Rodrigo
Mi corazón da un vuelco cuando la veo aquí, risueña y suficiente, estrechando la mano del Senador Duval; y su nombre se escapa de mis labios en la misma plagaría que he pronunciado tantas veces:
—¡Mel…!
No puede ser, es increíble, parece tan distinta… y sin embargo es ella, los cuatro lunares que forman una constelación a lo largo de su columna vertebral me lo confirman en un segundo.
Lleva un vestido color plata que deja su espalda al desnudo con un provocativo escote, y como si eso no fuera suficiente, la tela ligera acentúa cada cuerva de su cuerpo, más redondeadas y apetecibles de lo que puedo recordar.
El cabello, negro y ligeramente ensortijado, se arrebuja en un moño a la altura de su nuca, dándole un aire de sofisticada elegancia. Observo su boca y siento el latigazo de deseo correr sin piedad hacia mi entrepierna. ¡Oh, sí, es ella! ¡Esos labios sólo pueden ser suyos y mi cuerpo los reconoce!
¡Melanie Saddler, mi más oscura obsesión!
Llevo más de dos años buscándola en cada rincón del mundo, he esperado encontrarla en cualquier lugar… menos aquí, en Savage.
El nombre es irónico para lo que representa el mayor centro de convenciones de toda Francia. Un hotel cinco diamantes, equipado con un lujo inimaginable, y en seis kilómetros alrededor todo un complejo de teatros, estadios, cines, salones de ópera, centros de conferencias… en fin, una diminuta ciudad cultural, construida para una aristocracia económica e intelectual que pueda pagar los cuantiosos gastos de estancia.
Nunca me han gustado los eventos como este, pero la inauguración de Savage se había planificado con la invitación de toda clase de artistas de renombre: cantantes, bailarines, escultores, pintores o, como es mi caso, escritores. No me ha quedado más remedio que asistir, primero por la promoción de mi siguiente novela, y después por un contrato firmado que me hace mirar a mi agente de cuando en cuando con expresión asesina.
De cualquier manera, este no era el lugar donde esperaba encontrarla. Melanie era una chica risueña, apasionada, decidida, muy espiritual. Una chica que con veintidós años y una mirada de sus ojos color chocolate consiguió conquistar mi atención y todo mi deseo. Pero también era una chica sencilla, humilde, nunca pude imaginarla rodeada de este tipo de gente.
Nos conocimos en Turquía hace dos años, y después de la primera noche que pasamos juntos decidí que necesitaba un par de meses de vacaciones, sólo para viajar con ella, para disfrutarla. Mel hizo lo mismo, fuera cual fuera su trabajo se tomó un descanso, y me dio los mejores dos meses de mi vida.
Yo quería una aventura, ella quería una aventura.
El acuerdo había sido tácito: sin preguntas, sin contarnos la historia de nuestras vidas, sin fotos para el recuerdo, sin sentimientos de por medio… aunque eso no pudo evitarse del todo.
Ser su primer amante caló muy hondo en mí, eso y saber que a Melanie le interesaba cualquier cosa menos mi dinero. De hecho ella ni siquiera supo que yo era famoso. Cuando le dije que era escritor su pregunta fue inocentemente sencilla:
—¿Escritor estilo Stephen King o estilo “me conocen en mi casa”?
—Bueno, mi familia lee mis novelas —contesté.
Mi familia y unos cuantos millones de personas, pero eso no lo dije porque no quería que mi identidad redefiniera nuestra relación. En los ojos de Melanie siempre brilló una pasión feroz, al margen de mis posibilidades económicas.
Y luego, una semana antes de que se cumplieran los dos meses, Melanie hizo su maleta para volver a casa. En todo el tiempo que estuvimos juntos fuimos amantes y amigos, y a pesar de lo mucho que no nos dijimos, la honestidad dominó lo que sí nos dijimos.
—¿En verdad tienes que irte, Mel? —recuerdo haberle dicho.
—Sí. Si me quedo más tiempo corro el riesgo de enamorarme de ti, y ese s un riesgo que no estoy dispuesta a correr.
