CINCO

William estaba tan furioso que decidió tomar las escaleras en lugar de subir en ascensor. Cuando finalmente llegó al piso seis, se sentía un poco menos iracundo. El ejercicio le había ayudado a apaciguar al monstruo que esa chiquilla imprudente había desatado en él.

Tenía pensado encerrarse en su oficina y tomarse un buen montón de pastillas, pero en el vestíbulo, charlando animadamente con la secretaria, se topó con uno de sus colegas. Su nombre era Aaron Fitzmore y siempre tenía una sonrisa amable en el rostro y una verborrea infinita a flor de labios. William lo quería a pesar de su explosivo carácter. No obstante, en cuanto Aaron se volvió a mirarlo y esa sonrisa se amplió casi ridículamente, él pensó que no podía haber elegido un peor momento para aparecer.

Lo último que quería William era charlar.

Tras un parco gesto de reconocimiento, siguió su camino hacia su oficina.

Aaron se despidió de la secretaria y se apresuró a salir detrás de él.

— Hey, ¿qué mosco te picó? — le preguntó, ubicándose a su lado.

— Un mosquito venenoso como una serpiente — respondió William, recordando la forma en que esa chiquilla le había gritado.

— ¿Hablas de un cliente?

William sacudió la cabeza. Jamás había tenido problemas con un cliente y dudaba que fuera a tenerlo alguna vez. Aunque, lo cierto era que ya no estaba seguro de su habilidad para mantener el control de absolutamente todo. Había una fuerza externa desequilibrando su perfectísima torre de naipes.

Se detuvo frente a la puerta de su oficina y la abrió con una brusquedad innecesaria.

— Una estudiante — dijo — Una mocosa imprudente que no parece darse cuenta de su posición. Soy el maestro, no un maldito compañero de escuela.

Como William pocas veces decía una palabrota, Aaron supo que la cosa estaba más o menos fea. Esa estudiante de la que hablaba, debía ser un verdadero problema.

Reafirmó aquello cuando vio a William presionar los botones de la máquina de cafés, que había emplazada en un rincón de su oficina, como si quisiera romperlos.

— Tengo al menos una hora libre por si quieres hablar sobre esa pequeña molestia — propuso.

La máquina de cafés chirrió de modo que se ganó un presto golpe de puño.

— Lo último que quiero es hablar de ella — replicó William.

Otro chirrido y la maquina finalmente concluyó la labor de preparación de un latte que de seguro estaría aguado. Hace semanas que la dichosa maquina presentaba problemas con el filtro.

William lo cogió y bebió un sorbo que lo calmó apenas un momento.

— ¿Lo mismo? — preguntó, aludiendo al café.

— Con extra azúcar, ya me conoces — contestó Aaron, tomando lugar en el cómodo sofá dispuesto en una esquina de la oficina. Dejó escapar un suspiro de relajo y agregó —  Volviendo al asunto de esa chiquilla imprudente, hablar te servirá para desquitarte un poco. Siempre estás guardándote lo que te enfada, como si quejarse estuviese prohibido. Además, la docencia es en sí misma problemática. Quejarte es parte de la profesión.

— Pues yo no había tenido mayores problemas — William cogió el café terminado y lo extendió hacia Aaron — Mi sistema de enseñanza es simple. El que quiere aprender, que se calle y me escuche. El que no, que se largue. Pero esa chica no hace ni lo uno ni lo otro.

Aaron dio un sorbo a su café y mientras lo hacía notó la tensión con la que William apretaba su respectivo vaso de café. William Horvatt siempre había sido un hombre serio, impasible y de carácter más bien huraño. Su afán por lucir compuesto y su obsesión por mantener el control de todo lo que se hallaba en su perímetro de alcance eran tan incompatibles con muestras de desánimo o perturbación, que verlo ahora mismo así, casi palpablemente, alterado resultaba una cuestión como mínimo fascinante.

Aunque, de seguro, lo más fascinante de todo fuera el hecho de que había en el mundo una mujer capaz de desviar al correctísimo Horvatt de su centro.

— ¿Cómo se llama la chica? — preguntó, curioso.

William apretó los labios.

— ¿Acaso importa? — replicó.

— Importa, claro que sí — Aaron lo apuntó con un dedo — Mírate nada más, estás completamente fuera de tu eje. Alguien debería erigirle un monumento a esa chica por lograr tal hazaña. 

— Idiota — replicó William, pero de todas formas el comentario consiguió sacarle una sonrisa.

Dio otro sorbo a su café. Al mismo tiempo pensó en esa chiquilla y en el hecho de que sí, efectivamente ella era la primera persona en todo el condenado mundo que lo había desviado de su perfectísimo camino. Pero tampoco debía preocuparle, era cosa de tiempo hasta que esa chica se diera cuenta del error que estaba cometiendo.

Su superflua rebelión no duraría demasiado. Por supuesto que no.

...

William llegó a las diez en punto a su apartamento, un amplio loft ubicado en un barrio adinerado de la ciudad. Solo con encajar la llave y moverla hacia la derecha se dio cuenta de que había alguien dentro.

Él siempre cerraba con doble chapa.

