Las mañanas de Eleanor se desplegaban con una rutina que ya había tejido en su cotidianidad. Al despertar, sus ojos se encontraron con los primeros destellos de luz que se filtraban por las cortinas de su habitación. En ese instante, como un ritual, Sally y Rose, las diligentes mucamas de la mansión, hacían su entrada con la delicadeza de sombras dispuestas a cumplir con las necesidades de su señora.Al principio, cuando Eleanor llegó, presentada por el imponente Maximiliano como una distinguida invitada, los sirvientes mostraron una frialdad que se mantenía como una barrera infranqueable. Una actitud que se reflejaba en evasivas y en la reducción al mínimo indispensable del tiempo compartido con ella. Incluso Sally y Rose, las guardianas silenciosas de su espacio privado, ejecutaban sus quehaceres con eficiencia, pero sin un destello de voluntad para trascender la barrera de lo estrictamente necesario.Todo cambió el día en que Eleanor, con sus manos diestras y su poder sagrado, creó
El viaje hacia el palacio fue una travesía marcada por la tensión contenida en el aire, una anticipación que pesaba sobre los hombros de Eleanor. El carruaje avanzaba por calles empedradas, sorteando el bullicio de la ciudad mientras se dirigía hacia el imponente palacio, cuyas torres se alzaban majestuosamente contra el cielo. Al llegar, fueron recibidos por el chambelán, quien los guio con un gesto reverente hacia un salón donde el rey y el enviado del Imperio aguardaban. El ambiente en el salón era solemne, impregnado de la majestuosidad propia de los asuntos de estado. – Querida santa, es un gusto volverla a ver después de tanto tiempo – pronunció el joven Marck, levantándose con rapidez para saludar a Eleanor. Su voz resonó en el salón, llevando consigo un eco de familiaridad y respeto. Eleanor, aunque apreciaba el gesto, respondió con poco entusiasmo – Joven Marck, es bueno verlo en buen estado – expresó a modo de saludo. – Pero por favor, llámeme Marckus. Utilicé el nombre
Y finalmente en la sala de audiencias, donde momentos antes nuevamente se reunieron todos resonaban conversaciones importantes y decisiones cruciales, quedó sumida en un breve silencio tras la despedida entre Eleanor y Maximiliano. Marckus, sintiendo un ligero desaliento en su pecho, se movió hacia la puerta con un suspiro cargado de resignación. La madera envejecida de la puerta chirrió ligeramente al cerrarse tras él, como si registrara el peso de la responsabilidad que dejaba atrás. A medida que cruzó los pasillos del palacio, la magnificencia del lugar, aunque imponente, no lograba ahuyentar la sombra de la preocupación que se reflejaba en los ojos del príncipe. Sus botas resonaban en el suelo de mármol, un eco tenue que acompañaba el compás de sus pensamientos. Encontró su camino de regreso a la frontera, donde la escolta aguardaba con impaciencia. La noche se cernía sobre el horizonte, y las estrellas titilaban como linternas celestiales. La espera se volvía ansiosa, y los cab
Eleanor y Maximiliano viajaron hacia una ciudad humana en los confines del imperio. Aunque él hubiera preferido, desde su perspectiva práctica, recurrir a algún medio de transporte para alcanzar su destino, la travesía se convirtió en un espectáculo de acampadas nocturnas y jornadas de caminatas bajo el sol. A pesar de la posibilidad de haber expresado alguna queja, Maximiliano se encontraba más inclinado a saborear cada momento del viaje. Cada paso, cada atardecer, parecía construir una narrativa única, una odisea tranquila por senderos despejados.Y descubrir que la región por la que viajaban estaba notablemente desprovista de la huella humana común no dejaba de sorprender a Maximiliano. Aquí y allá se vislumbraban pueblos solitarios, pero Eleanor y él optaban por preferir la libertad de la naturaleza, eligiendo con entusiasmo el desafío de acampar al aire libre.El verano, con su calidez benevolente, se manifestaba como un cómplice agradable en esta odisea. La brisa nocturna llevab
