Mariana salió de la empresa con paso rápido, casi corriendo. Su jefe, Andrés Londoño, le había exigido un café y, aunque sabía que era una excusa para fastidiarla, no tenía opción. Había vuelto para vengarse de ella, estaba segura de eso.
Con el corazón latiendo con fuerza, llegó a la cafetería de la esquina. No había mucha gente, lo que le permitió pedir sin demoras. —Un café americano, por favor. Dos de azúcar —pidió con voz firme. La barista le sonrió mientras preparaba el pedido. Mariana aprovechó ese instante para respirar hondo. No debía dejar que Andrés la afectara, pero era imposible. Sabía que la odiaba por lo que pasó en el pasado, pero, ¿de verdad era necesario ser tan cruel? Le entregaron el café, pagó rápidamente y salió de nuevo hacia la empresa. En el ascensor, apretó los labios. La situación la frustraba, pero no permitiría que él la viera débil. Al llegar a la oficina de presidencia, empujó la puerta y entró con determinación. —Aquí está el café, señor Londoño —dijo, dejando el vaso sobre su escritorio. Andrés levantó la vista de unos documentos y la miró con frialdad. Agarró el vaso, le quitó la tapa y bebió un sorbo. De repente, su expresión se torció con asco. —Llegó tarde tres minutos —espetó, y sin previo aviso, escupió el café en su dirección. El líquido caliente salpicó el rostro de Mariana, que retrocedió atónita. El enojo y la humillación la golpearon con fuerza. —Ese café está dulce, sabe feo y además está frío. No lo quiero. Tráeme otro, Mariana —ordenó con arrogancia. Mariana se quedó paralizada, sintiendo la rabia burbujeando en su interior. —Te traje el café como te gusta, Andrés. Si vuelvo a la cafetería me atrasaré con mi trabajo —protestó, cruzándose de brazos. Él se inclinó sobre el escritorio, con una sonrisa burlona. —Este es tu trabajo. Obedecer mis órdenes. Así que muévete y tráeme otro café. Y esta vez, que no esté frío. Mariana lo fulminó con la mirada antes de girarse sobre sus talones y salir de la oficina con pasos firmes. Apenas cruzó la puerta, apretó los puños. —Maldito desgraciado… —murmuró con furia. Estaba claro que Andrés estaba disfrutando hacerle la vida imposible. Volvió a la cafetería sintiendo que el coraje la quemaba por dentro. Esta vez, pidió un café con una sola cucharada de azúcar, asegurándose de que estuviera caliente. Regresó a la empresa y entró en la oficina de Andrés con el vaso en la mano. —Aquí tiene su café —dijo con voz tensa. Andrés lo tomó, le dio un sorbo y luego lo dejó sobre el escritorio con un gesto de fastidio. —No está bien. Tráeme otro. Mariana sintió que le hervía la sangre. —Pero… —Sin peros, Mariana. Ve y hazlo bien esta vez. La rabia la consumía, pero sabía que discutir con él no serviría de nada. Salió de nuevo, murmurando maldiciones por lo bajo. Así la tuvo por una hora. Una y otra vez, la mandaba por café solo para rechazarlo. Sus pies le dolían, sus piernas comenzaban a temblar de cansancio, pero se negó a rendirse. No le daría el placer de verla derrotada. En su último viaje a la cafetería, tomó una decisión. —Dame todas las clases de café que tengas —pidió con una sonrisa falsa. La barista la miró con sorpresa, pero obedeció. Mariana pagó y volvió a la empresa con una bandeja llena de vasos. Al entrar en la oficina de Andrés, dejó la bandeja sobre su escritorio con un golpe seco. —Aquí tiene, señor Londoño. Le traje todos los cafés del menú. Puede tomar el que le guste. Andrés levantó la vista y arqueó una ceja, divertido. —Ya no quiero café —dijo con una sonrisa cruel—. Ahora quiero un té. Mariana sintió que su paciencia se rompía como un cristal estrellado. —¿Un té? —repitió con incredulidad. —Sí. Y mientras vas por él, quiero que organices y archives todas esas carpetas que están en tu escritorio. Así que prepárate para quedarte hasta tarde. Mariana respiró hondo. Si se dejaba llevar por la ira, podría terminar estrellándole la bandeja en la cabeza, y aunque sería satisfactorio, también significaría quedarse sin