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Bienvenida al infierno

Dante

Elena está de pie en el balcón, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada fija en la oscuridad. No intento hacer ruido cuando entro, pero lo siente. Su espalda se tensa, sus hombros se elevan apenas.

Es como un animal salvaje, recién capturado. Hermosa, desafiante y llena de un orgullo inútil que solo le traerá problemas.

Me apoyo contra el marco de la puerta y cruzo los brazos.

—No estás pensando en saltar, ¿verdad?

Ella gira la cabeza lentamente, como si le molestara que la interrumpiera en sus pensamientos. Sus ojos oscuros brillan bajo la luz de la luna, desafiantes, llenos de una ira que aún no ha aprendido a esconder.

—Depende —responde con voz neutral—. ¿Qué tan alto crees que es?

Sonrío.

—Suficiente para romperte un par de huesos.

—Tal vez valga la pena.

La idea me molesta más de lo que debería.

—No bromees con eso.

Elena me sostiene la mirada, pero esta vez no dice nada. Quizás porque en el fondo sabe que lo digo en serio.

No la traje aquí para que se me escape en la primera oportunidad.

No me arrebatan lo que es mío.

Avanzo hasta quedar a su lado. Hay una energía cruda en el aire, una tensión que palpita entre nosotros. Ella se mantiene firme, sin retroceder, como si estuviera decidida a demostrar que no tiene miedo.

Es una maldita mentirosa.

—Tu padre hizo un trato —digo con calma—. Ahora me perteneces.

—No soy una propiedad.

—No en el sentido legal, no. Pero en todo lo demás, sí.

Elena aprieta los labios, sus ojos chispean con una rabia que me divierte. Le han enseñado a obedecer a su padre, pero no a someterse a un hombre como yo.

Eso cambiará.

—¿Y qué planeas hacer conmigo, entonces?

Inclino la cabeza.

—Lo descubrirás muy pronto, Elena.

Veo cómo traga saliva. Cómo la tensión se cuela en sus músculos. Y sin embargo, sigue allí, sin ceder.

Interesante.

Sin decir nada más, me alejo y salgo de la habitación.

Mañana comenzará su entrenamiento.

Mañana entenderá lo que significa realmente estar encadenada a mí.

Elena sigue de pie en el balcón cuando cierro la puerta de su habitación. No necesito mirar atrás para saber que su pecho se mueve con respiraciones rápidas, que su mandíbula está tensa de rabia contenida.

No importa.

Aprenderá.

Me muevo por el pasillo con pasos firmes. La mansión está en silencio, apenas interrumpido por el murmullo de algunos guardias en la planta baja. Al pasar junto a Marco, mi jefe de seguridad, le hago un gesto con la cabeza.

—Quiero dos hombres afuera de su habitación toda la noche. Que no salga ni un centímetro sin mi permiso.

Marco asiente.

—¿Crees que intentará escapar?

Sonrío de lado.

—No esta noche. Pero pronto.

Y quiero verla intentarlo.

Elena tiene la arrogancia de alguien que nunca ha conocido la derrota. Su actitud, su mirada desafiante, todo en ella grita que no se rendirá sin luchar. Y no lo hará.

Pero tampoco ganará.

La casa se siente extrañamente diferente con ella aquí. La mayoría de las mujeres que han pisado mi mansión han llegado voluntariamente, con el único propósito de complacerme, de buscar mi favor. Elena no.

Ella es un reto.

Y me encantan los retos.

A la mañana siguiente, entro en el comedor y la encuentro sentada a la mesa, con la espalda recta y las manos en su regazo. No toca la comida frente a ella.

Levanta la mirada cuando me acerco. Sus ojos oscuros están llenos de algo que no logro descifrar por completo.

—¿No tienes hambre? —pregunto mientras tomo asiento en la cabecera.

—No me gusta que me digan qué hacer —responde, con el tono tranquilo de alguien que está a punto de empezar una guerra.

Sonrío, divertido.

—Mala suerte. Ahora vivo para decirte qué hacer.

Aprieta los labios. Es fascinante verla contener su temperamento, medir cada palabra como si estuviera calculando cuánto puede desafiarme sin sufrir las consecuencias.

No tiene idea de con quién está jugando.

—Quiero mis cosas —dice finalmente—. No traje nada conmigo.

—No necesitas nada de tu antigua vida.

Sus dedos se cierran en un puño sobre su regazo.

—¿Voy a ser tu prisionera?

