Eleanor y Maximiliano viajaron hacia una ciudad humana en los confines del imperio. Aunque él hubiera preferido, desde su perspectiva práctica, recurrir a algún medio de transporte para alcanzar su destino, la travesía se convirtió en un espectáculo de acampadas nocturnas y jornadas de caminatas bajo el sol. A pesar de la posibilidad de haber expresado alguna queja, Maximiliano se encontraba más inclinado a saborear cada momento del viaje. Cada paso, cada atardecer, parecía construir una narrativa única, una odisea tranquila por senderos despejados.Y descubrir que la región por la que viajaban estaba notablemente desprovista de la huella humana común no dejaba de sorprender a Maximiliano. Aquí y allá se vislumbraban pueblos solitarios, pero Eleanor y él optaban por preferir la libertad de la naturaleza, eligiendo con entusiasmo el desafío de acampar al aire libre.El verano, con su calidez benevolente, se manifestaba como un cómplice agradable en esta odisea. La brisa nocturna llevab
Bajo la implacable lluvia, Maximiliano y Eleanor avanzaron, cada paso dejando su huella en el suelo ahora embarrado. Las gotas de lluvia, como pequeñas agujas, golpeaban con insistencia, creando un sonido constante que llenaba el aire. Después de unos minutos, ya irremediablemente empapados, llegaron a una pared de tierra cubierta de maleza. Eleanor, con determinación, movió las ramas y hojas que crecían como una cortina natural. Detrás de este velo de la naturaleza, descubre un pequeño túnel. Sin vacilar, Eleanor se adentró en la oscuridad, y Maximiliano, confiado en ella la siguió de cerca. El túnel inicial, estrecho y húmedo, los llevó a través de unos cuantos metros. En ese espacio confinado, con el sonido apagado de la lluvia como su compañía, Maximiliano notó que la postura de Eleanor, aunque aún serena, llevaba consigo un peso invisible. Su cabello, ahora oscuro y pegado a su piel, acentuaba la silueta de su rostro que parecía sumido en sus pensamientos más profundos. A medid
Maximiliano permanecía allí, sosteniendo a Eleanor entre sus brazos, como si temiera que el menor movimiento pudiera deshacer la frágil calma que había caído sobre ella. El silencio, roto solo por el crepitar de la leña, parecía llevar consigo el peso de la historia que Eleanor había compartido.Después de un tiempo que parecía medirse en suspiros, Eleanor, agotada por la catarsis emocional, se deslizó hacia el sueño. Maximiliano la depositó con suavidad sobre el suelo, asegurándose de que estuviera cómoda, y la arropó con una manta que, aunque vieja, se convirtió en un escudo temporal contra el frío que se colaba por la entrada de la cueva.Antes de dejarla descansar por completo, se inclinó sobre ella, observando su rostro sereno en el resplandor suave de la hoguera. Sus manos, aún sosteniendo los tesoros que Eleanor guardaba como reliquias de un pasado irremediable, temblaban ligeramente. Cada objeto llevaba consigo una historia, un pedazo de lo que alguna vez fue su hogar.Cuando
El sol poniente pintaba el cielo con tonos cálidos y dorados mientras Eleanor y su compañero dejaban atrás la ciudad, viéndola encogerse en el horizonte. La urbe quedaba atrás, pero lo que capturó la atención de Eleanor fue el bosque que se extendía a sus lados. Sus árboles, altos y majestuosos, se alzaban como guardianes silenciosos de un pasado que ella guardaba con cariño.Una melancolía sutil se deslizaba en la mirada de Eleanor al alejarse de aquel bosque. No solo era una masa de árboles; era el lugar donde sus raíces se entrelazaban con la tierra, donde cada rincón escondía historias de su infancia. Aquel bosque era el testigo silencioso de su crecimiento, y también el guardián de los restos de sus seres queridos, cuyas tumbas descansaban al amparo del bosque.Eleanor llevaba consigo un pequeño collar que contenía fragmentos de sus seres queridos. Era un lazo tangible con su pasado, una conexión que se aferraba a ella como una suave brisa acariciando su rostro. Sentía que l bosq
