.―Es buena observadora, y además tiene buena memoria ―le dijo Mark―. ¿Algo más que recuerde?La anciana hizo un gesto de fastidio, parecía que las palabras de a
Una de las balas había alcanzado también el motor y comenzó a fallar. Aún estaban lejos del aeropuerto. David tomó la próxima salida y se encontró de nuevo en los suburbios de Nueva York. El doctor Hansen se veía contrariado, necesitaba salir del país y las cosas se estaban complicando. David estacionó el auto en una calle poco transitada, no tuvo necesidad de apagar el motor ya que éste lo había hecho solo debido a la falla.―Necesitaremos otro auto ―dijo―. ¿No tiene a más nadie que lo ayude?El doctor Hansen pensó un momento.―Podemos ir de nuevo donde los amigos del doctor Moses a ver si ellos tienen uno.―Bien. Debemos irnos. No conozco bien esta ciudad. ¿Estamos cerca?El doctor Hansen echó un vistazo alrededor. Conocía la zona.―Estamos un poco lejos, como a unas siete cuadras.―Entonces debemos apurarnos
La «Brigada Senil», como jocosamente les decía Henry a sus amigos, se habían marchado con aquellos dos tipos en el maletero de un Oldsmobile convertible para darles una lección. Henry y su esposa, Joanna, convencieron a Hansen y a David de quedarse con ellos en su apartamento para que pasaran la noche y continuaran su camino hasta el aeropuerto el día siguiente. A Hansen le preocupaba que quiénes les perseguían también les encontrasen allí, ya que sabían que habían ido hasta el negocio de los ancianos y no tardarían en averiguar dónde vivían para buscarlos allá. Henry les explicó que no habría problemas allí, ya que el apartamento en donde estaban era del esposo de su hija, y se habían ido ya hace unos cinco años para Argentina. Su hogar estaba ubicado en Queens y, aunque vivían allí de manera permanente, esa tarde habí
Al escuchar que llegaba la policía, Thomas, que se había quedado en el asiento trasero del auto, supo que sus hombres no volverían, por lo que se pasó al asiento delantero, encendió el motor y lo puso en marcha, pasando al lado del Impala negro con luces policiales que acababa de llegar. Comenzaba a sentirse realmente frustrado de no poder llegar a Joseph, y eso también lo disgustaba. Hansen hasta ahora había tenido muy buena suerte de poder evadirlo ileso, y buscaría la forma de que eso cambiara. Se dirigió de nuevo a su casa, ya era de noche y necesitaba comunicarse con su Señor, para que pudiera decirle de nuevo dónde estarían al día siguiente. Llegó a los veinte minutos, un poco más rápido que de costumbre, pensó. A pesar de que estaba ubicada en Queens sentía que el sitio era el más conveniente para vivir que cualquier otra localidad. Como norma p