trabajo. Con una sonrisa tensa, se giró hacia la puerta. —Ya voy por su té, señor Londoño —dijo entre dientes. Y sin más, cerró la puerta con un fuerte golpe, dejando a Andrés con una expresión de satisfacción en el rostro. Mariana salió de la cafetería con el vaso de té en la mano, caminando con rapidez por las calles hasta llegar a la empresa. Sentía el corazón acelerado, y no solo por el ritmo con el que se movía, sino porque sabía que volver a la oficina de Andrés siempre terminaba mal. Entró en la empresa, saludó con una leve inclinación de cabeza a la recepcionista y se dirigió directamente a la oficina de Andrés. Inspiró profundo antes de tocar la puerta y, sin esperar respuesta, entró. Andrés estaba sentado detrás de su escritorio, revisando unos documentos, con el ceño fruncido y la mandíbula apretada, como siempre que ella estaba cerca. Sin levantar la vista, le habló con su tono seco de siempre. —Déjalo ahí. Mariana sintió una punzada en el pecho. Antes, cuando aún estaban juntos, él le sonreía al recibir su café, incluso le agradecía con un beso en la frente o un roce de sus dedos en su mano. Ahora, ni siquiera la miraba. Colocó el vaso sobre el escritorio con cuidado y dio un paso atrás, dispuesta a irse de inmediato, pero la voz de Andrés la detuvo. —Llévate el té, ya no lo quiero. Está frío. Levantó la mano con el vaso extendido, esperando que Mariana lo tomara. Ella dudó por un segundo antes de alcanzarlo. Pero justo cuando sus dedos rodearon el cartón, Andrés inclinó el vaso apenas un poco, lo suficiente para que el líquido derramado empapara la blusa de Mariana. El contacto del té frío con su piel la hizo estremecer, pero más que eso, lo que le dolió fue la intención detrás de ese gesto. No fue solo un accidente. Andrés lo había hecho a propósito. Mariana sintió las lágrimas arder en sus ojos mientras lo miraba con incredulidad. —¿Por qué me haces esto? —su voz tembló, al igual que su barbilla. Andrés no dijo nada. Su mirada se mantuvo fija en su escritorio, como si lo que acababa de hacer no tuviera importancia, como si ella fuera una molestia de la que quería deshacerse cuanto antes. —¿Es tanto el odio que me tienes? —continuó Mariana, sin poder contener el dolor en su voz—. Ya supéralo, Andrés Londoño. Dio media vuelta y salió de la oficina con pasos apresurados. No quería que la viera llorar, no quería darle la satisfacción de saber que la había herido otra vez. Al llegar a su escritorio, dejó caer su bolso sobre la mesa y se dejó caer en la silla, tapándose el rostro con ambas manos. Las lágrimas corrían por sus mejillas sin control. —Mariana, ¿estás bien? —preguntó Sofía, su amiga y compañera de trabajo, acercándose con el ceño fruncido de preocupación. Mariana negó con la cabeza sin levantarla. —No estoy bien —susurró, con la voz rota—. Necesito ropa para cambiarme. —Yo te consigo algo, no te preocupes. Sofía caminó hasta su escritorio y sacó una muda de ropa de su bolso. Le tendió una camisa y un pantalón a Mariana con una sonrisa reconfortante. —Toma, cámbiate. Ya falta poco para salir. Mariana tomó la ropa con manos temblorosas y comenzó a abotonarse la camisa. —Hoy me demoro, saldré tarde, Sofía. Me preocupan los niños. Sofía cruzó los brazos, mirándola con ternura. —No te preocupes por los terremotos, yo los recojo de la escuela y los cuido. Además, te tengo comida. Mariana levantó la vista, sorprendida. —¿En serio harías eso por mí? —Claro que sí, ¿qué clase de amiga sería si no lo hiciera? —respondió Sofía, rodeándola con un abrazo cálido—. Anda, ve al baño a terminar de arreglarte, yo me encargo de todo. Mariana sintió un nudo en la garganta. Tener a Sofía en su vida era un regalo, un ancla en medio del caos. Cuando terminó de cambiarse, se miró en el espejo del baño y vio a una mujer que no reconocía del todo. Sus ojos estaban rojos de tanto llorar, su rostro pálido y cansado. ¿Cuándo se había convertido en esto? ¿Cuándo había dejado que el amor que sentía por Andrés la destruyera así?... Continuara...Mariana dejó escapar un suspiro agotado mientras se acomodaba mejor en la silla. Había pasado horas organizando documentos, archivando y asegurándose de que todo estuviera en orden. Miró el reloj: eran las once de la noche. Demasiado tarde. Se frotó los ojos cansados, recogió su bolso y salió de la empresa con un solo pensamiento en mente: llegar a casa y descansar.El taxi la dejó frente a su edificio. Al entrar, un cálido aroma a comida casera la envolvió. En la mesa del comedor, Sofía la esperaba con un plato de comida humeante.