Los días transcurrieron como las páginas de un libro. Para algunos, el tiempo voló demasiado rápido, mientras que para otros, se arrastró con la lentitud de un arroyo que serpentea entre las piedras. Llegó el día señalado, y con él, la llegada de la santa a la capital del Imperio. La noticia se esparció como el viento entre los árboles, alcanzando a todos los habitantes. En la capital, la ciudad se vestía de fiesta. Las calles se engalanaban con adornos elaborados con flores y paletas de colores vibrantes. El bullicio de los ciudadanos llenaba cada rincón, y el aroma de las delicias culinarias flotaba en el aire. Era como si la propia ciudad estuviera tejiendo un tapiz de celebración para recibir a la santa. La alegría se manifestaba en las sonrisas de los habitantes, en la música que resonaba en las plazas y en el tintineo de risas que se mezclaba con el eco de los pasos apresurados. Las fachadas de las casas lucían flores frescas y guirnaldas festivas, mientras que los puestos de
La música, ahora más suave, envolvía el salón, marcando la transición de la tarde a la noche y acercándose al momento tan esperado por todo el pueblo: la bendición de la santa.Sin embargo, entre la pompa y la celebración, Maximiliano y Eleanor, buscando un respiro en medio de la festividad, lograron escapar hacia uno de los majestuosos jardines del palacio imperial. La transición de la bulliciosa sala al sereno exterior era como entrar en otro mundo.Los jardines, iluminados por suaves faroles colgantes, ofrecían un refugio de tranquilidad. Las fragancias de las flores se mezclaban con la brisa nocturna, creando un ambiente sereno y mágico. El césped estaba cuidadosamente cortado, y fuentes de agua suave añadían un murmullo relajante al entorno.Maximiliano y Eleanor, antes de sentirse cómodos en este oasis, se aseguraron de estar solos. Aprovecharon el rincón apartado para liberarse temporalmente de las formalidades y las miradas inquisitivas. La privacidad del jardín les brindaba u
Con dificultad, Eleanor descendió del escenario, su cuerpo exhausto reflejaba la ardua tarea que acababa de realizar. Cada paso parecía pesarle más que el anterior, y la debilidad la envolvía con cada instante que pasaba.Justo cuando la fatiga amenazaba con doblegarla, su cuerpo inclinándose hacia la inevitable rendición, una presencia reconfortante la detuvo. Una voz cálida, como un abrazo audible, resonó en sus oídos. Era Maximiliano, un compañero en esta travesía, quien había percibido el agotamiento en la hazaña de Eleanor.Maximiliano, con una agilidad casi instintiva, corrió hacia ella. Sus ojos reflejaban admiración y alivio al tiempo que sostenía con delicadeza a Eleanor, quien se encontraba al borde del colapso.El príncipe Marckus, con paso decidido, se aproximó rápidamente hacia Maximiliano, quien sostenía con delicadeza a la santa en sus brazos. Las luces del palacio iluminaban el camino, guiándolos por pasillos majestuosos hacia la estancia preparada.El interior del pal
Maximiliano salió cautelosamente de la habitación de Eleanor, cerrando la puerta con suavidad para no perturbar su descanso. La estancia estaba iluminada por la suave luz de unas lámparas de pie, creando una atmósfera tranquila y acogedora. Los muebles antiguos y la decoración clásica conferían al lugar un aire de elegancia atemporal.Necesitaba aire fresco y espacio para despejar la mente, así que se encaminó por los pasillos del imponente palacio. Las altas columnas y las intrincadas molduras en los techos añadían majestuosidad a su paseo. Pasaba por retratos de antiguos miembros de la familia imperial, cuyas miradas parecían seguirlo con ojos centenarios.Mientras caminaba, las sombras se movían con él, creando un juego de luces y sombras en las paredes de piedra. Maximiliano intentaba distraerse con la grandiosidad del palacio, pero sus pensamientos insistían en regresar a Eleanor."Somos solo buenos amigos", se repetía mentalmente mientras atravesaba un pasillo decorado con tapic