El Dr. Hayu Takiro llegó a su apartamento tras una larguísima jornada de doce horas de trabajo. Exhausto, agotado, casi no podía moverse.
Siendo médico, vivía en un miserable lugar en una zona pobre de Tokio, a casi dos horas de su lugar de trabajo. Era todo lo que podía costear, y no porque ganara mal. Al contrario, sus muchas horas de trabajo eran suficientes para pagar un apartamento de lujo en una de las más caras torres residenciales.
Pero ese dinero no le llegaba. Y la causa no eran las deudas (no porque no tuviera muchas, pues había tenido que sobregirar sus tarjetas de crédito y pedir préstamos onerosos para poder terminar el mes más de una vez).
Desanimadamente abrió su refrigerador. Tenía una muy poca comida; una botella de leche probablemente ya agria, un limón y una caja con restos de comida china. No tenía tiempo para cocinar ni mucho dinero para pedir, así que tuvo que conformarse con eso, se llenó el estómago lo más que pudo a pesar de ser solo su segunda comida al día, y se fue a dormir.
Pero Takiro no pudo dormir bien. En su duro catre miró el cielorraso viejo y agujereado de su empobrecido hogar y se llevó las manos a la cara ahogando un grito de desesperación. ¿Cómo había llegado a allí?
Dos años antes Hayu vivía con todos los lujos, comía bien y trabajaba menos horas al día. Su brillante carrera como médico había iniciado cuando se graduó con honores de la más prestigiosa universidad de Japón. Habiendo sido un estudiante excelso y habiéndose lucido en las operaciones que realizó siendo interno, los hospitales se peleaban por contratarlo. Se le apodó “bisturí de oro” por la presteza casi sobrenatural con la que operaba. Salvó la vida de cientos de personas, tanto pobres —a quienes a menudo operaba gratis— como de muchos ricos quienes le pagaban con costosos regalos. Incluso operó al mismísimo Primer Ministro y algunos auguraban que llegaría a ser ministro de Salud o quizás él mismo primer ministro. Empezó a salir con la supermodelo Yoko Tsurikawa, hija de un potentado empresario japonés.
Pero todo cambió aquella vez…
Todavía recordaba el sonido del desfibrilador tratando de revivir a aquél importantísimo paciente; el presidente de la mayor megacorporación japonesa. ¡No podía dejarlo morir! ¡No era posible! Pero el sonido intenso de una sola nota del medidor cardiaco no cambiaba, la línea seguía plana.
El atolondrado Hayu se frotó la cabeza, hasta que la enfermera le consoló. Esas cosas pasaban. No había nada que hacer.
En circunstancias normales aquello habría sido todo. Pero su jefe y enconado rival Yoshi Okamura tenía otra información, información que sería fatal.
Yoshi llevó a Hayu hasta su oficina y le mostró los archivos de video de seguridad que lo mostraban bebiendo sake antes de la operación, y la grabación de los sucesos durante la operación misma.
—Usted le ordenó a la enfermera suministrarle ketoprofeno al paciente aun cuando era asmático y es contraindicatorio —confrontó Yoshi.
—Yo… yo…
—Bebió antes de la operación, está en video…
—¡Era una operación de rutina! ¡Fueron un par de tragos, nada más! No comprometió mi juicio…
—Eso no es lo que parece —advirtió Yoshi y Hayu hundió la cabeza entre sus manos con gesto de desesperación. —Si esto se hace público perderá su trabajo y su licencia, si es que no va a la cárcel por mala praxis y la familia del difunto (una de las más ricas de Japón) no lo demanda por daños y perjuicios.
—¡No! ¿Cómo pudo pasarme esto? —se preguntó.
—Pero hay una solución —aseguró Yoshi con malicia en la cara, reclinándose sobre su escritorio. Hayu lo miró con extrañeza por entre sus manos. —Puedo mantener el secreto, hacer que ésta evidencia no vea la luz, claro, si usted paga mi silencio.
