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Remo dejó ir a Marianné con demasiado esfuerzo, y durante todo el tiempo que estuvo en aquella habitación, trato de contenerse a sí mismo para no perder la cabeza. — ¿Por qué diablos tardan tanto allí dentro? — preguntó el siciliano en un gruñido bajo a su amigo Marcelo. — Ya sabes cómo funciona esto, debes ser paciente. — Y paciencia es lo que ahora mismo no tengo — cuando quiso incorporarse, la puerta de aquella habitación se abrió. Las tres mujeres salieron una tras otra, con la mirada gacha y las manos cruzadas al frente. Remo alzó en rostro buscando cualquier rastro de Marianné, y cuando la vio, acomodándose con demasiado esfuerzo las tiras de su vestido y limpiándose las lágrimas que manchaban sus mejillas, no lo resistió. Se incorporó de un salto. — ¡Remo! ¡Remo! — llamó Marcelo, pero este ni siquiera volteó a mirarlo. Remo entró a la habitación al mismo tiempo que Marianné alzaba el rostro. — Remo… — musitó ella, mostrándole una sonrisa que buscaba borrar el dolor en su
Remo cayó hacia atrás. Marianné ahogó un jadeo. Y se escuchó otro disparo. Savino había arremetido contra un Valentino que fue sacado de allí por sus esbirros con una herida a un costado. — ¡Remo está herido! — avisó Savino por un auricular, poniendo a toda la gente conectaba a través de este, en alerta. Marianné se arrodilló al verlo tendido, aterrada. — ¡Remo… Remo! — llamó, asustada. Él intentó no toser. — Estaré bien, tranquila. — ¡Tenemos que sacarte de aquí! — dijo Savino, acercándose. — No puede quedar sola, Marianné… no puede… quedar… sola — dijo con voz tambaleante. Su cuerpo ya comenzaba a experimentar el ardor de la bala dentro de su sistema con más fuerza. — No la dejaré — le prometió Savino. Remo asintió, pues era consciente de que en cualquier momento perdería el conocimiento, y no quería que Marianné quedase sin protección. La miró a los ojos. Ella derramaba lágrimas silenciosas que se limpiaba cada tanto. — Haz lo que Savino te diga. No te separes de él. —
Cuando Marianné entró a la habitación de Remo y lo vio allí, postrado en aquella cama y cobijado por un sueño profundo, la atravesó un espasmo. — ¿Va a estar bien? — preguntó al doctor con evidente preocupación. El hombre le mostró una sonrisa amable. — Sí, no se preocupe, es un hombre de roble. Marianné asintió y musitó un débil gracias, entonces esperó a que el doctor saliera de la habitación para arrastrar una silla y sentarse a la orilla de la cama. Tomó su mano y la entrelazó a la suya, sintiendo como el frío de su propio cuerpo y la calidez que todavía emanaba de él, colisionaban. No pudo evitar que las lágrimas empezaran a ahogarla, al mismo tiempo que escuchaba la puerta abrirse. Se giró confundida. Era Ginevra. También lloraba. — Todo esto es tu culpa, si lo sabes… ¿verdad? — preguntó con arrogancia contenida. Marianné abrió la boca, pero Ginevra continuó despotricando — Tú eres la única causante que de Remo haya cometido la locura de amenazar a las nonnas de la cúpula
Remo se dio el alta a sí mismo la mañana del día siguiente, y es que a pesar de no estar recuperado del todo, un hombre como él no podía perder el tiempo. — ¿Por qué no esperas un poco más? Podrías tener complicaciones con esa herida — le dijo Marianné, torciendo el gesto, mientras lo veía abotonarse la camisa frente a la ventana. — Es verdad, mi niño, además, todo con nuestra gente se está moviendo tal y como lo ordenaste — añadió la nonna, que desde bien temprano lo fue a visitar, a diferencia de Marianné, que a pesar de las insistencias de Remo, no se movió de su lado en toda la noche, y tampoco quiso ocupar la suite privada que él había ordenado pusieran a su disposición para que ella pudiera descansar. El Gambino se giró con una sonrisa. — Marianné, abuela, me siento bien como para volver a casa, además, no soporto un segundo más en este lugar. La nonna suspiró. — Muy bien, pero no podrás evitar que contrate a una enfermera que te asista médicamente en casa. — Nonna, no har
