Eletta aferró con fuerza a su pequeño hermano, tenerlo en sus brazos le daba una profunda paz, lo amaba tanto, era tan hermoso, tan dulce. Desde el banco donde estaba, observaba a su padre, un pilar de serena fortaleza que ella siempre había admirado, estaba de pie junto al altar, con los ojos brillantes de promesas tácitas mientras miraba a Tanya, la querida amiga de Eletta que ahora estaba a punto de convertirse en su madrastra.“Ay, Dios, mi mejor amiga es mi madrastra”, pensó y no pudo evitar esbozar una sonrisita.Al escuchar los votos, una cálida lágrima traspasó las defensas de Eletta, trazando un silencioso camino por su mejilla. Vio, con el corazón hinchado, como su hermanita Alyssa, que no era más que un querubín entre los presentes, miraba a Tanya con los ojos muy abiertos y una profunda admiración.Era una escena pintada con los matices de la verdadera alegría, tan alejada de los tonos apagados que era la vida pasada de su hermanita con su madre, cuya propia felicidad había
La silueta de Beatriz se desvaneció, Paul la observó durante un instante más antes de dar la espalda a la posibilidad de una persecución. La grava crujió bajo sus zapatos mientras regresaba al auto y se dirigía a la gran casa, donde se llevaría a cabo la recepción.Solo había algunos invitados porque la mayoría estaba en la iglesia, sin embargo, se escuchaba un murmullo de conversaciones y algunas risas flotar en el aire. Aunque todo eso era un cuchicheo lejano para él.Paul eligió una mesa apartada entre las sombras y se sentó en una silla con el peso de sus pensamientos. Sus dedos se enroscaron alrededor de un vaso, se sirvió un trago de la botella que le había dejado el camarero, un líquido ámbar que captaba la luz como una puesta de sol. A medida que el alcohol llenaba la copa, los recuerdos de Eletta inundaban su mente de forma espontánea. Paul se había engañado a sí mismo pensando que la había olvidado, que el tiempo había erosionado los bordes afilados de su anhelo. Pero allí
Paul se tambaleó, su mente envuelta en la densa niebla producto del exceso de alcohol en su sangre. No podía recordar cuántas botellas se había tomado, pero cada una le pesaba como una cadena atada a su raciocinio. Sabía que debía detenerse; si se desplomaba allí mismo, entre el gentío y las risas, sería un espectáculo vergonzoso, una burla en boca de todos y empañaría la boda de su prima, eso no se lo perdonaría.Con un esfuerzo titánico, se alejó de la celebración bulliciosa, lo hizo por la puerta trasera de la mansión, pasando de largo entre algunas miradas curiosas. Ese día, evitó deliberadamente cruzarse con su familia, temeroso de que la decepción aflorara en sus ojos al verlo así. “Mi padre... no, no puedo permitir que me vea en tal estado de abandono”, se dijo.Así que se fue por la puerta trasera, aferrándose a esa salida discreta como quien busca un salvavidas en alta mar. Tropezando con su propio equilibrio, inició la travesía hacia aquel umbral menos transitado. Cada pa
Los párpados de Eletta se movieron, los restos de un sueño feliz se aferraron como telarañas a su conciencia. Pero no quería abrirlos, porque se negaba a despertarse a la realidad donde ella no estuviera. Sus labios se curvaron en una sonrisa involuntaria antes de estirarse lánguidamente bajo las sábanas. Sin embargo, al moverse, un peso inesperado le inmovilizó las piernas. La confusión arrugó su ceño.—¿Qué diablo es esto? —, murmuró en voz baja, con el corazón, latiéndole con una mezcla de miedo e incredulidad.Con la inquietud atenazándole el pecho, Eletta se preparó para la verdad que casi le daba miedo afrontar. Abrió los ojos con un movimiento lento y cauteloso, temiendo qué o a quién podría encontrar a su lado. Y allí estaba él, Paul, con el brazo echado sobre su cintura en un abrazo protector, respirando suavemente contra su nuca.—¡Oh por Dios! ¿Qué hice? —Se dio cuenta de que aquello no era fruto de su imaginación, sino la realidad. Sus cuerpos enredados, el olor a alcoh
