Mariana dejó escapar un suspiro agotado mientras se acomodaba mejor en la silla. Había pasado horas organizando documentos, archivando y asegurándose de que todo estuviera en orden. Miró el reloj: eran las once de la noche. Demasiado tarde. Se frotó los ojos cansados, recogió su bolso y salió de la empresa con un solo pensamiento en mente: llegar a casa y descansar.
El taxi la dejó frente a su edificio. Al entrar, un cálido aroma a comida casera la envolvió. En la mesa del comedor, Sofía la esperaba con un plato de comida humeante. —Gracias, Sofía —susurró Mariana, llevándose el primer bocado a la boca—. Esto es delicioso, amiga. —Me alegra que te guste —respondió Sofía con una sonrisa amable—. Sabía que llegarías cansada. Mariana apenas había tomado un par de bocados cuando su teléfono vibró sobre la mesa. Frunció el ceño al ver el nombre en la pantalla. —No puede ser… —murmuró, y deslizó el dedo para contestar. —¿Qué quieres, Andrés, a esta hora? —Tengo hambre y quiero que me traigas mi comida. Mariana parpadeó incrédula. —¿Perdón? —Quiero que me traigas una pizza y comida japonesa. —Andrés, son las once y media de la noche. Acabo de llegar de la empresa y tengo sueño. Llama y pide comida. —Tienes una hora para llegar —dijo él con un tono de evidente satisfacción antes de colgar. Mariana cerró los ojos y respiró hondo, conteniendo el impulso de lanzar el teléfono contra la mesa. —Lo odio, Sofía —gruñó, levantándose de la silla—. No puedo perder este trabajo. Buscó su chaqueta y su bolso con movimientos bruscos. Sofía la observó con preocupación. —Mariana, esto es abuso. No tienes por qué soportarlo. —Tengo que hacerlo —susurró—. Mis hijos dependen de mí. Tomó un taxi nuevamente, sintiendo cómo el cansancio pesaba en su cuerpo. Durante el trayecto, intentó convencerse de que esto era solo un mal momento, que pronto podría encontrar algo mejor, pero una parte de ella sabía que Andrés siempre encontraba la forma de hacerle la vida imposible. Llegó al restaurante japonés y se bajó con rapidez. Al entrar, fue recibida por el aroma de soya, jengibre y pescado fresco. El lugar estaba casi vacío a esa hora, salvo por un par de clientes en una esquina y los empleados que ya limpiaban para cerrar. Se acercó al mostrador y el joven que atendía la miró con sorpresa. —Buenas noches, señorita. Estamos a punto de cerrar. —Por favor, necesito hacer un pedido urgente —dijo, esforzándose por sonar amable—. Sushi variado y una orden de tempura. El chico suspiró pero asintió, dándole el total. Mariana pagó y esperó apoyada en el mostrador, sintiendo cómo el sueño la invadía. Mientras preparaban su pedido, sacó el teléfono y revisó mensajes. Nada importante. Solo la insistente notificación de un nuevo correo de Andrés con más instrucciones para la mañana. —Aquí tienes, señorita —dijo el joven, entregándole la bolsa con la comida. —Gracias. Salió del restaurante y tomó otro taxi hacia la pizzería. Ya eran casi las doce y media. Cuando finalmente tuvo todo el pedido, le dio al taxista la dirección de Andrés. Sabía que la mansión estaría silenciosa a esa hora, pero que él estaría despierto, esperando su comida con una actitud de superioridad insoportable. Al llegar, el guardia la reconoció y la dejó pasar sin problemas. Caminó hasta la puerta principal, tocó el timbre y esperó. Unos segundos después, Andrés abrió la puerta. Estaba descalzo, con una camiseta negra y pantalones de pijama. Su cabello despeinado indicaba que había estado recostado, probablemente viendo televisión o revisando documentos. —Te tomó más de una hora —comentó con una sonrisa de suficiencia. Mariana le extendió las bolsas con la comida, sin molestarse