—Gracias, Sofía —susurró Mariana, llevándose el primer bocado a la boca—. Esto es delicioso, amiga.—Me alegra que te guste —respondió Sofía con una sonrisa amable—. Sabía que llegarías cansada.Mariana apenas había tomado un par de bocados cuando su teléfono vibró sobre la mesa. Frunció el ceño al ver el nombre en la pantalla.—No puede ser… —murmuró, y deslizó el dedo para contestar.—¿Qué quieres, Andrés, a esta hora?—Tengo hambre y quiero que me traiga
El despertador sonó a las cinco de la mañana. Mariana suspiró pesadamente y apagó la alarma con un movimiento torpe de la mano. Se frotó los ojos y se quedó unos segundos mirando el techo. Sabía que su día sería largo, pero no tenía opción. Desde que Andrés se había convertido en su jefe, su vida se había vuelto una tortura.Miró de reojo a su hijo, Nicolás, que dormía plácidamente abrazado a su osito de peluche. Sonrió con ternura y se inclinó para dejarle un beso en la frente.—Mi príncipe, es hora de levantarte, mi amorcito —susurró con dulzura, dejándole pequeños besos por toda su carita.Nicolás se removió en la cama, murmuró algo incomprensible y luego se estiró con pereza.—Mami… mamita… buenos días —dijo con voz soñolienta mientras se sentaba en la cama y se restregaban los ojitos.Mariana sonrió y le acarició el cabello.—Buenos días, mi amor. Vamos, hay que darse un baño y prepararse.Nicolás bostezó y miró por la ventana. Todavía estaba oscuro afuera. Se cruzó de brazos e h
Andrés acortó la distancia entre él y Mariana, su corazón palpitaba con fuerza, sintiendo una mezcla de rabia, frustración y una pizca de esperanza. Necesitaba escucharla, necesitaba saber que no todo había sido en vano.—Dime que te arrepientes de haberme dejado, Mariana —exclamó con la voz cargada de emoción.Mariana, con la mirada fría y el rostro inexpresivo, tomó el plato con el desayuno de Andrés y caminó hacia el comedor, sin siquiera voltear a verlo.—Para nada —respondió con una indiferencia que lo descolocó.Andrés sintió cómo la rabia se apoderaba de su cuerpo. ¿Cómo podía responderle así? ¿Cómo podía decirle que no se arrepentía, después de todo lo que habían vivido juntos? Su mandíbula se tensó y apretó los puños con fuerza.Se levantó abruptamente de la mesa, sintiendo que si se quedaba un segundo más allí, podría decirle algo de lo que después se arrepentiría. Respiró hondo, tratando de calmarse. No quería explotar. No quería tratarla mal.—Andrés —lo llamó ella cuando
Mariana se separó del abrazo de Sofía y se secó las lágrimas con la manga de su blusa. No quería seguir llorando, no podía permitirse mostrarse débil en el trabajo. Respiró hondo y trató de recomponerse, aunque el nudo en su garganta seguía presente.—Tenemos que ir a trabajar… No quiero que Andrés se enoje de nuevo y me haga quedar mal delante de mis compañeros —susurró con la voz temblorosa, saliendo del baño con pasos apresurados.Sofía la observó con tristeza, deseando poder hacer algo más por ella. Pero conocía a Mariana, sabía que no permitiría que nadie más la defendiera.De vuelta en la oficina, Mariana se sentó en su escritorio y comenzó a organizar unos archivos que tenía pendientes para subir a la computadora. Intentaba concentrarse, pero su mente volvía una y otra vez a la humillación de esa mañana, cuando Andrés la había reprendido frente a todos por un error mínimo en un informe. Lo había hecho solo para hacerle quedar mal y ella lo sabía. Andrés disfrutaba haciéndola s