A Leandra le temblaron los dedos al juntarlos, un tic nervioso que delataba su inquietud. La mirada interrogativa de Paul se sintió pesada sobre ella y, en el silencio, su voz pareció resonar demasiado fuerte cuando por fin habló. —Lo siento, Paul —, dijo, incapaz de mirarle a los ojos. —Yo sólo quise ayudar a Tanya. Ella piensa que tú y Eletta deben estar juntos y... y yo pensé que la mejor forma de ayudar a que lo lograra es que ustedes se hospedaran en la misma habitación, por eso los ubiqué a los dos en la misma habitación. Quería que así tendrían oportunidad de hablar. El impulso inicial de Paul de reaccionar con frustración se desvaneció al procesar la confesión de Leandra. En su lugar, sus labios se curvaron en una leve y melancólica sonrisa, y las comisuras de sus labios se levantaron ligeramente. —Por eso me parecía demasiado real para ser un sueño, estuve con ella —, murmuró, más para sí mismo que para su prima. —¿Pero por qué se fue? ¿Dónde está? Las palab
Eletta llegó al aeropuerto, tomó un taxi que la llevó al frente de la casa de la familia Aetós. Una gran mansión con decenas de habitaciones, donde se habían creado veinticuatro hijos, cinco sanguíneos y diecinueve adoptados. La casa ancestral de su abuela paterna, estaba lleno de recuerdos de la infancia, que se reproducían como películas descoloridas en su mente cada vez que llegaba. En algún lugar de su interior, se aferró a la frágil idea de que Paul iría a buscarla, de que seguramente se recordaría que estuvo con ella.Eletta subió por el sendero, sus pasos vacilantes, sus dedos, trazando los contornos del muro de piedra que rodeaba la propiedad. El aroma a limón y aceite de oliva flotaba en el aire, transportándola a tiempos más sencillos.Ese día, luego de saludar a su tía, subió a su habitación, esperó impaciente que apareciera Paul, pero este no llegó.Por eso, terminó marcando el número de la mansión de su padre Alexander, su pulso se aceleró cuando la línea hizo clic y l
—Señor, jamás he dicho eso...Las palabras de Paul quedaron suspendidas en el aire, un vano intento de aclaración que se vio truncado, cuando la puerta se abrió de golpe y apareció la figura de Beatriz, con el pelo hecho una cascada de rizos y los ojos llenos de expectación, se abalanzó sobre él.—¡Mi amor, viniste a buscarme! —exclamó con voz triunfal—. Sabía que ibas a reaccionar y vendrías a fijar la fecha de compromiso. No tienes idea de cuánto te amo.Los músculos de Paul se tensaron bajo la presión de su abrazo. Intentó desenredarse, con las manos presionando sus delgados hombros, pero ella se aferró a él con sorprendente tenacidad.—Por favor, Beatriz —, dijo, con una nota de desesperación en su voz, tratando de alejarla, —no vine a pedirte matrimonio, vine a decirte que no me voy a casar contigo.A Beatriz se le fue el color de la cara, aflojó el agarre un instante y volvió a apretarlo. Le miró a los ojos, buscando un atisbo de broma, pero no lo encontró.De repente, el espaci
—¡Ya basta! —Las palabras cortaron la tensión, mientras sus hermanos por fin se alejaban de Paul con el rostro contorsionado por la ira. —Son unos salvajes, mira cómo lo han dejado —les espetó, con una repulsión palpable en el aire.—¿Todavía eres capaz de defenderlo después de todo lo que te hizo? ¿Acaso eres una masoquista? —, la desafió, con la incredulidad marcando sus facciones.Ella sintió el calor subir a sus mejillas, no negaba que las palabras de Paul habían dejado un escozor en su piel como si alguien le hubiera propinado una fuerte bofetada.Sin embargo, no sabía ¿Cómo explicárselo a su hermano? El amor no era racional, no seguía la lógica, ni las reglas del sentido común.Le miró fijamente, endureciendo su determinación.—¡Claro que no soy masoquista! —Su voz era un susurro feroz, un escudo desafiante contra sus acusaciones. —Y por supuesto que me duele que quiera terminar conmigo. Sus ojos brillaron con lágrimas no derramadas, pero las contuvo. —Pero yo lo amo y no estoy