Amanda sabía que su jefe era corrupto. No era difícil de dilucidar. Ella había llegado a donde estaba por ser perceptiva. Pero, cuando su jefe le ofreció ser parte de la trama, no se pudo negar. Era —después de todo— mucho dinero. Suficiente para vivir cómodamente en alguna bella isla tropical por el resto de su vida.
Su jefe, Mike Bronson, había malversado fondos de la compañía por años, moviéndolos con ayuda de ella a unas cuentas secretas en Suiza. Sabían que esta malversación no podría mantenerse por siempre inadvertida así que pronto tendrían que planear su escape. Escape en el que no iría la esposa de Bronson, o eso esperaba Amanda ahora que era su amante.
—¿Ya tienes planeado donde pasaremos el resto de nuestras vidas, querido? —le preguntó mientras yacía desnuda a su lado en la cama.
—Creo que Aruba será el lugar ideal, cariño —le aseguró. —Eso sí, aun hay un par de asuntos que debemos resolver si queremos que no nos atrapen antes.
—¿Cómo cuál?
—Bueno, uno de ellos es arreglar las cuentas. Los números, las facturas, todo eso. No sé nada al respecto. ¿No eres tú contadora?
—Sí, lo soy.
—¿Podrás hacerlo?
—Bueno… no sé… son años de datos. ¿De cuantos meses dispongo?
—¿Meses? Cariño debemos irnos lo antes posible. Diría que semanas cuando mucho.
Amanda se enderezó.
—No sé si pueda hacerlo yo sola. Es el trabajo de un departamento entero.
—No podemos involucrar a nadie más, nos delataría. Te ayudaría pero no sé nada del tema.
Amanda se frotó la cara.
—Ah, muy bien, lo haré. Pero me tomará varios días de trabajar por horas seguidas.
—Valdrá la pena, amor, cuando estés con un cóctel en tus manos en una piscina en Aruba por el resto de tu vida.
Amanda sonrió pensando que era verdad.
Y así siguieron varias semanas de trabajo contable agotador. Trabajaba sin descanso haciendo la labor que normalmente le tomaría hacer a una docena de personas en un departamento. Dormía muy poco, usualmente sobre el escritorio y no podía descansar ni fines de semana. Pero en dos semanas lo consiguió. Finalizó con éxito la titánica labor.
—Ahora hay otro problema —le dijo Bronson desde su escritorio en la parte más alta del edificio.
—¿Otro?
—Sí. Hay discos incriminadores en la bodega.
—¿Discos?
—Sí, de cámaras de seguridad. Hiciste parte del trabajo acá ¿no? tuviste que tomar expedientes, llevártelos a tu casa o a tu oficina ¿no? La gente de seguridad sumará dos más dos. ¿Por qué necesitarías tantos expedientes en tan poco tiempo?
—Es verdad ¿Qué haremos?
—Yo puedo llevarme los discos, pero para ello necesito una distracción. Siempre hay un guardia apostado en la cámara de vigilancia. No se irá por nada del mundo de ahí… bueno excepto algo…
—No estarás sugiriendo que…
—No hay otra alternativa. ¿Cómo quieres que entre a sustraer los discos?
—Pero…
—Piensa en la recompensa, Amanda. Es eso o pasar el resto de nuestras vidas en prisión.
Así que Amanda lo hizo de nuevo. Se sacrificó. Entró a la cámara donde un agente de seguridad monitoreaba todo el tiempo los videos de seguridad y que a su vez era donde se guardaban los discos de grabaciones anteriores. El sujeto en el lugar era el estereotipo del guardia de seguridad regordete, pero no pareció encontrar sospechoso que una mujer tan hermosa como Amanda le ofreciera una escapada por sexo.
El guardia sabía que no podía dejar su puesto, pero la oportunidad de estar con una mujer así era irrepetible, así que fue junto a Amanda a escabullirse a un clóset de escobas que estaba cruzando el pasillo, tiempo que Bronson aprovechó para irrumpir en el sitio y robarse los discos de las últimas dos semanas mientras Amanda entregaba su cuerpo al guardia que no podía creer su suerte.