Y fue así como comenzó la tortura de Hayu. Al principio, Yoshi se contentaba con recibir la mitad del salario de Hayu. Pero luego continuó presionando por más y más. Forzó a Hayu a hacer su trabajo pero Yoshi se quedaba con el crédito, lo forzaba a escribir artículos de medicina que Yoshi publicaba a su nombre en las revistas más prestigiosas, Hayu debía revisar los expedientes de los pacientes de Yoshi y establecer los diagnósticos y tratamientos pero el crédito era siempre de Yoshi. Además comenzó a exigirle más y más dinero.
Así, Hayu empezó a trabajar diez o doce horas al día, sin contar la revisión de los expedientes y los artículos médicos que escribía en los días libres y en las noches. Yoshi se introdujo a estudiar una nueva maestría y le pasaba las tareas a Hayu para que las hiciera por él, y además se quedaba con el 90% de su salario.
Incapaz de poder pagar el apartamento en que vivía, Hayu tuvo que mudarse cada vez a sitios más y más baratos y recortar más y más gastos, endeudarse más y pedir más créditos que luego no podía pagar. Su hermosa novia se cansó del poco tiempo que le dedicaba y de lo que consideraba su tacañería y lo terminó, pero al poco tiempo comenzó a salir con Yoshi cuya vida había tornado justo el camino contrario:
Yoshi por su parte era cada día más rico y prestigioso. Empezaba a ganar premios por sus artículos publicados, incluso publicó un libro de medicina (escrito por Hayu por supuesto) que fue todo un best seller. Se ganó el aprecio y la admiración de los directivos del Hospital, amistad con grandes empresarios y políticos y pudo costearse una vida de lujos casi sin el mayor esfuerzo.
Y cada vez que Yoshi le reclamaba o intentaba salirse del acuerdo, Hayu le recordaba que tenía aún los videos y las grabaciones que lo hundirían en demandas y en prisión.
—¡Oh, dioses! —clamó frotándose la cara en medio de la cama— ¡daría lo que fuera por vengarme de ese mal nacido! ¡Vendería mi alma por eso!
—¿Lo dices en serio? —le preguntó una voz femenina y Hayu se sobresaltó. A su derecha, sentada sobre el buró diagonal a la cama estaba una mujer de cabello negro y ropajes góticos que le miraba con una siniestra sonrisa.
—¿Quién es usted y como entró aquí?
—Mefista es mi nombre —aseguró— y vine porque usted me invitó.
—¿Yo?
—Dijo que vendería su alma por vengarse. Yo puedo ayudarlo —dijo extrayendo un libro, grande, viejo y de páginas apergaminadas, que decía Septa Demonicum en la portada. —Este es el Libro de los Siete Demonios. Con él puede invocar a uno de los siete reyes infernales, los siete príncipes que se dividen el Infierno, y su enemigo morirá y será enviado a uno de ellos después de sufrir una buena lección.
Hayu miró el libro con curiosidad, incluso tocó la portada y las letras en relieve.
—¿Y que hay de mí? ¿No hay un precio que pagar?
—Por supuesto, el resultado será alguna maldición que deberá pasar por el resto de la eternidad.
—¿Maldición? ¿Cuál?
—Eso nadie lo sabe, lo decidirá el demonio que invoque cuando haya finalizado la labor.
—No… es demasiado riesgoso —aseguró.
—Como guste —aseguró Mefista cerrando el libro— si cambia de opinión solo llámeme —aseguró guiñando el ojo y despareció.
Hayu despertó a la mañana siguiente. La luz del sol ya entraba por la ventana con desvencijadas persianas y que estaba parcialmente rota y pensó que aquello había sido un sueño.
Se despertó —como cada mañana— listo para otra ardua jornada de doce horas de trabajo de la cual solo vería el 10% del salario.
Debido al cansancio, Hayu había ido reduciendo sus habilidades como cirujano y había perdido el apoyo de sus superiores y la clientela prestigiosa que alguna vez le caracterizó. Ahora le asignaban labores menores pero no por ello menos cansadas o incluso más. A pesar del cansancio intentaba ser amable con sus pacientes y tratarlos bien, al igual que a su enfermera Kunichi.
