Capítulo 2. El fantasma de su esposa

Capítulo 2. El fantasma de su esposa

Después de recuperarse, la esperanza de que su hija estuviese viva, bajo el resguardo de los Blackstone, todavía latía en el corazón de Sofía.

Fue así como durante semanas, algunos días con sol y otros con lluvia, Sofía frecuentaba bajo las sombras la mansión de los Blackstone. Una fortaleza de oro. Impenetrable, intocable.

— Vamos, pequeña… — murmuró para sí misma, esperanzada —. Solo una señal… un gesto. Sé que estás allí. Mamá está esperando por verte.

Durante todo ese tiempo, se había escondido entre arbustos, dentro de autos rentados, incluso disfrazada con gafas oscuras y gorra, caminando por la acera opuesta a la mansión. Se sabía los horarios de los guardias, la rutina del jardinero, el momento exacto en el que Marcus salía a correr… pero nunca la niña. Nunca su hija. ¡La hija de sus entrañas!

Un día, ya había perdido la cuenta de las horas que había pasado allí, a la espera de algo, de una señal, por muy pequeña que fuera, y como otras tantas veces, resignada, aceptó que por ese día había llegado el momento de marcharse, pero algo la detuvo.

Marcus.

Se giró porque su sola presencia podía sentirla a kilómetros, como en ese momento.

Impecable en su traje azul marino, el rostro serio, elegante, ese mismo porte que a ella tanto le había enamorado. No había cambiado. O tal vez sí. Ahora parecía más frío, más lejano. Como si algo dentro de él hubiese muerto.

Después la miró a ella. Su “esposa”.

Una mujer alta, hermosa, con un vestido entallado color champagne y una sonrisa suave pero calculada. Caminaba con seguridad, como si ya supiera que todo el mundo le pertenecía.

Y entonces ocurrió.

Marcus le ofreció la mano. Ella la tomó con naturalidad, como si lo hubiera hecho mil veces. Como si lo amara. Como si ella fuera la dueña de esa historia.

Sofía sintió un golpe en el pecho. Uno seco. Como un puño directo al corazón.

Se le borró la voz.

Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no se atrevió a parpadear. No podía permitirse perder ni un segundo de esa escena, por más que le desgarrara el alma.

— Como si nunca hubiera existido… — susurró, con la garganta apretada.

Los recuerdos llegaron como cuchillas: Marcus tocando su vientre con ternura, las noches hablando de nombres para su hija, las promesas en la oscuridad de “te voy a amar por siempre”.

Siempre.

Qué frágil palabra. Que frágil promesa.

Sofía no sabía si odiarlo o extrañarlo. Si gritar o correr hacia él. Si arrancarse el corazón o simplemente dejar de sentir.

Pero lo cierto era que ahí estaba él… con otra.

Viviendo una vida perfecta.

Como si ella nunca hubiera formado parte de sus días.

Como si su amor, su embarazo, su accidente, su pérdida… jamás hubieran existido.

Como si ella hubiera sido un mal sueño que los Blackstone se encargaron de borrar.

Una lágrima resbaló por su mejilla. No la limpió.

Se quedó allí, estática, quebrada por dentro.

No dijo nada. No se movió.

Pero por dentro, algo despertó.

Una furia suave, sigilosa… que nacía desde lo más profundo de su vientre. La necesidad de justicia. De verdad. De… verlos reducidos a nada a todos, incluso a él.

Esa noche, volvió a casa con el corazón hecho añicos, las esperanzas por el piso y el azote de una lluvia pinchando sobre sus hombros.

Una tarde, Evelyn irrumpió en su habitación, con el profesor Clark detrás.

— Sofía, basta — dijo Evelyn, lanzando sobre la cama una carpeta de fotos —. Has estado merodeando esa casa durante tres meses. ¿Qué más necesitas para aceptar que quizás… te equivocaste?

Sofía ni la miró. Solo tomó una de las fotos.

Marcus besando a su esposa en la entrada de la mansión.

Sofía tragó saliva. La imagen le dolía más que mil cuchillos.

— ¿Y si mi hija sigue viva en esa casa y yo no hice nada?

— No puedes destruirte por un “quizás” — intervino el profesor, con voz suave —. Has investigado, has esperado. Pero ya no eres tú. Estás consumiéndote por dentro, Sofía.

Ella apretó los labios. Las lágrimas comenzaron a acumularse, como un río contenido.

— ¿Tú la viste salir alguna vez? —preguntó Eve con un dejo de compasión—. ¿Alguna prueba de que tu hija está viva?