Amanda y el guardia salieron del closet. Ella pudo ver a un Bronson a lo lejos que le confirmó con la mirada haber tomado las cintas, para su tranquilidad.
—Jonathan —dijo otro guardia aproximándose al lugar, para horror de ambos. —¿Qué estás haciendo aquí? ¿No deberías estar en monitoreo?
—Eh… yo… bueno —aseguró compungido. Amanda, aterrada, volvió a ver a Bronson quien se ocultaba tras el resquicio de una puerta pero ella podía verle. Bronson le hizo señas haciéndole saber lo que tenía que hacer, muy para su molestia.
—Ah, no es nada —le dijo al compañero—, es sólo que tengo un pequeño fetiche por los hombres uniformados. Deje que Jonathan vuelva a su puesto y no diga nada… se lo compensaré —le dijo seductora. El otro guardia sonrió, incrédulo de su suerte, mientras asentía. Jonathan regresó a su puesto y Amanda se introdujo con el otro al clóset.
—Bueno —le dijo Amanda dos noches después cuando se encontró con él en su oficina—, creo que ha sido suficiente. ¿Podemos irnos ya?
—¿Irnos? ¿A dónde?
—¿A dónde? ¿Estás loco? A Aruba.
—No sé de que hablas.
—¿Me estás bromeando Mike?
—Todo lo que encontrará la policía, ahora que la alerté de lo que sucedió, es a ti alterando los registros contables para malversar dinero. No hay nada que me ligue al asunto.
—¿¡Que!?
—Todos los accesos a los expedientes se hicieron desde la computadora de tu oficina o de tu casa, no de la mía, y los expedientes físicos fueron sustraídos por ti.
—No, no puede ser que estés haciendo esto… no es posible… ¿Qué hay de los discos?
—Removí los discos donde las cámaras de seguridad nos mostraban a ti y a mí hablando —dijo señalando a la cámara en una de las esquinas, la cual no grababa sonido. —No removí los de ti hurgando entre los expedientes viejos y alterándolos. Esos los encontrará la policía muy interesante. Pero gracias por tu distracción, sin ella no habría podido.
—No, no puede ser que estés haciendo esto… le diré todo a la policía…
—No te creerán. Nada me liga al asunto.
—¿Por qué lo haces?
—Se tiene más dinero cuando no se divide entre dos —aseguró con sonrisa malévola. Las sirenas de la policía ya se escuchaban llegando a lo lejos.
Bronson tuvo razón en que la evidencia era abrumadora. El juicio no duró mucho y fue declarada culpable y condenada a 40 años de cárcel, al tiempo que Bronson salía completamente libre y sabía que tendría el dinero en una cuenta personal en Suiza irrastreable. Amanda fue prontamente enviada con su uniforme naranja a una correccional donde el primer día tuvo que someterse a humillantes pruebas, una dolorosa revisión de cavidades y donde las otras reclusas la recibieron con una golpiza en las duchas.
—Maldita sea, vendería mi alma por vengarme —aseguró mientras escupía sangre y dientes sobre los azulejos mojados.
—¿Sabes? —le dijo una voz mientras se levantaba del suelo del baño y su sangre enrojecía el agua.
—¿Qué? —se preguntó pensando que era otra reclusa que buscaba hacerle pleito, pero en su lugar vio a una Mefista duchándose desnuda con un jabón rojo.
—Hay una forma de vengarte de quien te envió aquí.
Amanda se puso de pie con algunos esfuerzos sosteniéndose la nariz sangrante con una mano y la pared con otra.
—¿Ah sí?
—Este es el Septa Demonicum —aseguró mostrándole un libro que materializó frente a sus ojos. —Pide la ayuda de uno de los Siete Demonios que rigen el Infierno y quien te agravió no solo será castigado sino que se irá al infierno para siempre.