Casualmente Kunichi era de las pocas cosas buenas en su vida; amable, simpática y dulce, siempre lo trataba bien y le sonreía. Una joven enfermera hermosa y jovial que no se alejaba por el frecuente agotamiento y mal humor de Hayu. Tan es así que pronto surgió el amor entre ambos.
A pesar de su apretada agenda, Hayu hizo lo posible por ver a Kunichi fuera del trabajo. Fueron a ver una película —ambos eran fans de Akira Kurosawa y había un festival el fin de semana—, luego fueron a la feria a comer algo de algodón de azúcar. Y con el tiempo, entablaron una relación de pareja para incredulidad de Hayu, quien ya había descartado que algo así podía volver a pasar en su vida. Kunichi no pretendía tener grandes lujos y parecía atraída a él por su persona y no su dinero, carrera o prestigio, así que Hayu fue muy feliz. Incluso le confesó todo cuanto pasaba, algo que no le había dicho a nadie.
Una furiosa Kunichi fue a reclamarle a Yoshi sin el conocimiento de Hayu. Cuando éste llegó a la oficina la vio salir del despacho del director llorosa y con el uniforme desaliñado. Hayu intentó hablarle pero Kunichi lo ignoró y fue al baño a vomitar.
Un furioso Hayu adivinando lo que había pasado irrumpió en la oficina de Yoshi.
—¿¡Que le has hecho!? ¿¡Que le hiciste, cerdo!? —vociferó.
—Nada que no se mereciera por venir a reclamarme —aseguró—, estoy seguro que ella lo disfrutó tanto como yo.
—¡Maldito!
—Cuidado, cuidado —le recordó Yoshi con un dedo índice—, recuerda que puedo hundirte, y ahora puedo hundirla a ella también, por su ligamen romántico dirán que fueron cómplices, irán ambos a la cárcel. —Hayu apretó mucho los puños hasta lastimarse y rechinó los dientes. —De hecho —continuó Yoshi—, quiero que de ahora en adelante ella venga a complacerme a la oficina cada vez que yo lo pida, y que vaya a mi apartamento cuando se lo ordene, incluso podríamos arreglar que tú lo veas.
Hayu no pudo sostenerse de pie, al punto de colapso emergió a trompicones del despacho sosteniéndose por las paredes hasta bajar las escaleras y llegar a la caldera. Y allí clamó:
—¡MEFISTA! ¡MEFISTAAAAA!
—Sí, te escucho —le dijo a sus espaldas—, no tienes que gritar.
—Lo haré —le dijo frustrado girándose para verla.
—Bien —Mefista sonrió, abrió el libro y le dijo señalando con su dedo de uña negra al texto: Lee esto.
Hayu obedeció:
—Ol sonuf vaoresaji, gohu IAD Balata, elanusaha caelazod: sobrazod-ol Roray i ta nazodapesad, od comemahe ta nobeloha zodien; soba tahil ginonupe pereje aladi, das vaurebes obolehe giresam. Casarem ohorela caba Pire: das zodonurenusagi cab: erem Iadanahe. Pilahe farezodem zodenurezoda adana gono Iadapiel das home-tohe: soba ipame lu ipamis: das sobolo vepe zodomeda poamal, od bogira aai ta piape Piamoel od Vaoan! Zodacare, eca, od zodameranu! odo cicale Qaa; zodoreje, lape zodiredo Noco Mada, hoathahe Belphegor!
—¡Excelente! —se relamió Mefista— ahora tu sangre debe sellar el trato, pon tu dedo cortado sobre el papel —aseguró ofreciéndole una de sus uñas para hacer la cortadura que Hayu aceptó. Cuando al sangre tocó el libro este brilló. —Eso será todo, él recibirá su merecido hoy antes de irse al infierno —aseguró Mefista sonriente y luego desapareció.
