ENCADENADA A UN MAFIOSO
ENCADENADA A UN MAFIOSO
Por: J.L.
Vendida al diablo

Elena

El mundo no se cae de golpe. Se desploma en pedazos pequeños, silenciosos, hasta que de pronto te das cuenta de que todo lo que conocías ha desaparecido.

—Lo siento, Elena. No hay otra opción.

La voz de mi padre se quiebra, pero no es suficiente para que lo perdone. Estoy demasiado ocupada tratando de controlar la sensación de vacío en mi estómago, ese abismo oscuro que se abre bajo mis pies cuando escucho la verdad.

—Me estás vendiendo. —Las palabras salen en un susurro, frías y sin vida, como si no las hubiera dicho yo.

—Es la única manera de salvarnos.

Mis manos tiemblan sobre mi regazo, y un nudo sofocante me aprieta la garganta. Siempre he sabido que la familia Moretti tiene deudas, que la vida de lujo que llevábamos era solo un castillo de naipes a punto de derrumbarse. Pero nunca imaginé que mi propio padre me convertiría en el pago.

No me da detalles, pero no los necesito. Todos saben quién es Dante Salvatore. El hombre al que nadie desafía. El líder de la mafia que gobierna en las sombras. Un monstruo vestido de Armani.

—Tienes que ser fuerte, Elena.

Fuerza. Qué palabra más absurda cuando te están arrancando la vida de las manos.

No me llevan a él de inmediato. Me dan una noche para despedirme de mi libertad. O para asimilar que nunca la tuve.

No duermo. No como. Me quedo sentada en la ventana de mi habitación, mirando la ciudad como si pudiera grabarla en mi memoria, como si mañana fuera a despertar en otro mundo.

Cuando los autos negros aparecen frente a la casa, siento que el tiempo se detiene. Me esfuerzo por mantener la cabeza en alto mientras los hombres de traje bajan y se alinean como sombras silenciosas.

Y entonces lo veo.

Dante Salvatore.

Es la primera vez que lo tengo tan cerca. Lo he visto en periódicos, en noticias que nadie se atreve a comentar demasiado. Pero nada, absolutamente nada, me había preparado para su presencia.

Alto, imponente, con una confianza que parece cincelada en piedra. El traje negro se ajusta a su cuerpo con una perfección insultante. Su cabello oscuro está peinado hacia atrás, pero algunos mechones rebeldes caen sobre su frente, suavizando ligeramente su expresión. Sin embargo, no hay dulzura en él.

Sus ojos me recorren con un escrutinio que me hace sentir desnuda, aunque lleve puesto un vestido de manga larga. No es lujurioso. No es morboso. Es algo peor.

Propiedad.

Dante no mira a las cosas. Las posee con la mirada.

—Espero que estés lista —dice con voz grave, sin siquiera saludar.

No le contesto. Me aferro al silencio como última resistencia. Pero él solo sonríe de lado, como si le divirtiera mi desafío.

—Nos vamos.

Miro a mi padre, esperando que diga algo. Que se retracte. Que haga algo. Pero su rostro está hundido en la vergüenza, la culpa y la resignación.

Yo no soy su hija en este momento. Soy un trato cerrado.

Cuando Dante me ofrece la mano, no la tomo. Camino sola hasta el auto.

El trayecto es un infierno silencioso.

Voy sentada junto a él en la parte trasera del auto, con las manos apretadas en el regazo. La ciudad se desdibuja en las ventanas mientras nos alejamos de la casa donde crecí.

—No intentaste huir.

Su voz corta el aire. No la pregunta, solo lo señala.

—¿De qué hubiera servido? —murmuro sin mirarlo.

—Buena respuesta.

La maldita arrogancia en su tono hace que apriete los dientes.

El silencio regresa, pero no es cómodo. Se siente como una cuerda que se tensa entre los dos. Como si estuviéramos en un juego en el que yo no conozco las reglas.

Cuando finalmente llegamos a su mansión, la sensación de irrealidad me golpea con fuerza. Es hermosa. Lujosa. Excesiva. Pero una jaula sigue siendo una jaula, sin importar cuánto oro tenga.

Camino con la espalda recta cuando entramos, ignorando las miradas de los empleados. Pero antes de que pueda procesarlo, siento su mano en mi muñeca. Un toque firme, demandante.

Me giro de golpe, dispuesta a protestar, pero mis palabras mueren en mi garganta cuando veo su expresión.

—Escucha bien, Elena —dice con voz grave—. No soy un hombre paciente. No voy a jugar a que esto es un matrimonio feliz. Tú eres mía. Lo entiendas o no.

Mi corazón late con violencia. No sé si es miedo, rabia o algo más peligroso.

—No te pertenezco.

La sonrisa de Dante es lenta, peligrosa. Se acerca más, lo suficiente para que su aliento roce mi piel.

—Aún no.

El calor sube por mi cuello. No por deseo, me digo a mí misma. Es furia. Es impotencia.

—Voy a destruirte.

Las palabras salen sin pensar. No sé de dónde vienen, pero lo juro en ese instante.

Dante no se inmuta. Solo inclina la cabeza y me observa con una intensidad que me roba el aire.

—Entonces espero que lo intentes, princesa.

Me suelta con la misma facilidad con la que me agarró, como si supiera que, al final, no tengo escapatoria.

Y mientras lo veo alejarse, sé que tiene razón.

Pero eso no significa que no vaya a luchar.

Las puertas de la mansión se cierran detrás de mí con un sonido que resuena en mi pecho como un sello definitivo. No sé si es mi respiración o el silencio sofocante de este lugar lo que hace que mi piel se erice.

Dante sigue de pie frente a mí, estudiándome con una calma que me desarma. No es el tipo de hombre que se precipita, no tiene necesidad de apresurarse. Él ya ganó.