—¿Y yo?
—Alguna maldición que deberás pasar por el resto de tu vida que te impondrá el demonio.
—No puede ser peor que esto —aseguró—, lo haré.
—Mammon será el indicado, recita esto —ordenó abriendo la página indicada. Amanda obedeció:
—Otahil elasadi babaje, od dorepaha gohol: gi-cahisaje auauago coremepe peda, dasonuf vi-vau-di-vau? Casaremi oeli meapeme sobame agi coremepo carep-el: casaremeji caro-o-dazodi cahisa od vaugeji; dasata ca-pi-mali cahisa ca-pi-ma-on: od elonusahinu cahisa ta el-o calaa. Torezodu nor-quasahi od fe-caosaga: Bagile zodir e-na-IAD: das iod apila! Do-o-a-ipe quo-A-AL, zodacare! Zodameranu obelisonugi resat-el aaf nor-mo-lapi Mammon!
—Ahora mancha la página con tu sangre.
Amanda tomó algo de la sangre que brotaba de su nariz y boca y la colocó sobre el libro que resplandeció.
Mike Bronson se había retirado poco después del arresto y condena de Amanda, yéndose a vivir a Arruba tras divorciarse de su esposa. Tenía suficiente dinero para comprarse una isla privada, aunque todavía no lo había hecho. Por ahora, disfrutaba de su estancia en su yate en las Bahamas acompañado de una hermosa modelo en bikini que le trajo un cóctel en una bandeja y se acostó en la silla de playa al lado a tomar el sol.
—¡Ah, esto es vida! —dijo pensando en que estaría haciendo la pobre de Amanda en esos momentos mientras sorbía por la pajilla.
Entonces el cielo se oscureció, para su sorpresa. Gruesas nubes grises cubrieron la totalidad del firmamento. Bronson se levantó de su silla para observar el extraño fenómeno sintiendo el bajonazo en temperatura que hizo el ambiente gélido.
—Melinda —se dirigió a la modelo sin verla— usa la radio para llamar a los guardacostas… —pero al girarse encontró horrorizado que sobre la silla de playa estaba solo el cadáver momificado de su acompañante. Incluso uno de los ojos azules caía de la rótula derecha hacia donde tenía torcida la cabeza.
Bronson se alejó por reflejo caminando hacia atrás hasta a la borda del yate. Entonces escuchó el estruendo de cientos de sollozos cacofónicos. Se giró y vio el mar entero convertido en una substancia aceitosa negra sin olas, y emerger de allí incontables esqueletos hechos del mismo material que emitían horripilantes gemidos como almas en pena. Subían por los lados como moscas intentando llegar a la cubierta. Bronson tomó el rifle que guardaban (para protegerse de posibles ataques piratas en alta mar) en la cabina del capitán y comenzó a dispararle a los esqueletos destruyendo sus cabezas cuando asomaban por la borda. Pero eran demasiados y pronto se quedó sin balas. Solo le restó sollozar cuando los esqueletos lo aferraban entre todos y todo se le oscureció.
—¿Mike? —preguntó la modelo al salir del interior del yate con cóctel en mano y encontrar a Mike Bronson muerto con rostro horrorizado en la silla de playa.
Mike Bronson despertó en lo que parecía ser una oficina de alguna gran megacorporación, pero el ambiente era lúgubre y la iluminación producía una coloración azulada y deprimente. Peor aún, observó aterrado como a su lado deambulaban lo que parecían ser zombis con ropa de oficina pero con injertos cibernéticos y miradas vacías sin pupila.