en responderle. Andrés las tomó con calma, pero en lugar de dejarla ir, se apoyó en el marco de la puerta y la observó con descaro. —¿Tienes algo que decirme? Mariana entrecerró los ojos, apretando los puños. —Sí. Es ridículo que me hagas venir a esta hora solo porque te dio hambre. ¿No podías pedirlo tú mismo? Andrés arqueó una ceja. —Soy tu jefe. Te pago un sueldo. —¡Eso no significa que tengas derecho a tratarme como tu sirvienta personal! —Significa que haces lo que te digo. Mariana sintió un nudo en la garganta. —Tienes dinero de sobra. Podrías haber llamado a cualquier restaurante y pedir servicio a domicilio, pero no. Tenías que molestarme a mí, después de que pasé todo el día trabajando. Andrés sonrió con burla. —Si no puedes seguir instrucciones, puedes renunciar. Mariana sintió que la sangre le hervía. —¿Eso quieres? ¿Que renuncie? ¿Para después decir que soy una desagradecida? Él se encogió de hombros. —No me importa cómo lo tomes. Lo que importa es que sigas mis órdenes. —No eres más que un caprichoso —espetó ella, sintiendo que el agotamiento y la rabia se mezclaban peligrosamente—. Si crees que voy a estar a tu disposición las veinticuatro horas del día, estás muy equivocado. Andrés se inclinó un poco hacia ella, con esa sonrisa arrogante que Mariana odiaba. —Eso está por verse. Ella lo fulminó con la mirada, giró sobre sus talones y salió de la mansión sin decir otra palabra. Andrés la siguió con la mirada y abrió rápido la puerta para decir las siguientes palabras qué dejaron a Mariana sin saber qué decir. —Mañana debes estar aquí a las siete de la mañana para que me hagas el desayuno , me alistes mi ropa y me ayudes a hacer el maldito nudo a la corbata , no puedes llegar más tarde de las siete y media Mariana—gritó Andrés con orgullo y su venganza estaba saliendo a la perfección. Mariana no dijo nada, simplemente siguió su camino hasta la salida y allí se subió al taxi, con una sonrisa cálida y le pidió al taxista que la llevará de regreso a casa, sintió que sus manos temblaban de la ira contenida. Estaba furiosa, agotada y frustrada. Pero lo peor de todo era que Andrés tenía razón en algo: necesitaba el trabajo. Y él lo sabía, por eso se estaba aprovechando de la situación. Esa noche, mientras se acostaba en su cama, no pudo evitar preguntarse cuánto más podría soportar antes de explotar... Continuara...El despertador sonó a las cinco de la mañana. Mariana suspiró pesadamente y apagó la alarma con un movimiento torpe de la mano. Se frotó los ojos y se quedó unos segundos mirando el techo. Sabía que su día sería largo, pero no tenía opción. Desde que Andrés se había convertido en su jefe, su vida se había vuelto una tortura.Miró de reojo a su hijo, Nicolás, que dormía plácidamente abrazado a su osito de peluche. Sonrió con ternura y se inclinó para dejarle un beso en la frente.—Mi príncipe, es hora de levantarte, mi amorcito —susurró con dulzura, dejándole pequeños besos por toda su carita.Nicolás se removió en la cama, murmuró algo incomprensible y luego se estiró con pereza.—Mami… mamita… buenos días —dijo con voz soñolienta mientras se sentaba en la cama y se restregaban los ojitos.Mariana sonrió y le acarició el cabello.—Buenos días, mi amor. Vamos, hay que darse un baño y prepararse.Nicolás bostezó y miró por la ventana. Todavía estaba oscuro afuera. Se cruzó de brazos e h