—Me gustaría decir que puedes recorrer la casa a tu antojo, pero no quiero mentirte en nuestra primera noche juntos —su voz es un ronroneo peligroso—. Solo hay un lugar donde no puedes ir.

Cruzo los brazos, fingiendo una confianza que no siento.

—Déjame adivinar. ¿Tu oficina? ¿O tienes un sótano secreto donde guardas los cuerpos de quienes te desafían?

Algo en sus labios se curva, como si la idea lo divirtiera.

—Interesante imaginación. Pero no —se inclina un poco, lo justo para hacerme sentir su cercanía sin tocarme—. Si cruzas la puerta del ala este, las consecuencias serán peores de lo que puedas manejar.

No me da explicaciones. Solo me deja con esas palabras cargadas de advertencia, y el peso de lo no dicho me oprime el pecho.

Dante no espera a que responda. Se endereza, deslizándose fuera de mi espacio personal con la misma elegancia letal con la que entró en mi vida.

—Tu habitación está arriba.

—¿Separada de la tuya?

Su mirada se oscurece.

—Por ahora.

Las palabras quedan flotando entre nosotros como una amenaza velada.

No me da más tiempo para procesarlo antes de girarse y desaparecer escaleras arriba. No me ha dicho si debo seguirlo o quedarme aquí. No me ha dado órdenes, pero tampoco opciones.

Miro alrededor. Todo en esta casa grita poder. Mármol reluciente, candelabros que valen más que mi vida entera, arte que parece sacado de un museo. Pero no hay calor. No hay rastros de vida.

Siento el peso de los ojos en mí y me vuelvo para encontrar a un hombre de traje negro de pie cerca de la puerta. No habla, no se mueve, solo me observa.

Dante me ha dejado claro que no estoy sola. Que, aunque no lo vea, su vigilancia es absoluta.

Aprieto los dientes y tomo aire.

No me rendiré tan fácilmente.

Mi habitación es un reflejo de la casa. Hermosa, lujosa… y vacía.

Las sábanas son de seda, los muebles de madera tallada, y hay un vestidor lleno de ropa que sé que no elegí. Todo en mi talla. Todo pensado para mí.

Siento un escalofrío.

Él planeó esto. No fue un capricho ni una solución de último minuto.

Dante Salvatore me quería aquí.

Cierro la puerta con más fuerza de la necesaria y me dejo caer en la cama, con la respiración entrecortada.

No me dejaré doblegar.

No importa qué tan hermoso sea este lugar, cuántas comodidades tenga o cuán intensos sean sus ojos cuando me dice que le pertenezco.

No soy un objeto.

Pero mientras me tumbo en la oscuridad, con la certeza de que hay hombres armados afuera, vigilando cada movimiento, no puedo evitar preguntarme cuánto tiempo podré seguir fingiendo que tengo el control.

Y si quiero conservarlo.

La habitación es un capullo de silencio, pero mi mente sigue rugiendo con pensamientos enredados. Me quito los tacones con un suspiro y camino descalza por la alfombra mullida, explorando mi cárcel de oro.

Abro el vestidor y recorro las prendas con la yema de los dedos. Hay vestidos, lencería, zapatos de diseñador… todo de un gusto exquisito, demasiado personal para ser solo una cortesía.

Él ha elegido cada prenda.

La idea me descoloca. Dante no es un hombre que haga nada sin motivo. No es un hombre que deje cabos sueltos.

Con un escalofrío, cierro el vestidor y me acerco al balcón.

La puerta se abre con un suave clic y el aire nocturno me envuelve, fresco y con un leve aroma a mar. Me inclino sobre la barandilla, dejando que el viento revuelva mi cabello mientras contemplo la inmensidad de la propiedad.

Desde aquí, la mansión parece un reino, y Dante su monarca absoluto.

—No estás pensando en saltar, ¿verdad?

La voz me toma por sorpresa.

Me giro de golpe y lo veo, apoyado contra el marco de la puerta, con los brazos cruzados y la sombra de una sonrisa en los labios.

Está vestido con una camisa negra remangada hasta los antebrazos, dejando al descubierto la piel bronceada y las líneas marcadas de sus músculos. Su postura es relajada, pero sus ojos…

Dante siempre observa.

Siempre calcula.

—Depende —respondo con fingida ligereza—. ¿Qué tan alto crees que es?

Él deja escapar una risa baja, como si realmente estuviera disfrutando de esto.

—Suficiente para romperte un par de huesos.

—Tal vez valga la pena.

Su expresión se endurece.

—No bromees con eso.

Me quedo en silencio, sorprendida por la intensidad en su tono. No esperaba que le importara.

Dante avanza con la naturalidad de un depredador y se detiene a mi lado. Su cercanía es abrumadora, su calor traspasa el aire entre nosotros.

—Tu padre hizo un trato —dice con voz grave—. Ahora me perteneces.

—No soy una propiedad.

—No en el sentido legal, no. Pero en todo lo demás, sí.

Su certeza me enfurece, pero también me inquieta. No hay arrogancia en su voz, solo una convicción inquebrantable.

—¿Y qué planeas hacer conmigo, entonces? —desafío, alzando la barbilla.

Dante se inclina un poco más, su aliento rozando mi piel.

—Lo descubrirás muy pronto, Elena.

Un escalofrío me recorre la espalda. No sé si es miedo, anticipación o una peligrosa mezcla de ambos.

Dante me estudia unos segundos más y luego se aleja, dándome la espalda.

—Duerme —ordena suavemente—. Mañana comienza tu nueva vida.

Y con esas palabras, me deja sola en la noche, con el corazón latiendo con demasiada fuerza y la certeza de que mi destino ha sido sellado.

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