Yoshi Tsurikawa terminó su día en el hospital. En realidad no estaba cansado puesto que no hacía nada —todo su trabajo lo hacía Hayu—, y al contrario había tenido un muy buen día. Pudo hablar con Kunichi y ésta aceptó no denunciarle para evitar que hiciera público el secreto de Hayu y aceptó también verlo el fin de semana “para lo que quisiera”. ¡Tenía mucho que celebrar!
Era de noche —extrañamente pues rara vez dejaba el hospital antes de las 4— muy para su sorpresa. ¿En qué se le había ido el tiempo?
El hospital parecía desierto. Llamó a su secretaria, pero no h**o respuesta. Se puso a llamar a todo el mundo, incluso a Hayu y Kunichi sin que nadie apareciera.
Entonces escuchó un caminar cadencioso y entrecortado. A lo lejos del pasillo, una figura se aproximaba: parecía ser una mujer recubierta en trapos y harapos blancos que caminaba lentamente y haciendo ruidos escabrosos. Su sola imagen lo llenó de pavor.
Yoshi corrió lejos tan pronto como pudo pero de pronto los pasillos del Hospital se tornaron en un laberinto oscuro e interminable de sombras y puertas que llevaban a nuevos pasillos. Cansado y sin aliento, terminó por encontrarse en la morgue.
Dos filas de camillas repletas de muertos se abrieron frente a él… Y vio con terror como los muertos bajo las blancas sábanas se enderezaban hasta sentarse.
Yoshi gritó y corrió en dirección opuesta, pero al salir de la morgue se topó con la mujer entre vendas. Corrió por el otro lado hasta llegar a un amplio salón donde estaba el área psiquiátrica y durante el día los enfermos mentales se relajaban. Allí encontró a lo que parecía ser un médico y dos enfermeras de espaldas.
—¡Gracias dioses! —exclamó aliviado, se acercó a ellos.
Cuando se giraron se dio cuenta que no eran humanos. O al menos no lo parecían. El médico sostenía una sierra eléctrica en las manos enguantadas y se cubría la boca con una mascarilla pero su tono de piel era enfermizo, las enfermeras similarmente tenían las rótulas de los ojos negras y vacías y emitieron carcajadas cuando le miraron. Sostenían en sus manos jeringas con un líquido verdoso.
Un desesperado Yoshi corrió de nuevo, esta vez perseguido por la mujer vendada, los muertos de la morgue y el monstruoso médico y las enfermeras. El ruido de la sierra eléctrica se le aproximaba cuando llegó por fin a la salida del hospital y desesperado intentó abrir las puertas pero estaban totalmente selladas.
—¡NO! ¡NO! ¡AYUDA! ¡ALGUIEN QUE ME AYUDE! ¡AUXILIOOOO!
Pero fue inútil. Yoshi fue tomado por los espectros y cuando se dio cuenta estaba en una camilla bien atado con el médico loco y las enfermeras preparados para ejecutar una operación sin anestesia…
Yoshi despertó. Se encontraba en medio del desierto bajo un sol ardiente que le lastimaba la vista.
—Bienvenido al reino de Belfegor —aseguró la voz de Mefista—, el demonio de la pereza. Donde vienen todos aquellos que por pereza lastimaron a alguien: médicos negligentes, autoridades corruptas, policías sucios, todos aquellos por quienes alguien murió por su negligencia.
>>Aquí trabajan por la eternidad sin descanso bajo un sol que nunca se oculta construyendo los monumentos del gran Belfegor —aseguró. Yoshi pudo corroborarlo. En un vasto desierto hasta donde la vista alcanzaba miles de esclavos harapientos como él trabajaban sin cesar construyendo edificaciones faraónicas azotados por demonios lobunos, que una vez finalizadas se desmoronaban o eran destruidas según el antojo de Belfegor, sentado en su trono y que asemejaba un dios egipcio con cabeza de chacal.
No tardó mucho para que uno de los demonios empezara a azotarlo para que se pusiera a trabajar y Yoshi debió levantar un pesado bloque de mármol y trasladarlo hacia la enorme e inútil torre que construían a varios kilómetros de distancia…
Hayu, por otro lado, estaba feliz. Había sido liberado del yugo de Yoshi quien fue encontrado muerto de un paro cardiaco en su despacho al día siguiente.
