IDENTIDAD OCULTA

Finalmente, en casa. La mayoría de la gente que había allí eran inmigrantes, simplemente pobres cuyos deseos eran tener un lugar estable donde dormir o, al menos, dormir libres de preocupaciones. En ese pequeño lugar, que Rebeca alquilaba, ese lugar lo era todo para ella. Sin mucha fuerza en su cuerpo, Rebeca consiguió empujar la vieja puerta hasta que ésta se abrió.

El pequeño, viejo y diminuto lugar se dibujaba frente a ella. Bastaba ver a su pequeño y precioso ángel para sentir que entraba en el paraíso. Estaba allí, delante de su vieja mesa de madera, seguramente, haciendo los deberes.

En cuanto el pequeño Rud la vio entrar, se levantó de su asiento con una amplia sonrisa en el rostro. Aquel niñito suyo no tenía ni seis años. Como el angelito bien educado y dulce que era Rud, se dirigió directamente al pequeño espacio que se suponía era la cocina y cogió un vaso dispuesto a servir un poco de agua para su madre. Observándola desde lejos, los ojos de Rebeca volvieron a llenarse de lágrimas. Él era su ángel, era su milagro en la vida, no podía pedir nada más que a él.

Finalmente, Rud le dio a su madre su vaso de agua y luego, tomó asiento dispuesto a continuar con su tarea.

—Gracias—, dijo Rebeca.

—Mamá tiene hambre, ¿verdad? —Una vez más, el dulce niño se levantó de su asiento y, guardando su libro, se dirigió a la cocina.

Era un niño tan dulce. A cualquiera que le mirara le robaba el corazón en el mismo instante en que su niño le miraba a los ojos.

— ¡He guardado esto para ti, mami!—, dijo el niño, acercando un bocadillo. —No me lo he comido, mami. Esto es para ti—, insistió. —Aquí no hay comida, pero he hecho este bocadillo. Espero que te guste.

Con lágrimas en los ojos, Rebeca miró a su hijo. Habían pasado días desde el último momento en que Rebeca y su hijo vieron la pequeña cocina llena de comida.

Una vez más, Rebeca consiguió sonreír a su hijo. — ¡Siéntate, vamos a comer esto juntos!

—No, yo ya he comido. Mi mami no ha comido!—, exclamó Rud.

— ¿Sabes qué? Yo también he comido y no tengo tanta hambre. ¿Por qué no me ayudas con este sándwich?—. Rebeca partió el bocadillo y le dio la mitad a su hijo, que sonrió. Por supuesto, Rebeca estaba contenta, pero lo estaría aún más si tuviera el dinero que el médico le había pedido antes.

Riendo y sonriendo, pasaron 30 minutos hasta que Rebeca bañó a su hijo mientras intentaba relajarse y pensar en las cosas buenas que podría tener.

Después de haberse divertido, se fueron juntos a la cama. Una sonrisa inocente se dibujó en el rostro de Rebeca cuando sintió cómo su hijo se había quedado dormido sobre su brazo. Pero, lamentablemente, esa sonrisa no duró mucho. Las lágrimas caían de sus ojos mientras acariciaba la espalda de su hijo. No sabía cuánto tiempo iba a aguantar aquello. Su responsabilidad como madre era hacer la vida de su hijo más fácil. ¿Cómo podía llamarse a sí misma madre? No era nadie. Estaba viendo sufrir a su hijo y no era capaz de hacer nada. Su única responsabilidad en la vida de su hijo era hacerle sentir feliz y orgulloso de su vida, no miserable y enfermo.

Cuando se aseguró de que su hijo ya dormía bien, se levantó y se dirigió a la cocina. La noche del sueño iba a ser esa. Estaba segura de ello.

De repente, la puerta del pequeño cuarto fue empujada hasta que se abrió. Todo lo que ella podía ver, todo de lo que podía ser consciente era del hombre que acababa de entrar. Aquella camiseta polvorienta, aquellos vaqueros sucios, aquella gorra agujereada. Era él. Su rostro inexpresivo confirmó lo que ella ya sabía.

Era su inquilino. Ese hombre que, como siempre, no dice ni una palabra. No había intención de saludarla, no había palabras de él hacia ella, sólo la misma inclinación de cabeza como forma de saludar a Rebeca después de un largo día de trabajo. Por mucho que había intentado que se abriera a ella, era demasiado testarudo.

¿Podría ser un amigo? ¿Podría ser alguien con quien hablar de sus sentimientos? Nadie lo sabía porque era sólo un hombre que había llegado allí un día.

Por un momento, sólo ver a ese hombre frente a ella, el mismo hombre descuidado que había sido un completo desconocido para ella, le hizo sentir que todos sus problemas habían desaparecido, incluso la tristeza que sentía por su hija también se había ido.

Si al menos pudiera saber más de él.

Daniel era su nombre, pelo corto, grandes ojos marrones, esa fuerte sensación que desprendían sus ojos, labios rojos y en su cuerpo perfecto, sólo oscuridad.

Ella nunca había probado su paraíso, nunca había sentido la necesidad de buscar en él pero estaba segura de que todo lo que él podía ofrecerle era oscuridad.

—Buenas noches—, saludó Rebeca con una sonrisa en la cara.

El hombre se limitó a asentir sin decir nada. A decir verdad, aquel silencio entre ellos ya no era incómodo como la primera vez. Ella ya estaba acostumbrada.

Para no sentirse incómoda con su inexistente presencia, Rebeca sacó su móvil para distraerse mientras él estaba allí, pero lo que no esperaba, por lo que no había apostado era por su inquilino acercándose a ella en el momento en que extendió una de sus manos sobre la barra en la que ella estaba apoyada. Luego, se marchó sin decir palabra.