—¿Por qué no? —a mis entonces veintinueve años no era un playboy pero tampoco era un santo, sin embargo había querido pedirle que se quedara, que se arriesgara… hasta que uno de sus arranques de humor femenino me hizo reflexionar.
—¿De verdad quieres que me enamore de ti? ¿Que corra medio mundo siguiendo tu rastro, insistiendo en que te cases conmigo?
Su risa traviesa hizo que me replanteara las cosas. Nos despedimos como amigos, sin intercambio de teléfonos, correos, ni promesas, pero siempre estuve seguro de que esos dos meses serían difíciles de olvidar.
Yo sólo sabía que ella se llamaba Melanie Saddler. Y ella sólo sabía que yo me llamaba Rodrigo, Rodrigo a secas, y que era un escritorcillo de quinta.
Sin embargo una semana de insomnio después, por fin acepté que no podía vivir sin esa mujer. Me enamoré de su inocencia, de su pasión al hacer el amor, de la sencillez elemental y profunda con que veía la vida, de su forma de entregarse. La deseaba hasta la locura y la amaba aún más, así que contraté a los mejores investigadores, pero ninguno pudo encontrarla.
Y aquí está por fin, a dos pasos de mí. Me acerco a su espalda, tengo el pulso disparado y la respiración entrecortada, y cuando por fin hablo mi voz sale seria y grave.
—¿Melanie?
Se vuelve bruscamente y sé que antes de enfrentarme ya sabe quién soy.
—¿Rodrigo?
El dolor, la sorpresa, el miedo que se reflejan en su rostro son tales que me basta apenas una fracción de segundo para notarlos, apenas la fracción de segundo que ella tarda en recuperar una sonrisa completamente falsa.
Me mira de arriba a abajo y sé que puede parecerle imposible. Llevo un traje sastre negro hecho a medida, con una corbata roja y blanca. Traigo puestos siete mil euros encima y al parecer es lo que está evaluando. Sé que no me parezco en nada al hombre que conoció en aquel bar cercano al aeropuerto turco.
Mis pensamientos viajan a ese primer día y sé que los suyos también. Al momento en que la encontré siendo acosada por un hombrecillo de unos cuarenta años, con ínfulas de magnate irresistible.
—Hola preciosa, veo que estás tomando un martini y te he traído otro.
Yo, sentado a un par de metros, pude ver cómo los ojos de Melanie lanzaban chispas al hacer a un lado el celular por el que estaba hablando para encararlo.
—Gracias, pero no suelo beber tragos invitados por desconocidos.
—Vamos, no digas eso. No seré un extraño cuando sepas mi nombre —insistía el tipo y yo sólo me apiadaba de su alma.
—Gracias, pero no me interesa, estoy esperando a alguien —Melanie no podía ser más cortante pero él no parecía entender.
—¿Entonces prefieres otra cosa? ¿Un brandy tal vez? Pareces una chica decidida, de las que no piden permiso a su novio para salir.
—De verdad no me interesa —y en aquel punto vi que Melanie arrastraba las palabras y hacía un esfuerzo por controlarse.
—No me has dicho tu nombre, yo soy Mark.
¡Listo, eso era demasiado! Siempre me ha molestado la gente que no entiende un “no”. Me levanté de donde estaba y caminé hacia ella, posé la mano sobre una de sus caderas, la hice volverse y dejé un beso coqueto en la punta de su nariz.
—Hola, cielo. Lamento llegar tarde, la reunión se extendió y el tráfico era horrible.
Por alguna razón no se puso rígida ni nerviosa ante mi contacto.
—Hola cariño. Me alegra tanto verte, ya estaba empezando a preocuparme —me siguió el juego.
Metí la nariz en la curva de su cuello, abrazándola, y eso fue suficiente para que el hombrecillo impertinente desapareciera del bar.
Sentí que se estremecía un poco así que me aparté.
—Espero no haberte molestado, sólo intentaba quitártelo de encima —me expliqué— No parecía la clase de hombre que desiste con facilidad y tú te veías incómoda.
