Jaula de oro

Elena

La mansión es una obra maestra de la opulencia. Cada rincón grita riqueza, desde los candelabros de cristal que cuelgan en el techo hasta los suelos de mármol tan pulidos que podría ver mi reflejo en ellos. Pero no me dejo engañar. Todo este lujo no es más que una jaula disfrazada de paraíso.

Camino lentamente por los pasillos, con la sensación constante de ser observada. Sé que Dante me vigila, incluso cuando no está presente. Hay cámaras, guardias estratégicamente ubicados, puertas cerradas con códigos que no conozco. No me lo ha dicho abiertamente, pero el mensaje es claro: no hay escapatoria.

Me detengo frente a una de las enormes ventanas. La vista es impresionante. Más allá de los jardines impecablemente diseñados, se extiende una vasta propiedad rodeada de altos muros. Y más allá de esos muros… la libertad.

Mi mano se apoya en el vidrio frío.

Debo salir de aquí.

—Bonita vista, ¿no?

Me giro de inmediato.

Frente a mí, apoyado contra la pared con una sonrisa arrogante, está un hombre que no había visto antes. Alto, con una barba oscura bien recortada y ojos que me analizan con un brillo burlón.

—¿Quién eres? —pregunto con cautela.

Él se ríe.

—Me sorprende que no me reconozcas. Soy Enzo, mano derecha de Dante.

Mi estómago se revuelve. Así que este es uno de sus hombres de confianza.

—Espero que estés disfrutando tu nueva casa —dice, paseando la mirada por mi figura sin ningún intento de disimulo.

Levanto la barbilla.

—¿Casa? Más bien diría que es una prisión de lujo.

Él sonríe, divertido.

—Depende de cómo lo veas. Algunos pagarían por vivir aquí.

Cruzo los brazos.

—Entonces, ¿por qué no tomas mi lugar?

Su risa resuena en el pasillo.

—Me agradas, Elena. Pero Dante tiene otros planes para ti.

—¿Planes?

—Oh, sí. Y te sugiero que no los desafíes.

Me quedo mirándolo fijamente.

Ya veremos.

Me mantengo firme, sin apartar la mirada de Enzo, aunque mi piel se eriza bajo su escrutinio. Hay algo en su expresión que me incomoda, un matiz de diversión mezclado con un peligro latente. Es un recordatorio de que este no es un lugar seguro para mí.

—¿Qué clase de planes? —pregunto con aparente calma, aunque por dentro siento que camino sobre hielo delgado.

Él ladea la cabeza, como si evaluara cuánto debería decirme.

—Dante no comparte todos sus secretos —responde al fin—. Pero lo suficiente como para saber que no es alguien con quien quieras jugar.

—Oh, claro, porque vender a una mujer como si fuera una propiedad es completamente razonable —espetó con sarcasmo.

—No digo que sea razonable, pero es lo que es —replica con una sonrisa ladeada—. Y tú harías bien en aceptarlo antes de que las cosas se compliquen más para ti.

Aprieto los dientes. No voy a aceptar esto. No puedo.

—Si me disculpas —digo con frialdad—, me gustaría seguir explorando mi... ¿cómo era que lo llamaste? Ah, sí. Mi nueva casa.

Doy media vuelta antes de que pueda responder y sigo caminando por el pasillo con la espalda recta, sintiendo su mirada quemándome hasta que desaparezco al doblar la esquina.

 

La casa parece diseñada para recordarme a cada instante que no soy más que una prisionera. Todo es deslumbrante, desde las pinturas en las paredes hasta la elegancia de los muebles de madera tallada a mano, pero hay un peso opresivo en cada detalle.

Mis pasos me llevan hasta la cocina, donde un grupo de empleados trabaja en silencio. Las miradas rápidas que me lanzan son de curiosidad, pero también de cautela. Probablemente han sido advertidos sobre mí.

—¿Necesita algo, señorita? —pregunta una mujer de cabello oscuro, probablemente en sus cuarenta, con un acento italiano marcado.

—Solo estaba viendo alrededor —respondo, fingiendo una tranquilidad que no siento.

—¿Le gustaría algo de beber?

