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La desnudó despacio. Le quitó la camisa y el sujetador. Tenía unos pechos preciosos, del tamaño perfecto, ni muy grandes ni muy pequeños. Continuó con el pantalón y las pequeñas bragas de encaje que terminaron cayendo por sí solas en la alfombra de la habitación, a los pies de la cama. Asombrado con lo que sus ojos tenían frente a sí en ese momento, Remo se hincó ante la belleza fascinante de Marianné. Jamás se había rendido a los pies de una mujer… hasta que llegó ella. Posó las manos en sus caderas, y bajo la dulce mirada atenta de Marianné, Remo comenzó a besar su piel con ternura, saboreando cada pequeño lunar de su cuerpo, cada vello erizado y cada rincón que nunca antes había sido descubierto por ningún hombre, y que lo hizo sentir un ser superior a otros. Elevó el rostro. — Separa las piernas — le pidió. Marianné obedeció, completamente poseída, y acto seguido, sintió lo nunca imaginable: La lengua tibia de Remo entre sus labios íntimos. Sus ojos se abrieron de asombro y a
La mañana siguiente, Remo fue el primero en despertar. Lo hizo entrada las cincos de la mañana, cuando aún era oscuro en la isla Sicilia. Marianné seguía completamente dormida, todavía desnuda, todavía recuperándose. Remo sonrió con orgullo y depositó un suave beso en el arco de su espalda antes de salir fuera de la cama. Se duchó rápido y se cambió sin hacer el mayor ruido, pero, antes de salir de la habitación, Marianné abrió los ojos. — ¿Te vas? — quiso saber, un tanto inquieta, temiendo que las cosas entre ellos hubiesen cambiado. Remo se acercó a ella y se inclinó contra su boca, robándole un beso pasional. — Debo concretar la reunión, es lo que querías, ¿no? — ella asintió — Bueno, debo encargarme de que si algo sale mal, pueda sacarte de allí sin contratiempos. Ella torció el gesto. — ¿Sin contratiempos quiere decir que podría haber muertos? — era muy probable que su padre estuviese allí, y a pesar de todo, ella no quería iniciar un duelo de sangre. Remo suspiró, se sent
Savino Cancio era un hombre que no perdía el temple con demasiada facilidad, pero, en cuanto vio a Serafina Gambino coquetear con el mismo agente que había arrestado por exceso de velocidad y un alto grado de alcohol en su sistema, fue como si le hubiesen dado un puñetazo en las pelotas. Estaba ataviada dentro de una minifalda y una blusita de escote que, si mal no recordaba, la muy cínica le confesó que la había comprado pensando en el día que dejara de ser un cobarde y al fin la llevara a su cama. — Quizás yo pueda hacer que no pases la noche aquí, sino en mi casa, eh, guapa, ¿Qué dices? Savino tensó la mandíbula desde la puerta de las celdas, y todo lo que sabía del autocontrol hasta ese momento, se fue a la mi3rda. — Y quizás yo te clave una puta bala entre ceja y ceja si sigues coqueteando con una cría de diecisiete años — interrumpió, tomando al hombre por verdadera sorpresa. — ¿Quién carajos eres tú? ¡No puedes estar aquí! ¿Quién te dejó entrar? — Enzo Rossi, tu jefe. El
— ¿Está todo listo? ¿Qué dijo la cúpula? — preguntó Remo a Marcelo cuando este volvió. — Sí. Preguntaron los motivos de dicha reunión, pero no los puse en sobre aviso como me dijiste. Remo asintió. — Bien, iré por Marianné. Nos vemos a la hora acordada entonces. — Remo… — llamó Marcelo antes de que su amigo saliera del despacho — ¿Estás seguro de lo que estás haciendo? — Completamente. Marcelo suspiró, entonces asintió. — Conoces las consecuencias de todo esto, pero si esa chica es realmente importante para ti… — Lo es… — admitió con una sonrisa antes de salir. Marcelo se quedó ahí, demasiado pensativo, demasiado… afligido. Cuando Remo subió a su habitación, Marianné estaba sentada en el bordillo de la cama. Se incorporó en cuanto lo vio. Traía unas bolsas consigo. — Llegaste — musitó con una sonrisa. Remo se acercó y le besó los labios. — Sí, traje esto para ti. — ¿Qué es? — quiso saber, mirando dentro de las bolsas. — Es ropa, no puedes ir con la mía a la reunión. Mar
