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Cuando llegaron a la mansión Gambino, Remo entrelazó su mano a la de Marianné al bajar del auto. Para ese momento, todo el mundo ya sabía que estaban juntos, que ella era suya. Sin embargo, fue a Priscila a quien no le vino en gracia esa noticia, y todo lo que había hecho durante años para mantener a esa familia lejos de la suya, se comenzaba a tambalear. No podía consentirlo. No podía porque si Remo llegaba a enterarse de las cosas que ella tuvo que hacer en el pasado para no perder a su familia, la odiaría, la odiaría profundamente, así que debía actuar ahora con más inteligencia si quería sacar a esa definitivamente de sus vidas. Mientras tanto, ajeno a todo, salvo a la mujer que llevaba tomada de la mano, Remo no era consciente de lo que se planeaba a sus espaldas. — ¿Dónde está Marcelo? — preguntó a uno de los guardias de la mansión, mientras entraba a la casa. — En el despacho, señor. Lo está esperando. Remo asintió y llevó a Marianné a la habitación, como ella le había pedi
Después de un largo silencio, Marianné al fin preguntó: — ¿Es cierto? ¿Es… cierto lo que dijo? Odio que lo mirara como si no reconociera en él el hombre que la había convertido en su mujer. — Marianné, escúchame. — ¡Responde, Remo! ¡¿Es cierto?! Remo apretó los puños. Miró a Marcelo por encima del hombro y le pidió que los dejara solos. Cuando volvió su atención a Marianné, suavizó la mirada. Le dolía que lo viese de esa forma. — Sí, es cierto, pero… — sin que pudiera terminar de hablar, Marianné acortó la distancia que los separaba y le atravesó la mejilla con una fuerza que no supo de donde vino. Lo miró con ojos envenenados. Dios, se sentía tan decepcionada — Marianné, escúchame… Ella negó. — ¿Qué quieres que escuche? ¿Lo realmente cruel que puedes llegar a ser? ¿Que mientras dices querer protegerme… hundes más a mi familia? — preguntó con ironía. — Ellos ya no son tu familia. Yo lo soy. Eres mi mujer, y cuando te divorcies, serás una Gambino. Ella negó y se limpió rabiosa
Esa noche, dominado por el orgullo y un sentimiento oscuro superior a él, Remo se encerró en el despacho y bebió no solo hasta que el reloj marcó las tres de la madrugada, sino hasta que todo de él comenzó a anhelar arreglar las cosas con Marianné. — Debo hablar con ella — musitó, decidido, antes de incorporarse y acercarse a la puerta. Alguien entró antes de que él tuviera la oportunidad de salir. — ¿Ginevra? — preguntó, confundido. Echó un vistazo al reloj para comprobar lo tarde que era — ¿Qué haces despierta a esta hora? — No podía dormir, y como vi que la luz del despacho estaba encendida, pensé que podríamos hacernos un poco de compañía. ¿Qué dices? — musitó con una media sonrisa afligida. Remo negó. — Lo siento, Ginevra, pero ya me iba a retirar. Dile a una mucama que te prepare un té. — ¡Pero…! — Buenas noches — entonces se retiró, y la dejó allí, sin sospechar lo que pasaría después. Minutos más tarde, entró a la habitación y vio que Marianné dormía profundamente, así
Más tarde, esa mañana, Remo despertó con un horrible dolor de cabeza. — Ah — se quejó agudamente, sin comprender por qué se sentía en aquel terrible estado, y se llevó las manos a las sienes, al tiempo que la puerta de la habitación se abría y Ginevra entraba. — Buenos días, cariño — saludó con una sonrisa natural y dejó una charola con alimentos para dos en el desayunador junto a la ventana. Remo frunció el ceño, bastante contrariado. ¿Cariño? ¿Qué carajos? — Ginevra… ¿Qué estás haciendo aquí? Por favor, sal de la habitación — exigió, a la par que se incorporaba y descubría que solo estaba en ropa interior. — Pero… creí que te gustaría que te trajera el desayuno a la cama después de lo de anoche. — ¿De lo de anoche, Ginevra? — rio como si la joven mujer hubiese dicho un chiste y negó con la cabeza, mientras buscaba su pantalón y empezaba a abotonarse la camisa — Escucha, no sé de lo que estás hablando, pero, primero, no deberías pavonearte frente a mi vestida de esa forma, no e