Pensando que no era un buen momento para recibir visitas, dio un paso dentro de su apartamento y se encontró con una chaqueta colgada en el perchero del vestíbulo. Sobre la mesa, una cartera y unas llaves de auto. Adentrándose un poco más, pudo oír que alguien hablaba por teléfono. Y en el living finalmente halló a su visitante. Era Elena Folks, la mujer con la que llevaba casi un año de compromiso, pero a quien apenas veía dos o tres veces por semana cuando ella recordaba ir a visitarlo y cuando él recordaba regresar a casa a tiempo para recibirla.

Ella colgó rápidamente la llamada al verlo. Con una sonrisa se acercó para besarlo, pero fue un beso fugaz que ninguno de los dos intentó profundizar. A veces — o la mayoría de las veces — parecían dos desconocidos forzados a intimar.

— ¿Cómo estás? — preguntó ella.

William se llevó una mano a la sien, donde tenía alojado un dolor que punzaba como una herida.

— Bien, como siempre — respondió, porque Elena no iba a darse cuenta de que estaba mintiendo — ¿Y tú?

— Un poco saturada de trabajo, ¿sabes? — respondió, acomodándose las gafas — Me ha tocado un cliente realmente difícil. He intentado de todo para que acepte un acuerdo, pero se niega. Como si tuviese mejores opciones... — se calló y sacudió la cabeza un poco — No importa. Ya debo irme, Bill. Esperaba que llegaras más temprano.

William se disculpó, aunque ambos sabían que estaban fingiendo que les dolía no verse. Por un lado, ella no había avisado que vendría precisamente porque poco le importaba si él estaba allí para recibirla, y por otro, él de todos modos habría seguido metido en su trabajo si ella lo llamaba. Si iban a casarse era porque correspondía que lo hicieran.

Tras una breve despedida, él la acompañó hasta la puerta. Descolgó la chaqueta del perchero, cogió la cartera y extendió todo hacia ella con la caballerosidad que lo caracterizaba. Elena se lo agradeció con una sonrisa. Con un "te veo pronto" la visita llegó a su fin.

Entonces él cerró la puerta, fue directamente hacia el ostentoso bar que tenía en su living y se sirvió un discreto vaso de whisky con dos cubos de hielo. A continuación, fue al sofá de cuero negro para sentarse a beber mientras revisaba un poco más de trabajo.

Tenía más ganas de dormir que cualquier cosa, pero de igual modo encendió su notebook con el propósito de contestar varios de los mails que había dejado pendientes. Entre ellos figuraba el último mensaje que había enviado esa estudiante imprudente en un tono sumamente informal y confianzudo. O ella desconocía en lo absoluto las normas sociales o había decidido ignorarlas por completo. ¿Dónde estaba el "estimado profesor"? ¿O el "señor Horvatt"? ¿Y los "saludos cordiales"?

Encima, había tenido el atrevimiento y el descaro de acusarlo a él de ser imposible de tratar, cuando ella, con esa lengua imprudente y esa falta absoluta de modales, era un verdadero dolor de cabeza.

Motivado por el recuerdo de aquel enfrentamiento, abrió el trabajo que ella había enviado y se dispuso a calificarlo con la nota mínima. Sin embargo, a tiempo se percató de lo que hacía y tuvo que tomar un sorbo de whisky para recuperar un poco de compostura. Él no era un mocoso que actuaba motivado por las represalias. La chica en cuestión era una verdadera pesadilla, sí, pero eso no tenía nada que ver con su rendimiento académico. Además, la había sorprendido leyendo ese libro de Effiel que seguramente poca gente leería y entendería, así que ella bien podría sorprenderlo con un buen trabajo que contrastaría con su nula capacidad de comportarse de acuerdo a las circunstancias. Y él tendría que calificarlo con buena nota porque eso era lo que correspondía.

Tras beber el resto del contenido de su vaso de un solo sorbo, comenzó la lectura de un trabajo poco prolijo, pero bastante certero en el contenido. La chica no tenía problemas en hilar las ideas, pero casi podía percibir su impulsividad en algunas palabras mal escritas o incompletas, como si estuviese desesperada por acabar o tuviere repentinamente un arranque de creatividad que le imposibilitara ordenar las ideas. Al final tuvo que reconocer que el trabajo estaba bien. O más que bien. La muchacha comprendía el contenido bastante bien a pesar de ser de primer año y lo explicaba todo con coherencia, más allá de sus abruptos errores gramaticales, los que ciertamente podía pasar por alto.

Sin embargo, decidió hacérselo notar. Hubo algo de venganza e inmadurez impropia en él, pero qué demonios, quería corregir a esa muchacha un poco. La calificó con un ocho, pero le hizo presente cada uno de los errores ortográficos y las palabras mal tecleadas. Luego, se arrepintió de su caprichosa actitud y pensó en rectificarlo manteniendo la calificación, pero borrando toda observación.

No lo hizo.

En realidad, fue por otro vaso de whisky, regresó al computador y mientras le daba un profuso sorbo al contenido, decidió mantener las correcciones tal como estaban e hizo énfasis, solo por malicia, en la necesidad de revisar bien el contenido de lo que se escribía ante de enviarlo a un profesor. Finalmente, presionó la tecla de envío, para luego recargarse contra el respaldo del sofá con una sonrisita de triunfo.

¿Qué estaba celebrando exactamente?

No tenía la menor idea, pero igual. A veces resultaba divertido actuar como un completo crío.

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