—¡Bienvenido al reino de Mammon —le saludó Mefista con un sexy traje de oficinista— el demonio de la avaricia. Donde todos aquellos que cometieron crímenes por avaricia vienen a parar; asesinos a sueldo, ladrones, estafadores, desfalcadores, corruptos, traficantes de esclavos, explotadores… ya te haces la idea —dijo palmeándole la espalda. —El demonio Mammon ha variado mucho a lo largo de los milenios —aseguró mostrándole un retrato de un demonio que asemejaba un rey medieval de piel morena y que colgaba de la pared principal. —Ahora Mammon utiliza las almas condenadas que llegan a su reino como mano de obra esclava para tercerizar servicios a distintos dioses y demonios del Cosmos.
>>Ven —dijo empujándolo dentro de un cubículo donde había una computadora, un escritorio y una silla—, acá pasarás el resto de la Eternidad tabulando datos para el dios regente de una dimensión infernal vecina.
En cuanto Bronson se sentó sobre la silla de oficina cables emergieron de la computadora para su horror y se conectaron dolorosamente a través de su piel y tejido hasta entrar al cerebro. Sus ojos se tornaron azules y resplandecientes como si tuvieran una computadora dentro y sus manos comenzaron a teclear alocadamente transcribiendo datos incomprensibles. Tarea que realizaría por el resto de la Eternidad.
Amanda recibió la noticia de la muerte de Bronson en las noticias mientras se servía la comida del desayuno en el comedor aun mostrando los moretes en su rostro de las frecuentes golpizas que padecía.
Llegó ese día a las duchas sintiéndose un poco mejor con la buena noticia.
—¡Oye! —dijo una de tres reclusas que llegó a sus espaldas, ella ya sabía la rutina—, la chica rica por cuya culpa miles perdieron sus ahorros. ¿Lista para la golpiza de hoy? —le preguntó. Amanda sabía que no tenía sentido resistir así que se giró para encararlas. La más grande y gorda se le acercó para golpearla primero, sin esperar que el rostro de Amanda cambiaría por un gesto monstruoso de afilados colmillos y ojos negros vacíos como sombras.
Se lanzó al cuello de la mujer y sus dos compañeras corrieron lejos aterradas.
Amanda no recordaba el ataque, solo supo que de pronto la gorda se desangraba a sus pies con el cuello rebanado y que tenía el sabor a sangre en la boca. Se tocó la cara y descubrió viendo su mano que la tenía llena de sangre y no era suya.
—¿Qué diablos…? —se preguntó.
—¡Despierta! —le decía el una voz mientras le abofeteaban la cara. —¡Despierta! Daniela despertó en medio de un oscuro sitio. Su mirada, aturdida, se despejó lentamente y pudo observar donde se le retenía. Era como una amplia bodega donde alguna vez debió existir un taller automotriz, y donde aun tenía manchas de aceite en el piso, a lo lejos un colchón sucio sobre el suelo y más allá un mueble con herramientas. Ella, por su parte, estaba sentada sobre el frío suelo y tenía los brazos sobre su cabeza con las muñecas esposadas y encadenada a una pared. Vestía solo su ropa interior. Su boca tenía el sabor de sangre producto de los bofetones. Estaba además rodeada por varios hombres de aspecto tosco. Al verla despierta uno de ellos llamó por medio de un walki-talki: —¡Está despierta! —dijo. La puerta principal se abrió y por ella entró una mujer de edad madura, de unos cincuenta años. Utilizaba uno de
Jeremy trabajaba como dentista en una prestigiosa clínica de Chicago. Disfrutaba mucho su labor y tenía una gran vocación, especialmente atendiendo niños que era su especialidad. La clínica era administrada por una cooperativa en la cual él era socio como la mayoría de profesionales que ejercían en sus oficinas.Jeremy terminó un día de trabajo y partió para su casa.A diferencia de otras personas, en el caso de Jeremy era justo lo opuesto; odiaba dejar el trabajo y volver a su hogar. Si podía llamársele así.Jeremy convivía en un matrimonio sin amor al lado de su esposa obesa y alcohólica. Aunque nunca fue particularmente hermosa, hubo una vez en que la amó. Pero con el paso del tiempo se convirtió en una repugnante mujer que pasaba todo el día sentada en el sofá, comiendo en exceso, bebiendo y empas