Sin Yoshi pudo su vida volver a la normalidad. Pudo gastar la totalidad de su salario y salir de deudas, reducir su número de horas laboradas para poder descansar y disfrutar, irse a vivir a un lugar mejor y, por supuesto, entablar una relación con Kunichi mientras gastaba el dinero que ahora le sobraba por primera vez en años y dejaba atrás el mal recuerdo de Yoshi. Incluso se casaron y tuvieron hijos. Pasaron siete años y Hayu ya pensaba que su maldición nunca llegaría.
En el séptimo aniversario de su pacto con Belfegor conducía su automóvil de lujo recién comprado cuando comenzó a sentirse enfermo y a toser mucho. Sintió humedad en la mano con la que se cubrió la boca pensando que era sangre pero al vérsela notó que el líquido era verdoso y denso. Se vio además en el retrovisor notando que su piel estaba cubierta por motas rojas.
Corrió al hospital donde colapsó y fue prontamente entubado y llevado a emergencias.
Despertó en una cama de hospital localizada en una facilidad del gobierno, en una habitación aislada del resto del lugar por una ventana de plástico transparente irrompible y hermética. Ante él llegó un médico con su expediente en mano.
—¿Qué sucede? —le preguntó poniéndose de pie— ¿por qué estoy aquí? ¿Dónde está mi esposa?
—Lo lamento, Dr. Takiro —aseguró—, hemos descubierto en usted una extraña enfermedad viral nunca antes vista. Sumamente contagiosa y 100% letal excepto para usted al parecer. Quizás una cepa mutante, no lo sabemos. Nunca habíamos encontrado algo así…
—¿U… una enfermedad?
—Sí, pero no se preocupe, hemos logrado estabilizar los síntomas en usted.
—¿Y por qué estoy aquí?
—Lamentablemente sigue siendo portador y el virus es tan letal que de dispersarse al mundo podría provocar una catástrofe. Tenemos autorización del gobierno para retenerlo indefinidamente. Pero no se preocupe, trabajaremos para encontrar una cura y en cuanto la tengamos lo dejaremos salir —aseguró dándole unos golpecitos al vidrio con el expediente y partiendo, dejando a un desolado Hayu recostado con ambas manos sobre el vidrio mientras comenzaba a llorar en aquél lugar del que jamás saldría.
Amanda sabía que su jefe era corrupto. No era difícil de dilucidar. Ella había llegado a donde estaba por ser perceptiva. Pero, cuando su jefe le ofreció ser parte de la trama, no se pudo negar. Era —después de todo— mucho dinero. Suficiente para vivir cómodamente en alguna bella isla tropical por el resto de su vida. Su jefe, Mike Bronson, había malversado fondos de la compañía por años, moviéndolos con ayuda de ella a unas cuentas secretas en Suiza. Sabían que esta malversación no podría mantenerse por siempre inadvertida así que pronto tendrían que planear su escape. Escape en el que no iría la esposa de Bronson, o eso esperaba Amanda ahora que era su amante. —¿Ya tienes planeado donde pasaremos el resto de nuestras vidas, querido? —le preguntó mientras yacía desnuda a su lado en la cama. —Creo que Aruba será el lugar ideal, cariño —le aseguró. —Eso sí, aun hay un par de asuntos que debemos resolver si queremos que no nos atrapen an
—¡Despierta! —le decía el una voz mientras le abofeteaban la cara. —¡Despierta! Daniela despertó en medio de un oscuro sitio. Su mirada, aturdida, se despejó lentamente y pudo observar donde se le retenía. Era como una amplia bodega donde alguna vez debió existir un taller automotriz, y donde aun tenía manchas de aceite en el piso, a lo lejos un colchón sucio sobre el suelo y más allá un mueble con herramientas. Ella, por su parte, estaba sentada sobre el frío suelo y tenía los brazos sobre su cabeza con las muñecas esposadas y encadenada a una pared. Vestía solo su ropa interior. Su boca tenía el sabor de sangre producto de los bofetones. Estaba además rodeada por varios hombres de aspecto tosco. Al verla despierta uno de ellos llamó por medio de un walki-talki: —¡Está despierta! —dijo. La puerta principal se abrió y por ella entró una mujer de edad madura, de unos cincuenta años. Utilizaba uno de