Por otro lado, Savino ya había hecho lo que Remo le pidió cuando volvió a su apartamento. Serafina le había llenado el móvil de mensajes que él ni siquiera sabía cómo diablos escribía tan rápido. Ah, y ni qué decir de los benditos emojis. ¿Qué diablos significaba una bandera roja? Abrió la puerta y su corazón se detuvo cuando vio todo el humo en el interior. ¿Qué carajos? — ¿Nina? — llamó, frunciendo el ceño. — ¡Aquiii! ¡Aquiiii! ¡En la cocina! Corrió a buscarla, preocupado. Y tuvo que ventear el humo para poder encontrarla. La descubrió tratando de sacar todo el humo de la cocina, pero sin un solo rasguño encima. Suspiró aliviado. — ¿Qué pasó aquí? — Pues tenía hambre y quise hacerme algo, pero comenzó a salir humo por todos lados. Savino rio al ver un huevo quemado en el sartén y un trozo de pizza que había congelado en otro. — Deja eso y sal de la cocina, vamos. Yo me encargo. Veinte minutos después, ya el humo se había ido y lo había limpiado todo. Cuando salió, Serafin
Cuando llegaron a la mansión Gambino, Remo entrelazó su mano a la de Marianné al bajar del auto. Para ese momento, todo el mundo ya sabía que estaban juntos, que ella era suya. Sin embargo, fue a Priscila a quien no le vino en gracia esa noticia, y todo lo que había hecho durante años para mantener a esa familia lejos de la suya, se comenzaba a tambalear. No podía consentirlo. No podía porque si Remo llegaba a enterarse de las cosas que ella tuvo que hacer en el pasado para no perder a su familia, la odiaría, la odiaría profundamente, así que debía actuar ahora con más inteligencia si quería sacar a esa definitivamente de sus vidas. Mientras tanto, ajeno a todo, salvo a la mujer que llevaba tomada de la mano, Remo no era consciente de lo que se planeaba a sus espaldas. — ¿Dónde está Marcelo? — preguntó a uno de los guardias de la mansión, mientras entraba a la casa. — En el despacho, señor. Lo está esperando. Remo asintió y llevó a Marianné a la habitación, como ella le había pedi
Después de un largo silencio, Marianné al fin preguntó: — ¿Es cierto? ¿Es… cierto lo que dijo? Odio que lo mirara como si no reconociera en él el hombre que la había convertido en su mujer. — Marianné, escúchame. — ¡Responde, Remo! ¡¿Es cierto?! Remo apretó los puños. Miró a Marcelo por encima del hombro y le pidió que los dejara solos. Cuando volvió su atención a Marianné, suavizó la mirada. Le dolía que lo viese de esa forma. — Sí, es cierto, pero… — sin que pudiera terminar de hablar, Marianné acortó la distancia que los separaba y le atravesó la mejilla con una fuerza que no supo de donde vino. Lo miró con ojos envenenados. Dios, se sentía tan decepcionada — Marianné, escúchame… Ella negó. — ¿Qué quieres que escuche? ¿Lo realmente cruel que puedes llegar a ser? ¿Que mientras dices querer protegerme… hundes más a mi familia? — preguntó con ironía. — Ellos ya no son tu familia. Yo lo soy. Eres mi mujer, y cuando te divorcies, serás una Gambino. Ella negó y se limpió rabiosa
Esa noche, dominado por el orgullo y un sentimiento oscuro superior a él, Remo se encerró en el despacho y bebió no solo hasta que el reloj marcó las tres de la madrugada, sino hasta que todo de él comenzó a anhelar arreglar las cosas con Marianné. — Debo hablar con ella — musitó, decidido, antes de incorporarse y acercarse a la puerta. Alguien entró antes de que él tuviera la oportunidad de salir. — ¿Ginevra? — preguntó, confundido. Echó un vistazo al reloj para comprobar lo tarde que era — ¿Qué haces despierta a esta hora? — No podía dormir, y como vi que la luz del despacho estaba encendida, pensé que podríamos hacernos un poco de compañía. ¿Qué dices? — musitó con una media sonrisa afligida. Remo negó. — Lo siento, Ginevra, pero ya me iba a retirar. Dile a una mucama que te prepare un té. — ¡Pero…! — Buenas noches — entonces se retiró, y la dejó allí, sin sospechar lo que pasaría después. Minutos más tarde, entró a la habitación y vio que Marianné dormía profundamente, así