Ella no pudo evitar mirarle sorprendida. El hombre no dijo nada, sólo se concentró en preparar su cena. En ese momento, ella se dio cuenta de que se había dejado una tarjeta de crédito en la barra.

— ¿Qué significa esto? —preguntó Rebeca al hombre. — No lo entiendo.

—Su alquiler estaba pagado—, respondió el hombre sin mirarla. —Cuando vine, pagué seis meses de alquiler de una vez.

Sin más explicaciones, continuó despreocupado su tarea en la cocina. — Puedes comprobarlo en la aplicación del banco en tu móvil, la contraseña es 6600.

De repente, se sintió conmovida por aquel acto. Sintió la necesidad de ser agradecida. Con una sonrisa en la cara, le miró. Llevaba días en el hospital sin tener tiempo de cocinar para él. Al menos, eso era algo que podía hacer por él.

—Puedo cocinar esta noche. ¿Por qué no vas a darte un baño?

El hombre la miró. Al instante, la vio ir de un lado a otro reuniendo todos los ingredientes que necesitaba para su cena.

El hombre sonrió como pocas veces lo había hecho desde que ella vivía allí y, sin dudarlo, se quitó la polvorienta camiseta que llevaba puesta. Rebeca no pudo evitar mirar a aquel hombre cuando se distrajo con la ropa que estaba tirada en la silla, buscando una camiseta que pudiera ponerse.

Estaba medio desnudo y no parecía importarle. Tras sacudir un poco la cabeza, siguió cocinando para él. 20 minutos más tarde, el hombre ya estaba en el pequeño espacio que podía atravesar el comedor. El hombre había cambiado, no era ni la mitad del hombre que había entrado en la casa con aquellas ropas polvorientas. Incluso podía decir que era guapo, tan guapo como cualquier hombre que hubiera visto. Incluso más guapo que su ex marido y, decir eso era una confesión total, ya que para ella, no podía existir ningún otro hombre como aquel con el que se casaba aquel día en el que pensaba ser la mujer más feliz de la tierra.

Mientras se dirigía a la mesa para poner la creación que había hecho para él, pensó en él como emigrante. Él era diferente, la obra donde trabajaba no estaba lejos de allí.

Después de un poco de conversación lo habían hecho, y cuando Daniel se sintió complacido, se levantó de su asiento y tras decirle que iba a salir, ella asintió antes de limpiar la mesa.

Con la carta entre las manos, la manoseó con vacilación. No pudo evitar acordarse del hombre que acababa de marcharse de allí casi, sin una palabra, sin una explicación. Había sido demasiado extraño por su parte haber dejado aquella tarjeta allí y no sólo eso, sino que además le había dicho la contraseña para comprobar que lo que había dicho no era mentira.

Mordiéndose las uñas, recordando una y otra vez las palabras de Daniel, sintió curiosidad. Él quería que ella descubriera algo. Rebeca estaba segura de ello.

Por fin había tomado una decisión. De repente, sacó el móvil del bolsillo y, sin dudarlo, lo encendió e introdujo el número que había detrás de la tarjeta. Había dinero en la cuenta bancaria de ella.

Recuerdos vinieron a su mente, aquellos recuerdos donde ella era una de las mujeres más respetadas del país. Lo había tenido todo, dinero, una casa, el amor de su madre, y ahora, sólo la solicitud al celular del banco era todo lo que la vida de lujo le había dejado. La tarjeta entre sus manos se sentía tan bien, incluso los adornos en ella eran algo más allá de lo que ella tenía en ese momento. Había poder en esa simple tarjeta.

Cuando se abrió la aplicación, sus ojos se abrieron de par en par. — ¿Cómo es que Daniel podía tener algo así? —. Él no era más que un empleado y, por supuesto, eso estaba bien pero... ella no podía entenderlo.

No podía ser posible, en la solicitud estaba el dinero que ella necesitaba. ¿Cómo podía darle tanto dinero de golpe? Por mucho que parpadeara, el dinero era el mismo, el dinero que necesitaba para su hijo estaba allí, marcado en aquella pantallita de su móvil.

Al final, no hacía falta saber ni pensar de dónde había salido ese dinero, era dinero que tenían que ser sus ahorros y ahora, ella tenía todo su dinero para hacer lo que quisiera con él.

Un inmigrante, un constructor trabajador, le había dado la vida de su hijo. Daniel era el nombre de la persona que le había dado años de trabajo. Daniel era el ángel que había venido a salvarla a ella y a su hijo.

Mirando al cielo oscuro, con la misma ropa con la que había salido, sonrió. Su vida no había sido fácil. Aquella ciudad lo era todo mientras no era nada. Sólo gente que iba y venía, unos más contentos que otros, algunos con prisa, mientras que otros parecían querer retrasar su regreso a casa.

El cigarrillo en su mano le daba poder, un poder invisible que sabía que tenía.

— ¿Cuándo vas a venir? Aquí todos te echan mucho de menos.

Daniel sonrió. —Pronto. No me eches tanto de menos.

—Las cosas están difíciles acá. Tú hermano no se acostumbra a ser tú. Pueden tener la misma cara pero no la misma paciencia.

Daniel sonrió. —Ya lo hará. Stefan es inteligente.

Se oyó un suspiro desde la otra línea. —Bueno, creo que debería dejarte dormir.

— ¡Buenas noches!

Y entonces, Daniel colgó. Una vez más, suspiró antes de dirigir sus ojos al cielo disperso. De su bolsillo, sacó un trozo de papel. Había sacado dinero de sus cuentas bancarias esperando nadie lo descubriera y supieran que Stefan no era Alejandro porque según el mundo, Alejandro había muerto.

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