CAPITULO 5

Mariana dejó escapar un suspiro agotado mientras se acomodaba mejor en la silla. Había pasado horas organizando documentos, archivando y asegurándose de que todo estuviera en orden. Miró el reloj: eran las once de la noche. Demasiado tarde. Se frotó los ojos cansados, recogió su bolso y salió de la empresa con un solo pensamiento en mente: llegar a casa y descansar.

El taxi la dejó frente a su edificio. Al entrar, un cálido aroma a comida casera la envolvió. En la mesa del comedor, Sofía la esperaba con un plato de comida humeante.

—Gracias, Sofía —susurró Mariana, llevándose el primer bocado a la boca—. Esto es delicioso, amiga.

—Me alegra que te guste —respondió Sofía con una sonrisa amable—. Sabía que llegarías cansada.

Mariana apenas había tomado un par de bocados cuando su teléfono vibró sobre la mesa. Frunció el ceño al ver el nombre en la pantalla.

—No puede ser… —murmuró, y deslizó el dedo para contestar.

—¿Qué quieres, Andrés, a esta hora?

—Tengo hambre y quiero que me traigas mi comida.

Mariana parpadeó incrédula.

—¿Perdón?

—Quiero que me traigas una pizza y comida japonesa.

—Andrés, son las once y media de la noche. Acabo de llegar de la empresa y tengo sueño. Llama y pide comida.

—Tienes una hora para llegar —dijo él con un tono de evidente satisfacción antes de colgar.

Mariana cerró los ojos y respiró hondo, conteniendo el impulso de lanzar el teléfono contra la mesa.

—Lo odio, Sofía —gruñó, levantándose de la silla—. No puedo perder este trabajo.

Buscó su chaqueta y su bolso con movimientos bruscos. Sofía la observó con preocupación.

—Mariana, esto es abuso. No tienes por qué soportarlo.

—Tengo que hacerlo —susurró—. Mis hijos dependen de mí.

Tomó un taxi nuevamente, sintiendo cómo el cansancio pesaba en su cuerpo. Durante el trayecto, intentó convencerse de que esto era solo un mal momento, que pronto podría encontrar algo mejor, pero una parte de ella sabía que Andrés siempre encontraba la forma de hacerle la vida imposible.

Llegó al restaurante japonés y se bajó con rapidez. Al entrar, fue recibida por el aroma de soya, jengibre y pescado fresco. El lugar estaba casi vacío a esa hora, salvo por un par de clientes en una esquina y los empleados que ya limpiaban para cerrar.

Se acercó al mostrador y el joven que atendía la miró con sorpresa.

—Buenas noches, señorita. Estamos a punto de cerrar.

—Por favor, necesito hacer un pedido urgente —dijo, esforzándose por sonar amable—. Sushi variado y una orden de tempura.

El chico suspiró pero asintió, dándole el total. Mariana pagó y esperó apoyada en el mostrador, sintiendo cómo el sueño la invadía.

Mientras preparaban su pedido, sacó el teléfono y revisó mensajes. Nada importante. Solo la insistente notificación de un nuevo correo de Andrés con más instrucciones para la mañana.

—Aquí tienes, señorita —dijo el joven, entregándole la bolsa con la comida.

—Gracias.

Salió del restaurante y tomó otro taxi hacia la pizzería. Ya eran casi las doce y media.

Cuando finalmente tuvo todo el pedido, le dio al taxista la dirección de Andrés. Sabía que la mansión estaría silenciosa a esa hora, pero que él estaría despierto, esperando su comida con una actitud de superioridad insoportable.

Al llegar, el guardia la reconoció y la dejó pasar sin problemas. Caminó hasta la puerta principal, tocó el timbre y esperó.

Unos segundos después, Andrés abrió la puerta. Estaba descalzo, con una camiseta negra y pantalones de pijama. Su cabello despeinado indicaba que había estado recostado, probablemente viendo televisión o revisando documentos.

—Te tomó más de una hora —comentó con una sonrisa de suficiencia.

Mariana le extendió las bolsas con la comida, sin molestarse en responderle. Andrés las tomó con calma, pero en lugar de dejarla ir, se apoyó en el marco de la puerta y la observó con descaro.

—¿Tienes algo que decirme?

Mariana entrecerró los ojos, apretando los puños.

—Sí. Es ridículo que me hagas venir a esta hora solo porque te dio hambre. ¿No podías pedirlo tú mismo?

Andrés arqueó una ceja.

—Soy tu jefe. Te pago un sueldo.

—¡Eso no significa que tengas derecho a tratarme como tu sirvienta personal!

—Significa que haces lo que te digo.

Mariana sintió un nudo en la garganta.

—Tienes dinero de sobra. Podrías haber llamado a cualquier restaurante y pedir servicio a domicilio, pero no. Tenías que molestarme a mí, después de que pasé todo el día trabajando.

Andrés sonrió con burla.

—Si no puedes seguir instrucciones, puedes renunciar.

Mariana sintió que la sangre le hervía.

—¿Eso quieres? ¿Que renuncie? ¿Para después decir que soy una desagradecida?

Él se encogió de hombros.

—No me importa cómo lo tomes. Lo que importa es que sigas mis órdenes.

—No eres más que un caprichoso —espetó ella, sintiendo que el agotamiento y la rabia se mezclaban peligrosamente—. Si crees que voy a estar a tu disposición las veinticuatro horas del día, estás muy equivocado.

Andrés se inclinó un poco hacia ella, con esa sonrisa arrogante que Mariana odiaba.

—Eso está por verse.

Ella lo fulminó con la mirada, giró sobre sus talones y salió de la mansión sin decir otra palabra. Andrés la siguió con la mirada y abrió rápido la puerta para decir las siguientes palabras qué dejaron a Mariana sin saber qué decir.

—Mañana debes estar aquí a las siete de la mañana para que me hagas el desayuno , me alistes mi ropa y me ayudes a hacer el maldito nudo a la corbata , no puedes llegar más tarde de las siete y media Mariana—gritó Andrés con orgullo y su venganza estaba saliendo a la perfección.

Mariana no dijo nada, simplemente siguió su camino hasta la salida y allí se subió al taxi, con una sonrisa

cálida y le pidió al taxista que la llevará de regreso a casa, sintió que sus manos temblaban de la ira contenida. Estaba furiosa, agotada y frustrada. Pero lo peor de todo era que Andrés tenía razón en algo: necesitaba el trabajo. Y él lo sabía, por eso se estaba aprovechando de la situación.

Esa noche, mientras se acostaba en su cama, no pudo evitar preguntarse cuánto más podría soportar antes de explotar...

Continuara...

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