—¡Oh, no me ha molestado! Créeme —aseguró Melanie con una sonrisa—. Antes bien debo agradecerte porque se había puesto muy pesado. Ha sido una suerte contar con tu… iniciativa.
Vi que me observaba sin ninguna vergüenza y sentí la profunda atracción que surgía en ese instante entre los dos.
—Bueno, te dejo tranquila —dije, pero cuando hice un ademán para irme su voz me detuvo.
—¿No es un poco descortés dejar sola a una damisela en peligro?
Yo levanté una ceja, divertido.
—Pues resulta que me precio de ser un buen lector de señales, y las tuyas dicen: “No Molestar”. Además no creo que seas una damisela en peligro.
¡Oh, no, no lo era! Lo confirmé unas horas después cuando la tuve presa entre mi cuerpo y una pared, empotrándola y haciéndola gritar porque dentro de tanta excitación ni me dijo ni me di cuenta de que era malditamente virgen. Melanie era una mujer fuerte y sensual, perfectamente capaz de hacerse cargo de sí misma.
—¿Señales? ¿Exactamente qué señales te he enviado? ¿Soy tan transparente? —la protesta fue completamente fingida pero le seguí el juego.
—No, no es eso, pero algunas cosas son demasiado obvias —metí las manos en mis bolsillos— Tienes cara de querer relajarte después de un largo día de trabajo, y por tu maleta y este sitio tan cerca del aeropuerto diría que tu vuelo se ha retrasado.
—Eres muy perspicaz —me aplaudió—. ¿Pero qué te hace pensar que prefiero estar sola?
—Pues… —la recorrí con ojos ávidos y terminé humedeciéndome los labios—. Estás vestida con demasiada seriedad. Llevas el cabello recogido, muy profesional, demasiado soso para la seducción. Llevas gafas en lugar de lentes de contacto y te sumerges en tu iPad como si tu vida dependiera de ello… pero la señal decisiva son tus zapatos.
—¿Mis zapatos? —preguntó con incredulidad.
—Ajá. Zapatos cerrados, tacón bajo, discretos y cómodos. Mortalmente aburridos y nada provocativos aunque debo admitir que esas piernas tuyas hacen muy bien el resto del trabajo.
Creo que lo dije con tanta sinceridad que lo tomó como un cumplido.
—¿Entonces por eso te retiras amablemente? ¿Por qué mis zapatos te dicen que no tengo intención de seducirte?
Asentí levemente y ella se echó a reír. Con un gesto delicado abrió el bolsillo exterior de su maleta y sacó un par de tacones de trece centímetros. La vi disfrutar cada movimiento mientras se los ponía.
—¿Y ahora? —me preguntó estirando hacia mí una de sus piernas enfundada en el condenado tacón— ¿Te quedarás ahora?
Entonces hice lo único que podía hacer.
—Soy Rodrigo —le ofrecí mi mano.
—Melanie Saddler.
Y me quedé. No solo esa noche, sino todas las noches durante los siguientes dos meses.
Me tomó más tiempo del que debía aceptar que estoy enamorado de esta mujer. Y ahora que por fin la tengo enfrente, ahora que todos los malditos planetas parecen haberse alineado para que por fin pudiera encontrarla, sólo nos quedamos petrificados los dos.
Me obligo a salir de ese estado de asombro. Mi cuerpo vibra porque reclamarla es mi primer instinto. No sé qué tan irracional suene esto pero mi cerebro está más enfocado en hacérselo sobre una de estas mesas y mi bragueta resiente la presión.
—¡Mel, por Dios, te he buscado como un loco…! —doy un paso para acercarme pero instintivamente ella da dos pasos atrás para alejarse de mí.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Aprieto los puños ante su evidente miedo, sin comprender el rechazo y la frialdad en su voz.
—Soy uno de los artistas invitados —digo entrecerrando un poco los ojos porque mi sexto sentido de escritor acaba de disparar todas las alarmas.