Después de atravesar un tráfico de los mil demonios, Remo llegó al apartamento de Savino. — ¿Dónde está Marianné? — quiso saber, enseguida, azorado. — En la habitación, tu madre y nina… Sin esperar a que Savino terminara de hablar, Remo subió las escaleras, y no se detuvo hasta que llegó a la habitación. — Lo quieres… ¿no es así? — escuchó a su abuela cuando iba a entrar, pero se detuvo con el pulso acelerado. — Yo… me he enamorado de su nieto, pero, él… él solo jugó conmigo — musitó Marianné, al tiempo que él entraba. Las tres mujeres en aquella habitación alzaron el rostro. — Eso no es cierto — dijo, abriendo al fin la puerta y plantándose allí de pie, a unos enloquecedores pasos lejos de ella. Marianné se limpió las mejillas al tiempo que se incorporaba. No le preguntó qué hacía allí o cómo la había encontrado, por qué era más que evidente. Remo miró a su abuela y hermana. — Déjennos solos, por favor. Marianné negó. — No, no quiero estar en la misma habitación con él… po
Marianné gimió de asombro, pero también de recibimiento, y como una autómata, respondió ante el contacto, sintiendo como la boca masculina la consumía y seducía con increíble placer. Se separaron después de un instante, buscando el aire, aunque no se alejaron. — Me alegra que todo haya quedado solucionado. Ella sonrió. — Yo también. Hoy… cuando fui a buscarte, lo hice pensando en arreglar las cosas — confesó con un tierno sonrojo en las mejillas. Remo le besó la comisura. — Anoche también fui a verte. Te dije cosas que no quería. — Yo igual. — Quiero que estemos bien, ¿de acuerdo? — ella asintió, más que encantada. — Y lo de anoche, lo de… Fabio… Yo… — Dejemos eso atrás. Eso no debería volver a ser un tema de conversación entre nosotros. Ella torció una sonrisa triste. — Pero… lo que quieres hacer con Fabio es injusto. Estás pidiéndome que acepte que lo refundas en la cárcel tanto como puedas. — Marianné… — ¡Por favor, es inocente! Remo suspiró. — ¿En serio crees que es
Más tarde, en el despacho, se encontraban Remo y Savino, poniéndose al día de los asuntos importantes. — El juez ya sabe lo que tiene que hacer. A Fabio Cavallier todavía le quedan muchos años de cárcel — mencionó Savino, de este lado del escritorio, pero Remo parecía tan ensimismado que no pareció escucharlo — ¿Remo? — llamó, consiguiendo que su jefe y amigo al fin prestara atención — ¿Qué te pasa? Remo se recostó contra el respaldo de su silla y exhaló profundamente. — ¿Crees que debería confiar en Marcello? — preguntó de pronto, tomando por asombro a Savino, que rio, creyendo que se trataba de un chiste, hasta que descubrió que no. — ¿En serio estás preguntándome esto? Remo se encogió de hombros ligeramente, mientras jugaba inquieto con el bolígrafo. — Últimamente lo he notado con una actitud demasiado filosa. — Pero estás hablando de Marcello — le recordó Savino —. Joder, Remo, han sido amigos toda la vida, y lo que sea que pueda estar pasando, estoy seguro que no tiene nada
Durante las siguientes dos horas, Remo se dedicó entero a Marianné. Le recordó lo bien que se sentía montar a caballo y con paciencia la instó a hacerlo después por su cuenta, sin su ayuda, y es que aunque al principio Marianné se mostró nerviosa al subirse al lomo de soledad, esta se portó a altura y terminaron por congeniar muy bien. Remo sonrió más que encantado, y un tanto nostálgico también, pues no había visto a soledad tan receptora con nadie desde la muerte de Florencia. — Le agradas — le dijo él cuando volvieron a los establos. Marianné torció una sonrisa, mientras acariciaba el suave pelaje del animal. — ¿Crees que Florencia estaría molesta? — ¿Por qué lo estaría? — No lo sé, imagino que era muy protectora con soledad. Remo sonrió, al tiempo que daba la orden a uno de sus hombres para que se llevaran al animal. — Lo era — recordó entonces con cariño —… pero estoy seguro de que no le habría molestado, al contrario, creo que se hubiesen llegado muy bien. Marianné alzó