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La flor que nació y creció en el fango: séptima parte.
En la mansión Virtus, un halo de misterio se cernía sobre los pasillos mientras la luz de las lámparas creaba sombras danzarinas. Constantino, el duque de Virtus, aprovechó la ausencia de Lorena y Valeria para adentrarse en el territorio prohibido, la habitación de Eleanor.

Después de concluir sus asuntos en su oficina, Constantino se encaminó hacia la habitación de Eleanor. La puerta de madera maciza, tallada con detalles elegantes pero ominosos, se abrió sin un sonido imperceptible. La habitación, decorada con muebles antiguos y cortinas que apenas dejaban pasar la luz, parecía sumida en un silencio cómplice.

Eleanor, ajena al intruso en su santuario, descansaba sobre la cama. Las sábanas, suaves como un susurro, acunaban su figura mientras el aire estaba cargado de la tensión de lo prohibido. Constantino, con su figura imponente, cerró la puerta con cuidado, sumiendo la estancia en un silencio. El aire estaba denso, impregnado de la tensión que acompañaba a los encuentros clandestin
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