—¿Tú? Pero si aquí solo viene… —parece que su cerebro trabaja a velocidad crucero y cuando por fin levanta la vista de nuevo está casi temblando—. Rodrigo de Navia. ¿Tú eres el Rodrigo de Navia? ¿El famoso escritor de thriller?
—El mismo.
Se lleva la copa de champán a los labios y aparta la mirada pero no puede ocultar su nerviosismo. Puedo entender que haya seguido con su vida, o que quizás tenga un novio o esposo… pero eso no es razón para tenerme miedo, después de todo puedo apostar a que soy el hombre más civilizado que ha pasado por su vida.
Una mano confiada se posa en su hombro y veo que suspira con alivio.
—¡Lizzie, ayúdame por favor! Tu hermana me está volviendo loco y Claire está de su parte… ¡pero yo no quiero! No quiero un endemoniado departamento, quiero una casa con jardín. ¿Puedes votar a mi favor, sólo esta vez?
—Claro Liam, ahora mismo voy —se vuelve hacia mí con una sonrisa forzada—. Ha sido un placer verte, Rodrigo, espero que disfrutes la noche, con permiso.
Y se aleja rápidamente, prendida del brazo de quien asumo es su cuñado, apurándolo como si el mismo diablo la persiguiera.
Yo no me muevo, estoy atónito, no soy capaz de procesar esta escena fría y distante que ha ocurrido entre los dos. Muchas veces he imaginado lo que sucedería cuando la encontrara, pero esto jamás formó parte de mis planes. La sigo con la mirada, percibo el nerviosismo y la incomodidad en cada uno de sus gestos. ¿Cómo es posible que haya cambiado tanto? ¿Y qué es eso de “Lizzie”?
—¿Qué pasa, Rodrigo? ¿Por qué no disfrutas de la fiesta? —la voz de mi agente me hace reaccionar.
—¿Quién dice que no lo estoy haciendo, Val? —digo entre dientes.
—Pues tu expresión lo grita —Valerio Arca puede ser despistado para muchas cosas menos para el dinero y los estados de ánimo de sus asociados—. Tienes la misma cara que pones cuando estás en cualquier lugar lleno de mujeres. ¿Por qué no dejas de buscarla y disfrutas?
Los dos sabemos que con “buscarla” se refiere a Melanie. Valerio es uno de los tantos que ha tenido que soportar mi frustración por no tenerla en los últimos años.
—Ya no tengo que seguir buscándola, Val. Acabo de encontrarla.
—¡Nooooo! —Valerio da un respingo exaltado— ¿La encontraste? ¿A tu Melanie?
—Así es.
—¿Y quién es? ¿Dónde está? —pregunta con curiosidad.
—Allí —digo levantando mi copa para señalarla —la del vestido color plata.
—¿Allí donde? —sus ojos van en la dirección que indico pero no parece verla.
—¡Allí, conversando con esas tres chicas! —insisto.
—Un momento. — Valerio sonríe por lo bajo — Deja ver si no me equivoco. ¿Tu chica es la que lleva el vestido color plata, cabello negro recogido, pulsera de diamantes rosas y labios escandalosamente rojos?
—Ajá.
Puedo notar la expresión contrariada en el rostro de Val.
—Con razón no encontrabas a tu Melanie —suspira—. Esa es una de las cuatrillizas, esas chicas con las que habla son sus hermanas y su nombre no es Melanie.
—¿De qué rayos estás hablando, Val? ¡Te digo que es ella!
—Y yo te digo que esa mujer tiene muchos apodos —me recalca—, pero solo tiene un nombre, que no ha cambiado desde que nació, ¡y ese nombre no es Melanie Saddler!
Me vuelvo hacia él con ojos interrogantes y las alarmas vuelven a sonar como locas.
—¿Qué quieres decir? —lo increpo.
—Bueno… para sus enemigos es la Arpía —cuenta con los dedos—. Para sus trabajadores, que la adoran, es la Niña. Para sus amantes es la Diosa. Y para el resto del mundo es Elízabeth, Elízabeth Craven, la Emperatriz.