—Un vaso de agua, por favor.

Ella asiente y me lo sirve con eficiencia. Cuando lo tomo, me doy cuenta de que está esperando algo. Un agradecimiento, tal vez.

—Gracias —digo, y sus labios se curvan apenas en una sonrisa.

—Yo soy Bianca, la jefa de cocina —se presenta—. Si necesita algo, solo pregunte.

Me gustaría pedirle un mapa de todas las salidas de esta mansión, pero me contengo.

—¿Hace cuánto trabajas aquí?

—Muchos años.

—¿Y qué tal es trabajar para Dante?

Bianca me observa con interés.

—Eso depende de si le eres leal o no.

Su respuesta es diplomática, pero el mensaje es claro.

Me llevo el vaso a los labios y bebo lentamente, procesando cada palabra.

 

Después de un rato, dejo la cocina y continúo mi recorrido. Pronto descubro algo importante: hay guardias en cada entrada y salida. Incluso algunas puertas interiores tienen cerraduras electrónicas.

Parece que Dante pensó en todo.

Pero eso no significa que no haya una manera.

Y voy a encontrarla.

Sigo explorando la mansión con el vaso de agua todavía en mis manos, más como un ancla para mis nervios que por sed. Cada paso que doy es calculado, memorizando cada pasillo, cada puerta, cada rostro que veo. Si quiero salir de aquí, necesito conocer este lugar mejor que mis propios pensamientos.

Llego a una sala de estar amplia, con enormes ventanales que dan al jardín. La luna proyecta su pálida luz sobre el césped, dándome un destello de esperanza. Afuera. Necesito llegar afuera.

Camino hacia la puerta de cristal con aparente indiferencia, como si solo quisiera admirar la vista. Pero antes de que pueda siquiera tocar el pomo, una sombra se interpone en mi camino.

—Bonita noche, ¿no crees?

Levanto la mirada y encuentro a Enzo de nuevo, con su sonrisa ladeada y los brazos cruzados sobre su pecho.

—¿Me estás siguiendo?

—Solo estoy asegurándome de que no hagas algo estúpido.

Aprieto los dientes y me cruzo de brazos, imitando su postura.

—¿Cómo qué? ¿Tomar aire fresco?

—Llamémoslo instinto de supervivencia —responde con calma—. Si yo fuera tú, no intentaría escapar.

—Si tú fueras yo, no aceptarías ser una prisionera sin pelear.

Él suelta una carcajada baja.

—No tienes idea de en qué te has metido, ¿verdad?

—Ilumíname, entonces.

Enzo da un paso más cerca, lo suficiente para que su voz se convierta en un susurro conspirador.

—Dante no es un hombre común. No es alguien a quien puedas engañar con trucos baratos o desafíos de niña mimada. Si juegas con él, perderás.

Mis dedos se cierran alrededor del vaso con más fuerza.

—Ya veremos.

Me alejo antes de que pueda responder, con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho. Sé que tiene razón en una cosa: Dante no es un hombre cualquiera.

Pero yo tampoco soy una mujer que se rinde fácilmente.

Más tarde esa noche, me quedo despierta en mi habitación, observando el techo. Cada fibra de mi ser me grita que debo salir de aquí, que no puedo dejar que este hombre dicte mi destino.

Tomo una decisión.

Me levanto sigilosamente y me acerco a la ventana. No es muy alta, y el jardín de abajo parece lo suficientemente blando como para amortiguar una caída.

Respiro hondo. No hay más opción.

Pero justo cuando coloco una pierna sobre el alféizar, una voz profunda me detiene en seco.

—Ni lo intentes.

Mi corazón se paraliza. Me giro lentamente y lo veo.

Dante.

De pie en la penumbra, con los brazos cruzados, sus ojos oscuros perforándome con una intensidad peligrosa.

—Bájate. Ahora.

Trago saliva, pero no me muevo.

—No puedes detenerme.

Una sonrisa lenta, depredadora, se dibuja en sus labios.

—Inténtalo.

Es un desafío. Y lo odio por ello.

Pero más me odio a mí misma cuando, sin darme cuenta, mis pies ya han tocado el suelo de nuevo.

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