Remo dejó ir a Marianné con demasiado esfuerzo, y durante todo el tiempo que estuvo en aquella habitación, trato de contenerse a sí mismo para no perder la cabeza. — ¿Por qué diablos tardan tanto allí dentro? — preguntó el siciliano en un gruñido bajo a su amigo Marcelo. — Ya sabes cómo funciona esto, debes ser paciente. — Y paciencia es lo que ahora mismo no tengo — cuando quiso incorporarse, la puerta de aquella habitación se abrió. Las tres mujeres salieron una tras otra, con la mirada gacha y las manos cruzadas al frente. Remo alzó en rostro buscando cualquier rastro de Marianné, y cuando la vio, acomodándose con demasiado esfuerzo las tiras de su vestido y limpiándose las lágrimas que manchaban sus mejillas, no lo resistió. Se incorporó de un salto. — ¡Remo! ¡Remo! — llamó Marcelo, pero este ni siquiera volteó a mirarlo. Remo entró a la habitación al mismo tiempo que Marianné alzaba el rostro. — Remo… — musitó ella, mostrándole una sonrisa que buscaba borrar el dolor en su
Remo cayó hacia atrás. Marianné ahogó un jadeo. Y se escuchó otro disparo. Savino había arremetido contra un Valentino que fue sacado de allí por sus esbirros con una herida a un costado. — ¡Remo está herido! — avisó Savino por un auricular, poniendo a toda la gente conectaba a través de este, en alerta. Marianné se arrodilló al verlo tendido, aterrada. — ¡Remo… Remo! — llamó, asustada. Él intentó no toser. — Estaré bien, tranquila. — ¡Tenemos que sacarte de aquí! — dijo Savino, acercándose. — No puede quedar sola, Marianné… no puede… quedar… sola — dijo con voz tambaleante. Su cuerpo ya comenzaba a experimentar el ardor de la bala dentro de su sistema con más fuerza. — No la dejaré — le prometió Savino. Remo asintió, pues era consciente de que en cualquier momento perdería el conocimiento, y no quería que Marianné quedase sin protección. La miró a los ojos. Ella derramaba lágrimas silenciosas que se limpiaba cada tanto. — Haz lo que Savino te diga. No te separes de él. —
Cuando Marianné entró a la habitación de Remo y lo vio allí, postrado en aquella cama y cobijado por un sueño profundo, la atravesó un espasmo. — ¿Va a estar bien? — preguntó al doctor con evidente preocupación. El hombre le mostró una sonrisa amable. — Sí, no se preocupe, es un hombre de roble. Marianné asintió y musitó un débil gracias, entonces esperó a que el doctor saliera de la habitación para arrastrar una silla y sentarse a la orilla de la cama. Tomó su mano y la entrelazó a la suya, sintiendo como el frío de su propio cuerpo y la calidez que todavía emanaba de él, colisionaban. No pudo evitar que las lágrimas empezaran a ahogarla, al mismo tiempo que escuchaba la puerta abrirse. Se giró confundida. Era Ginevra. También lloraba. — Todo esto es tu culpa, si lo sabes… ¿verdad? — preguntó con arrogancia contenida. Marianné abrió la boca, pero Ginevra continuó despotricando — Tú eres la única causante que de Remo haya cometido la locura de amenazar a las nonnas de la cúpula
Remo se dio el alta a sí mismo la mañana del día siguiente, y es que a pesar de no estar recuperado del todo, un hombre como él no podía perder el tiempo. — ¿Por qué no esperas un poco más? Podrías tener complicaciones con esa herida — le dijo Marianné, torciendo el gesto, mientras lo veía abotonarse la camisa frente a la ventana. — Es verdad, mi niño, además, todo con nuestra gente se está moviendo tal y como lo ordenaste — añadió la nonna, que desde bien temprano lo fue a visitar, a diferencia de Marianné, que a pesar de las insistencias de Remo, no se movió de su lado en toda la noche, y tampoco quiso ocupar la suite privada que él había ordenado pusieran a su disposición para que ella pudiera descansar. El Gambino se giró con una sonrisa. — Marianné, abuela, me siento bien como para volver a casa, además, no soporto un segundo más en este lugar. La nonna suspiró. — Muy bien, pero no podrás evitar que contrate a una enfermera que te asista médicamente en casa. — Nonna, no har