Mariana apagó la computadora con un suspiro pesado. Había sido un día largo en la oficina, como todos los días desde que Andrés decidió que ella debía pagar las consecuencias de un pasado que no podía cambiar.—Mariana, ¿estás lista para irnos? —preguntó Sofía mientras tomaba su bolso y el celular.—Vámonos antes de que salga el gruñón de mi jefe y me haga quedar hasta tarde. No quiero perder ni un minuto para recoger a mi pequeño solecito —contestó Mariana con una sonrisa cansada.Las dos mujeres salieron de la empresa entre risas y charlas. El aire fresco de la tarde las recibió con un suave abrazo, alejando por un momento el estrés del día. Mariana se ajustó el bolso al hombro y miró a su amiga con una expresión de resignación.—No tengo ni para pagar el autobús —dijo con una sonrisa, como si fuera una broma, aunque en su mirada se reflejaba la verdad.Sofía la miró con incredulidad.—¿En serio, Mariana? No puedo creerlo. Siempre has sido tan organizada con el dinero.—Lo sé… pero
Andrés sintió que el aire se volvía denso, que el peso en su pecho le impedía respirar bien. La puerta se cerró con un golpe seco, como un eco cruel de lo que acababa de suceder , eso significaba que Mariana se había ido y que podía perderla está vez para siempre. En su interior, algo se rompió en mil pedazos. Él no podía dejarla ir otra vez , no sin luchar por ese amor que crecía cada día más y más dentro de su corazón, pero su maldito orgullo lo tenía segado.—¡Mariana, espera! —gritó con angustia.Pero ella no se detuvo. Ni siquiera se volteó a mirarlo. Caminó con prisa, con la cabeza en alto, como si su grito no hubiera sido más que el murmullo y eco del viento.Andrés no lo pensó dos veces. Corrió tras ella impulsado por la desesperación, por el miedo de perderla definitivamente. Cuando la alcanzó, la sujetó del brazo con firmeza y la giró con suavidad, obligándola a mirarlo.Se quedaron frente a frente. Sus miradas se encontraron en un choque de emociones contenidas. El corazón
Andrés y Mariana llegaron al hospital a toda prisa. Ella se bajó del auto sin esperar a que él estacionara, con las lágrimas nublando su visión y un temblor incontrolable en sus manos, sentía miedo por lo que le haya pasado a Nicolás.—Mariana, espera —gritó Andrés al verla correr hacia la entrada del hospital.Pero ella no podía detenerse. Su corazón latía con fuerza, sintiendo una angustia sofocante que le impedía respirar con normalidad. Andrés corrió tras ella y, al alcanzarla, la sujetó por los hombros con firmeza, obligándola a mirarlo.—Tienes que calmarte —susurró, mirándola a los ojos, tratando de transmitirle seguridad.Mariana negó con la cabeza. ¿Cómo podía calmarse cuando la vida de su hijo pendía de un hilo? Un sollozo escapó de su pecho, y Andrés, sin pensarlo dos veces, la abrazó con fuerza.—Vamos juntos —dijo él con voz serena—. No estás sola en estos momentos..Mariana dejó que Andrés la guiara hasta la recepción. Su cuerpo temblaba, y su mente no podía dejar de ima
El olor a desinfectante impregnó cada rincón de la sala de espera del hospital. Mariana se mantenía de pie, con los brazos cruzados y la mirada fija en la puerta de la habitación donde Nicolás seguía en coma. Dos días. Dos días sin escuchar su voz, sin ver sus ojos abiertos, sin sentir el calor de sus pequeñas manos aferrándose a las suyas. Su hijo, su pequeño Nicolás, yacía en esa cama fría, conectado a máquinas que parecían reemplazar sus funciones vitales.Sintió un nudo en la garganta cuando la ansiedad la golpeó con fuerza. No había probado bocado desde que lo ingresaron de emergencia, y aunque su cuerpo comenzaba a fallarle, su mente solo podía concentrarse en una cosa: que Nicolás despertara.—Mariana, necesitas comer algo —insistió Andrés, acercándose con un café en la mano.Su voz era firme, pero en su mirada se reflejaba la misma preocupación que ella sentía.—No tengo hambre, Andrés —respondió sin voltear a verlo—. Solo quiero que Nicolás despierte y saber que todo está bie