Me inclino hacia adelante, apoyando los codos en la mesa.

—No, Elena. Pero tampoco eres libre.

El silencio que sigue está cargado de electricidad. No sé si está procesando mis palabras o planeando cómo clavarme un cuchillo en el cuello mientras duermo.

Ambas opciones son interesantes.

—Come —ordeno, cortando un trozo de mi desayuno—. No quiero que te desmayes en medio de la casa.

—¿Te preocupa mi bienestar?

—No quiero cargar con tu peso muerto.

Me desafía con la mirada durante unos segundos más, pero finalmente toma el tenedor y empieza a comer con movimientos lentos y controlados.

Es un pequeño triunfo.

Y los pequeños triunfos siempre llevan a los grandes.

Horas después, estoy en mi despacho cuando Marco entra sin tocar. Su expresión es seria.

—Tenemos un problema.

Levanto una ceja.

—¿Qué clase de problema?

—Elena.

Por supuesto.

Dejo los papeles que estoy revisando y me pongo de pie.

—¿Qué hizo?

—Intentó salir por la puerta principal. Golpeó a uno de los guardias en el proceso.

Sonrío.

—¿Y hasta dónde llegó?

—Diez metros antes de que la detuviéramos.

Diez metros.

Nada mal para su primer intento.

Salgo del despacho con pasos medidos, mi sangre bombeando con una emoción que no debería estar ahí. Cuando llego a la sala principal, la encuentro de pie entre dos guardias, con la respiración agitada y los labios apretados.

Hay una marca roja en su muñeca, donde uno de los hombres debió sujetarla con más fuerza de la necesaria.

Mala idea.

—Salgan —ordeno.

Los guardias se miran entre ellos, pero obedecen.

Cuando nos quedamos solos, Elena levanta la barbilla.

—¿Voy a ser castigada?

No hay miedo en su voz. Solo desafío.

Me acerco hasta quedar a pocos centímetros de ella.

—¿Crees que puedo domarte con un castigo?

No responde.

—Eso no funcionaría contigo —susurro, inclinándome un poco más—. Pero sí hay algo que lo hará.

Sus ojos oscuros se clavan en los míos. Hay un leve temblor en su respiración.

—¿Y qué es?

Sonrío.

—Lo descubrirás pronto.

Me acerco un paso más, lo suficiente para que el aire entre nosotros se vuelva pesado, para que ella sienta mi presencia como una amenaza, como un desafío que no puede ignorar.

—¿Esperas que me arrodille y pida perdón? —pregunta, con la voz tensa.

Me río bajo.

—No, Elena. Espero que aprendas.

Su mandíbula se tensa.

—Nunca aprenderé a ser tu prisionera.

—Eso lo veremos.

Levanto la mano y, con el dorso de mis dedos, recorro la línea de su mandíbula con una lentitud exasperante. Ella no se aparta, pero su piel se estremece bajo mi toque.

Es un acto sutil. Pequeño.

Pero me dice todo lo que necesito saber.

—No te preocupes, princesa —murmuro, inclinándome junto a su oído—. Me encantan los desafíos.

Antes de que pueda responder, me aparto.

—Estás castigada.

Sus ojos centellean con furia.

—Dijiste que no podías domarme con castigos.

—Y no lo haré. Pero necesito que entiendas que hay consecuencias.

Cruza los brazos.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Encerrarme en una celda oscura?

Sonrío.

—No, eso sería demasiado fácil. Tu castigo es simple: no saldrás de esta casa.

Sus labios se separan apenas, sorprendida.

—¿Eso no es lo mismo que ya estás haciendo?

—No exactamente. Desde hoy, no pondrás un pie fuera de esta mansión. No tendrás acceso al jardín, al balcón, ni a ninguna de las puertas que llevan al exterior. Hasta ahora tenías un margen de movimiento, pero ya no.

Algo en su mirada se endurece.

—Eso es absurdo.

—Eso es disciplina.

Sus labios se presionan en una línea delgada. Puedo ver cómo su mente trabaja frenéticamente, buscando una forma de girar la situación a su favor.

Pero no la hay.

—Ahora, sube a tu habitación.

Permanezco en mi sitio, esperando. Ella no se mueve.

Mi paciencia tiene límites.

—No me hagas repetirlo, Elena.

Los músculos de su mandíbula se tensan, pero finalmente gira sobre sus talones y sube las escaleras sin mirarme.

Me quedo observándola.

Aún no lo sabe.

Pero ya está jugando mi juego.

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