Sofía bajó la mirada. No. Nada. Solo un presentimiento. Un instinto visceral que no podía explicar.

— Sé que está allí — susurró —. Lo siento aquí —. Llevó la mano al pecho —. No importa cuántos días pasen… yo lo sé.

— ¿Y si estás equivocada? ¿Y si todo este tiempo solo has estado alimentando un fantasma? — insistió Eve —. Sofía, tú mereces vivir.

La última frase fue como un disparo al pecho. Porque no, ella no estaba viviendo. Solo existía. Suspendida entre el pasado y una esperanza que tal vez nunca se concretaría.

Exhaló y se echó a llorar. Lo hizo con todas sus fuerzas. Lo hizo porque estaba agotada. Lo hizo porque… sabía que si se iba, era como si estuviese dejando a su hija atrás, sola, en manos de los Blackstone. Pero también era seguir martirizándose.

Resignada, alzó el rostro y miró a las únicas dos personas que habían estado para ella durante esos meses.

— Pero antes, necesito que me ayuden con algo.

— Lo que sea.

— Necesito… cambiar.

Evelyn y el profesor Clark se miraron.

— ¿Cambiar? — preguntó la primera, y Sofía asintió.

— Sí, no quiero que quede nada de la Sofía que ellos destruyeron. Ya no seré más Sofía Wexler. Ahora… Seré Sofía Thorn. Seré la espina, pequeña, casi invisible, pero muy filosa, que algún día se vengará de la vida que le arrebataron.

5 años después…

La mansión Blackstone parecía en silencio eterno, aunque dentro hubiese risas, pasos, voces.

Marcus se había vuelto experto en fingir. En respirar hondo y seguir como si su mundo no hubiese colapsado cinco años atrás.

Pero sí lo había hecho.

Estaba en su despacho, con una copa de whisky a medio terminar y la mirada perdida en la chimenea. Aquel fuego artificial no calentaba nada.

— ¿Estás bien, amor? — la voz de Ágata, su esposa por conveniencia, rompió la quietud.

Marcus no respondió. Solo asintió, mecánico.

Ella se acercó y colocó ambas manos sobre sus hombros, masajeándolos. Marcus se tensó. Odiaba que lo tocara. Sabía que no debía. Habían firmado aquel trato de matrimonio con un contrato de por medio. Su familia y la suya se habían encargado después de la muerte de… apretó los puños. Recordar a Sofía dolía como el primer día. Lo cierto es que él había hecho su parte. Había salvado la empresa y su familia estaba contenta, a pesar de que su propia vida estuviese vacía.

— Ágata… — murmuró entre dientes.

Y ella, que se había enamorado inevitablemente de él durante esos cinco años, exhaló molesta, apartándose.

— Camila despertó hace un rato. Soñó que… — guardó silencio para sí misma, la historia de nunca acabar.

Marcus cerró los ojos por un momento y echó la cabeza hacia atrás.

— ¿Volvió a preguntar por su madre?

— Su madre soy yo.

— Ágata…

— No, Marcus, ya basta de que quieras hacerme a un lado de la vida de Camila. Yo la crie. La tuve entre mis brazos desde el día en el que nació, ¿lo recuerdas?

Blackstone alzó el rostro.

— No puedo obligarla a que te vea como una madre.

— Exacto, ese es el problema. Jamás tendré tu respaldo ante esta situación y ella seguirá preguntando por una madre que no existe. ¡Que solo está en sus sueños!

— ¡Sofía existió y es su verdadera madre! — exclamó Marcus de pronto, incorporándose. Su mirada la atravesó.

Los ojos de Ágata se llenaron de lágrimas de impotencia.

— Que te enojes no cambia los hechos. Sofía murió. Murió al dar a luz a Camila. Esa es la única verdad que nuestra hija va a saber.

Marcus apretó los puños.

— No sigas diciéndole eso a la niña.

La mujer negó, harta.

— No sé hasta cuando piensas defender a la mujer que casi llevó a tu familia a la ruina.

Marcus abrió la boca para responder, pero siempre era la misma discusión.

— Déjame solo.

— Marcus…

— ¿Papi? — la vocecita de Camila, lo llamó desde la puerta. Estaba metida dentro de su pijama de unicornio mientras abrazaba a su iguana de peluche. Marcus cambió su mal genio por una sonrisa — ¿Puedo dormir contigo hoy?

El padre de la niña se agachó y la invitó a acercarse.

— Por supuesto que sí, princesa.