Bajo la implacable lluvia, Maximiliano y Eleanor avanzaron, cada paso dejando su huella en el suelo ahora embarrado. Las gotas de lluvia, como pequeñas agujas, golpeaban con insistencia, creando un sonido constante que llenaba el aire. Después de unos minutos, ya irremediablemente empapados, llegaron a una pared de tierra cubierta de maleza. Eleanor, con determinación, movió las ramas y hojas que crecían como una cortina natural. Detrás de este velo de la naturaleza, descubre un pequeño túnel. Sin vacilar, Eleanor se adentró en la oscuridad, y Maximiliano, confiado en ella la siguió de cerca. El túnel inicial, estrecho y húmedo, los llevó a través de unos cuantos metros. En ese espacio confinado, con el sonido apagado de la lluvia como su compañía, Maximiliano notó que la postura de Eleanor, aunque aún serena, llevaba consigo un peso invisible. Su cabello, ahora oscuro y pegado a su piel, acentuaba la silueta de su rostro que parecía sumido en sus pensamientos más profundos. A medid
Maximiliano permanecía allí, sosteniendo a Eleanor entre sus brazos, como si temiera que el menor movimiento pudiera deshacer la frágil calma que había caído sobre ella. El silencio, roto solo por el crepitar de la leña, parecía llevar consigo el peso de la historia que Eleanor había compartido.Después de un tiempo que parecía medirse en suspiros, Eleanor, agotada por la catarsis emocional, se deslizó hacia el sueño. Maximiliano la depositó con suavidad sobre el suelo, asegurándose de que estuviera cómoda, y la arropó con una manta que, aunque vieja, se convirtió en un escudo temporal contra el frío que se colaba por la entrada de la cueva.Antes de dejarla descansar por completo, se inclinó sobre ella, observando su rostro sereno en el resplandor suave de la hoguera. Sus manos, aún sosteniendo los tesoros que Eleanor guardaba como reliquias de un pasado irremediable, temblaban ligeramente. Cada objeto llevaba consigo una historia, un pedazo de lo que alguna vez fue su hogar.Cuando
El sol poniente pintaba el cielo con tonos cálidos y dorados mientras Eleanor y su compañero dejaban atrás la ciudad, viéndola encogerse en el horizonte. La urbe quedaba atrás, pero lo que capturó la atención de Eleanor fue el bosque que se extendía a sus lados. Sus árboles, altos y majestuosos, se alzaban como guardianes silenciosos de un pasado que ella guardaba con cariño.Una melancolía sutil se deslizaba en la mirada de Eleanor al alejarse de aquel bosque. No solo era una masa de árboles; era el lugar donde sus raíces se entrelazaban con la tierra, donde cada rincón escondía historias de su infancia. Aquel bosque era el testigo silencioso de su crecimiento, y también el guardián de los restos de sus seres queridos, cuyas tumbas descansaban al amparo del bosque.Eleanor llevaba consigo un pequeño collar que contenía fragmentos de sus seres queridos. Era un lazo tangible con su pasado, una conexión que se aferraba a ella como una suave brisa acariciando su rostro. Sentía que l bosq
Los días transcurrieron como las páginas de un libro. Para algunos, el tiempo voló demasiado rápido, mientras que para otros, se arrastró con la lentitud de un arroyo que serpentea entre las piedras. Llegó el día señalado, y con él, la llegada de la santa a la capital del Imperio. La noticia se esparció como el viento entre los árboles, alcanzando a todos los habitantes. En la capital, la ciudad se vestía de fiesta. Las calles se engalanaban con adornos elaborados con flores y paletas de colores vibrantes. El bullicio de los ciudadanos llenaba cada rincón, y el aroma de las delicias culinarias flotaba en el aire. Era como si la propia ciudad estuviera tejiendo un tapiz de celebración para recibir a la santa. La alegría se manifestaba en las sonrisas de los habitantes, en la música que resonaba en las plazas y en el tintineo de risas que se mezclaba con el eco de los pasos apresurados. Las fachadas de las casas lucían flores frescas y guirnaldas festivas, mientras que los puestos de