Jeremy trabajaba como dentista en una prestigiosa clínica de Chicago. Disfrutaba mucho su labor y tenía una gran vocación, especialmente atendiendo niños que era su especialidad. La clínica era administrada por una cooperativa en la cual él era socio como la mayoría de profesionales que ejercían en sus oficinas.Jeremy terminó un día de trabajo y partió para su casa.A diferencia de otras personas, en el caso de Jeremy era justo lo opuesto; odiaba dejar el trabajo y volver a su hogar. Si podía llamársele así.Jeremy convivía en un matrimonio sin amor al lado de su esposa obesa y alcohólica. Aunque nunca fue particularmente hermosa, hubo una vez en que la amó. Pero con el paso del tiempo se convirtió en una repugnante mujer que pasaba todo el día sentada en el sofá, comiendo en exceso, bebiendo y empas
Mindy llegó a su apartamento en la ciudad de Nueva York. Un barrio pobre y peligroso, donde vivía en un viejo edificio de apartamentos. Una pocilga, pero era lo único que podía pagar. A sus 20 años y tras escapar de un hogar abusivo, malvivía en trabajos mal pagados y actividades no siempre legales. Subió por el lobby deseosa de evitar el contacto con su detestable casero, el Sr. Fuller. Fuller era un tipo cuarentón, con calvicie incipiente, papada y panza que se desbordaba por entre la blanca camiseta sin mangas que solía usar, y que pasaba todo el día metido en su oficina sin hacer otra cosa que cobrar rentas y hostigar a los inquilinos, la mayoría de ellos mujeres. Mindy intentaba no topárselo porque sabía que le miraba con una lascivia, desnudándola con la mirada y haciéndola sentir incómoda. —¡Srta. Stevens! —le dijo emergiendo de su oficina antes de que Mindy llegara a la puerta de su departamento que era uno de los primero
Marie y Monique se preparaban para la carrera. Siendo amigas desde pequeñas, ambas habían destacado en la gimnasia y el atletismo y ambas habían ingresado juntas al equipo de carrera de cien metros planos del colegio francés al que asistían. Aquella carrera era fundamental, pues de ella dependería que ingresaran o no al equipo universitario. Las madres de ambas les daban apoyo moral desde la audiencia. En lo físico no podían ser más distintas. Aunque ambas atléticas y esbeltas por sus intereses deportivos, Marie era alta de cabello castaño rizado mientras que Monique era de cabello lacio negro y menos estatura. Marie además tenía ojos azules y Monique verdes. El disparo de partida se dio y ambas corrieron a toda velocidad poniendo en práctica sus muchos años de entrenamiento riguroso y disciplinado. Pero Marie era una corredora nata, quizás su talento devenía de los genético o lo anatómico. Lo cierto es que llegando a la meta entre todas las
Decir que Janet odiaba a su madrastra era probablemente un atenuante. La despreciaba rabiosamente. La adolescente regordeta de 17 años que vestía ropa negra y utilizaba el cabello largo que le cubría la mitad de la cara no siempre había sido infeliz en su hogar. Una vez, muchos años antes, tenía una familia amorosa con su acaudalado padre, presidente de múltiples corporaciones exitosas, y su atenta madre quien siempre le promulgó el mayor cariño. Incluso fue ella quien le regaló como cachorro a su fiel perro gran danés Pinto. Pero su madre murió, y pronto su padre se volvería a casar. La mujer en cuestión se llamaba Casandra y era —por mucho que la odiaba no lo podía negar— genuinamente despampanante. Casandra era rubia, ojiazul, tenía el rostro simétricamente perfecto acompañado de un lunar en la mejilla y un cuerpo espléndido. La mayor parte de su anatomía incluida la perfección de su rostro era producto de un talentoso cirujano plástico, pero eso