Mefista es una pícara diablesa que ayudará a siete personas en apuros a vengarse de quienes los han agravado, aunque siempre habrá un precio que pagar.
Leer másDecir que Janet odiaba a su madrastra era probablemente un atenuante. La despreciaba rabiosamente. La adolescente regordeta de 17 años que vestía ropa negra y utilizaba el cabello largo que le cubría la mitad de la cara no siempre había sido infeliz en su hogar. Una vez, muchos años antes, tenía una familia amorosa con su acaudalado padre, presidente de múltiples corporaciones exitosas, y su atenta madre quien siempre le promulgó el mayor cariño. Incluso fue ella quien le regaló como cachorro a su fiel perro gran danés Pinto. Pero su madre murió, y pronto su padre se volvería a casar. La mujer en cuestión se llamaba Casandra y era —por mucho que la odiaba no lo podía negar— genuinamente despampanante. Casandra era rubia, ojiazul, tenía el rostro simétricamente perfecto acompañado de un lunar en la mejilla y un cuerpo espléndido. La mayor parte de su anatomía incluida la perfección de su rostro era producto de un talentoso cirujano plástico, pero eso
Marie y Monique se preparaban para la carrera. Siendo amigas desde pequeñas, ambas habían destacado en la gimnasia y el atletismo y ambas habían ingresado juntas al equipo de carrera de cien metros planos del colegio francés al que asistían. Aquella carrera era fundamental, pues de ella dependería que ingresaran o no al equipo universitario. Las madres de ambas les daban apoyo moral desde la audiencia. En lo físico no podían ser más distintas. Aunque ambas atléticas y esbeltas por sus intereses deportivos, Marie era alta de cabello castaño rizado mientras que Monique era de cabello lacio negro y menos estatura. Marie además tenía ojos azules y Monique verdes. El disparo de partida se dio y ambas corrieron a toda velocidad poniendo en práctica sus muchos años de entrenamiento riguroso y disciplinado. Pero Marie era una corredora nata, quizás su talento devenía de los genético o lo anatómico. Lo cierto es que llegando a la meta entre todas las
Mindy llegó a su apartamento en la ciudad de Nueva York. Un barrio pobre y peligroso, donde vivía en un viejo edificio de apartamentos. Una pocilga, pero era lo único que podía pagar. A sus 20 años y tras escapar de un hogar abusivo, malvivía en trabajos mal pagados y actividades no siempre legales. Subió por el lobby deseosa de evitar el contacto con su detestable casero, el Sr. Fuller. Fuller era un tipo cuarentón, con calvicie incipiente, papada y panza que se desbordaba por entre la blanca camiseta sin mangas que solía usar, y que pasaba todo el día metido en su oficina sin hacer otra cosa que cobrar rentas y hostigar a los inquilinos, la mayoría de ellos mujeres. Mindy intentaba no topárselo porque sabía que le miraba con una lascivia, desnudándola con la mirada y haciéndola sentir incómoda. —¡Srta. Stevens! —le dijo emergiendo de su oficina antes de que Mindy llegara a la puerta de su departamento que era uno de los primero
Jeremy trabajaba como dentista en una prestigiosa clínica de Chicago. Disfrutaba mucho su labor y tenía una gran vocación, especialmente atendiendo niños que era su especialidad. La clínica era administrada por una cooperativa en la cual él era socio como la mayoría de profesionales que ejercían en sus oficinas.Jeremy terminó un día de trabajo y partió para su casa.A diferencia de otras personas, en el caso de Jeremy era justo lo opuesto; odiaba dejar el trabajo y volver a su hogar. Si podía llamársele así.Jeremy convivía en un matrimonio sin amor al lado de su esposa obesa y alcohólica. Aunque nunca fue particularmente hermosa, hubo una vez en que la amó. Pero con el paso del tiempo se convirtió en una repugnante mujer que pasaba todo el día sentada en el sofá, comiendo en exceso, bebiendo y empas
—¡Despierta! —le decía el una voz mientras le abofeteaban la cara. —¡Despierta! Daniela despertó en medio de un oscuro sitio. Su mirada, aturdida, se despejó lentamente y pudo observar donde se le retenía. Era como una amplia bodega donde alguna vez debió existir un taller automotriz, y donde aun tenía manchas de aceite en el piso, a lo lejos un colchón sucio sobre el suelo y más allá un mueble con herramientas. Ella, por su parte, estaba sentada sobre el frío suelo y tenía los brazos sobre su cabeza con las muñecas esposadas y encadenada a una pared. Vestía solo su ropa interior. Su boca tenía el sabor de sangre producto de los bofetones. Estaba además rodeada por varios hombres de aspecto tosco. Al verla despierta uno de ellos llamó por medio de un walki-talki: —¡Está despierta! —dijo. La puerta principal se abrió y por ella entró una mujer de edad madura, de unos cincuenta años. Utilizaba uno de
Amanda sabía que su jefe era corrupto. No era difícil de dilucidar. Ella había llegado a donde estaba por ser perceptiva. Pero, cuando su jefe le ofreció ser parte de la trama, no se pudo negar. Era —después de todo— mucho dinero. Suficiente para vivir cómodamente en alguna bella isla tropical por el resto de su vida. Su jefe, Mike Bronson, había malversado fondos de la compañía por años, moviéndolos con ayuda de ella a unas cuentas secretas en Suiza. Sabían que esta malversación no podría mantenerse por siempre inadvertida así que pronto tendrían que planear su escape. Escape en el que no iría la esposa de Bronson, o eso esperaba Amanda ahora que era su amante. —¿Ya tienes planeado donde pasaremos el resto de nuestras vidas, querido? —le preguntó mientras yacía desnuda a su lado en la cama. —Creo que Aruba será el lugar ideal, cariño —le aseguró. —Eso sí, aun hay un par de asuntos que debemos resolver si queremos que no nos atrapen an
El Dr. Hayu Takiro llegó a su apartamento tras una larguísima jornada de doce horas de trabajo. Exhausto, agotado, casi no podía moverse. Siendo médico, vivía en un miserable lugar en una zona pobre de Tokio, a casi dos horas de su lugar de trabajo. Era todo lo que podía costear, y no porque ganara mal. Al contrario, sus muchas horas de trabajo eran suficientes para pagar un apartamento de lujo en una de las más caras torres residenciales. Pero ese dinero no le llegaba. Y la causa no eran las deudas (no porque no tuviera muchas, pues había tenido que sobregirar sus tarjetas de crédito y pedir préstamos onerosos para poder terminar el mes más de una vez). Desanimadamente abrió su refrigerador. Tenía una muy poca comida; una botella de leche probablemente ya agria, un limón y una caja con restos de comida china. No tenía tiempo para cocinar ni mucho dinero para pedir, así que tuvo que conformarse con eso, se llenó el estómago lo más que