La dulce Camila sonrió, feliz. Cosa que no le vino en gracia a Ágata. En su plan por conquistar el corazón de Marcus, estaba intentar meterse despacio a su cama, pero con la niña de por medio, se le iba a complicar.

Se cruzó de brazos fastidiada.

— No puedes acostumbrar a la niña a dormir en tu habitación, Marcus.

Pero Marcus se incorporó con su hija en brazos y la miró.

— Si mi hija quiere dormir conmigo, entonces lo hará. Buenas noches.

Horas más tarde, Marcus dormía profundamente, abrazado a la pequeña Camila.

En la penumbra del pasillo, una silueta se deslizaba como una sombra.

Ágata.

Vestida con una bata blanca de seda, los pies descalzos, el rostro frío, decidido. Se detuvo frente a la puerta entreabierta de la habitación de Marcus y Camila, y observó unos segundos.

Luego retrocedió un paso…

y comenzó a susurrar.

— Cami… Camila, mi amor…

Su voz era suave, casi etérea, imitando la calidez que Sofía usaba en los videos antiguos que Ágata había visto en secreto.

—Ven conmigo, mi amor… estoy aquí…

Dentro de la habitación, Camila frunció el ceño. Se movió inquieta.

— ¿Mami? —susurró, apenas un hilo de voz.

Marcus se giró en la cama, inconsciente del murmullo, envuelto en su propio sueño agitado.

— Camila… ven con mamá — susurró Ágata de nuevo, más firme, más cerca.

La niña abrió los ojos. Se incorporó con cuidado, mirando a su padre dormido. El corazón le latía rápido. No sabía si soñaba o si realmente… su mamá la llamaba.

Casi sin respirar, salió de la cama y caminó descalza por el pasillo. Nadie la vio. Nadie la detuvo.

La puerta principal estaba entreabierta. Ágata se había asegurado de eso.

Y Camila cruzó el umbral… hacia la calle desierta.

El aire de la madrugada le erizó la piel. Se frotó los brazos, confundida, asustada, pero convencida de que había escuchado a su mamá.

— ¿Mami…? — llamó, la vocecita temblando.

Entonces un claxon estalló en el silencio. Un coche negro dobló la esquina, rápido, sin esperar que una niña de rizos castaños estuviera en medio de la calzada.

Los faros la cegaron. Se quedó paralizada.

— ¡CAMILA! — gritó una voz, una voz real, rota y desesperada. Una voz parecida a la de la hada de sus sueños. A la de… su mami.

Mientras tanto, en la habitación principal de la mansión Blackstone, Marcus despertó agitado gracias a una corazonada, y al ver el otro lado de la cama vació y la iguana de peluche de Camila que nunca soltaba, estaba en el piso, experimento una sensación extraña.

— ¿Camila?

No obtuvo respuesta.

Se levantó con rapidez, descalzo, caminando hacia el baño. Vacío.

El corazón le dio un vuelco. Un mal presentimiento se le instaló en el pecho como una piedra.

Caminó al pasillo.

— ¿Camila? — llamó de nuevo, esta vez más alto.

La mansión aún dormía. Un silencio antinatural lo envolvía todo. Sus pasos resonaban con urgencia.

Bajó las escaleras dos a la vez. El comedor, el salón, la cocina.

Nada.

Su respiración se volvió errática.

— ¡Camila! ¡¡CAMILA!! — gritó, y su voz resonó como un disparo en la casa.

De pronto, una empleada entró corriendo desde el jardín.

— ¿Has visto a Camila? — preguntó sin dudar.

— No, señor, pero… la puerta principal estaba abierta. No entiendo cómo. Yo soy la primera en despertar siempre.

Marcus pasó un trago. Todo el mundo comenzó a despertar debido a los gritos.

— ¿Qué está pasando? — preguntó Ágata, apareciendo por el balcón de las escaleras, secundada por la madre de Marcus y su nuera.

— ¡Es Camila! ¡No está en la mansión!

— ¿Qué? ¿Pero de que hablas? ¿Cómo que la niña no está? — preguntó la abuela de la pequeña, quien era su adoración.

La puerta abierta. Camila sola. Afuera. ¿Desde cuándo? ¿Por qué? Se preguntó Marcus, angustiado.

Corrió hacia la salida, el corazón en un puño. Cuando abrió la puerta, una ráfaga de viento le golpeó el rostro, pero no tan fuerte como la imagen que se dibujó ante sus ojos.

Se paralizó de súbito.

Fue como si de pronto hubiese visto a un fantasma.

El fantasma de Sofía. El fantasma de su esposa.

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