Mindy llegó a su apartamento en la ciudad de Nueva York. Un barrio pobre y peligroso, donde vivía en un viejo edificio de apartamentos. Una pocilga, pero era lo único que podía pagar. A sus 20 años y tras escapar de un hogar abusivo, malvivía en trabajos mal pagados y actividades no siempre legales. Subió por el lobby deseosa de evitar el contacto con su detestable casero, el Sr. Fuller. Fuller era un tipo cuarentón, con calvicie incipiente, papada y panza que se desbordaba por entre la blanca camiseta sin mangas que solía usar, y que pasaba todo el día metido en su oficina sin hacer otra cosa que cobrar rentas y hostigar a los inquilinos, la mayoría de ellos mujeres. Mindy intentaba no topárselo porque sabía que le miraba con una lascivia, desnudándola con la mirada y haciéndola sentir incómoda. —¡Srta. Stevens! —le dijo emergiendo de su oficina antes de que Mindy llegara a la puerta de su departamento que era uno de los primero
Marie y Monique se preparaban para la carrera. Siendo amigas desde pequeñas, ambas habían destacado en la gimnasia y el atletismo y ambas habían ingresado juntas al equipo de carrera de cien metros planos del colegio francés al que asistían. Aquella carrera era fundamental, pues de ella dependería que ingresaran o no al equipo universitario. Las madres de ambas les daban apoyo moral desde la audiencia. En lo físico no podían ser más distintas. Aunque ambas atléticas y esbeltas por sus intereses deportivos, Marie era alta de cabello castaño rizado mientras que Monique era de cabello lacio negro y menos estatura. Marie además tenía ojos azules y Monique verdes. El disparo de partida se dio y ambas corrieron a toda velocidad poniendo en práctica sus muchos años de entrenamiento riguroso y disciplinado. Pero Marie era una corredora nata, quizás su talento devenía de los genético o lo anatómico. Lo cierto es que llegando a la meta entre todas las
Decir que Janet odiaba a su madrastra era probablemente un atenuante. La despreciaba rabiosamente. La adolescente regordeta de 17 años que vestía ropa negra y utilizaba el cabello largo que le cubría la mitad de la cara no siempre había sido infeliz en su hogar. Una vez, muchos años antes, tenía una familia amorosa con su acaudalado padre, presidente de múltiples corporaciones exitosas, y su atenta madre quien siempre le promulgó el mayor cariño. Incluso fue ella quien le regaló como cachorro a su fiel perro gran danés Pinto. Pero su madre murió, y pronto su padre se volvería a casar. La mujer en cuestión se llamaba Casandra y era —por mucho que la odiaba no lo podía negar— genuinamente despampanante. Casandra era rubia, ojiazul, tenía el rostro simétricamente perfecto acompañado de un lunar en la mejilla y un cuerpo espléndido. La mayor parte de su anatomía incluida la perfección de su rostro era producto de un talentoso cirujano plástico, pero eso
El Dr. Hayu Takiro llegó a su apartamento tras una larguísima jornada de doce horas de trabajo. Exhausto, agotado, casi no podía moverse. Siendo médico, vivía en un miserable lugar en una zona pobre de Tokio, a casi dos horas de su lugar de trabajo. Era todo lo que podía costear, y no porque ganara mal. Al contrario, sus muchas horas de trabajo eran suficientes para pagar un apartamento de lujo en una de las más caras torres residenciales. Pero ese dinero no le llegaba. Y la causa no eran las deudas (no porque no tuviera muchas, pues había tenido que sobregirar sus tarjetas de crédito y pedir préstamos onerosos para poder terminar el mes más de una vez). Desanimadamente abrió su refrigerador. Tenía una muy poca comida; una botella de leche probablemente ya agria, un limón y una caja con restos de comida china. No tenía tiempo para cocinar ni mucho dinero para pedir, así que tuvo que conformarse con eso, se llenó el estómago lo más que