Andrés acortó la distancia entre él y Mariana, su corazón palpitaba con fuerza, sintiendo una mezcla de rabia, frustración y una pizca de esperanza. Necesitaba escucharla, necesitaba saber que no todo había sido en vano.—Dime que te arrepientes de haberme dejado, Mariana —exclamó con la voz cargada de emoción.Mariana, con la mirada fría y el rostro inexpresivo, tomó el plato con el desayuno de Andrés y caminó hacia el comedor, sin siquiera voltear a verlo.—Para nada —respondió con una indiferencia que lo descolocó.Andrés sintió cómo la rabia se apoderaba de su cuerpo. ¿Cómo podía responderle así? ¿Cómo podía decirle que no se arrepentía, después de todo lo que habían vivido juntos? Su mandíbula se tensó y apretó los puños con fuerza.Se levantó abruptamente de la mesa, sintiendo que si se quedaba un segundo más allí, podría decirle algo de lo que después se arrepentiría. Respiró hondo, tratando de calmarse. No quería explotar. No quería tratarla mal.—Andrés —lo llamó ella cuando
Mariana se separó del abrazo de Sofía y se secó las lágrimas con la manga de su blusa. No quería seguir llorando, no podía permitirse mostrarse débil en el trabajo. Respiró hondo y trató de recomponerse, aunque el nudo en su garganta seguía presente.—Tenemos que ir a trabajar… No quiero que Andrés se enoje de nuevo y me haga quedar mal delante de mis compañeros —susurró con la voz temblorosa, saliendo del baño con pasos apresurados.Sofía la observó con tristeza, deseando poder hacer algo más por ella. Pero conocía a Mariana, sabía que no permitiría que nadie más la defendiera.De vuelta en la oficina, Mariana se sentó en su escritorio y comenzó a organizar unos archivos que tenía pendientes para subir a la computadora. Intentaba concentrarse, pero su mente volvía una y otra vez a la humillación de esa mañana, cuando Andrés la había reprendido frente a todos por un error mínimo en un informe. Lo había hecho solo para hacerle quedar mal y ella lo sabía. Andrés disfrutaba haciéndola s
Mariana apagó la computadora con un suspiro pesado. Había sido un día largo en la oficina, como todos los días desde que Andrés decidió que ella debía pagar las consecuencias de un pasado que no podía cambiar.—Mariana, ¿estás lista para irnos? —preguntó Sofía mientras tomaba su bolso y el celular.—Vámonos antes de que salga el gruñón de mi jefe y me haga quedar hasta tarde. No quiero perder ni un minuto para recoger a mi pequeño solecito —contestó Mariana con una sonrisa cansada.Las dos mujeres salieron de la empresa entre risas y charlas. El aire fresco de la tarde las recibió con un suave abrazo, alejando por un momento el estrés del día. Mariana se ajustó el bolso al hombro y miró a su amiga con una expresión de resignación.—No tengo ni para pagar el autobús —dijo con una sonrisa, como si fuera una broma, aunque en su mirada se reflejaba la verdad.Sofía la miró con incredulidad.—¿En serio, Mariana? No puedo creerlo. Siempre has sido tan organizada con el dinero.—Lo sé… pero
Andrés sintió que el aire se volvía denso, que el peso en su pecho le impedía respirar bien. La puerta se cerró con un golpe seco, como un eco cruel de lo que acababa de suceder , eso significaba que Mariana se había ido y que podía perderla está vez para siempre. En su interior, algo se rompió en mil pedazos. Él no podía dejarla ir otra vez , no sin luchar por ese amor que crecía cada día más y más dentro de su corazón, pero su maldito orgullo lo tenía segado.—¡Mariana, espera! —gritó con angustia.Pero ella no se detuvo. Ni siquiera se volteó a mirarlo. Caminó con prisa, con la cabeza en alto, como si su grito no hubiera sido más que el murmullo y eco del viento.Andrés no lo pensó dos veces. Corrió tras ella impulsado por la desesperación, por el miedo de perderla definitivamente. Cuando la alcanzó, la sujetó del brazo con firmeza y la giró con suavidad, obligándola a mirarlo.Se quedaron frente a frente. Sus miradas se encontraron en un choque de emociones contenidas. El corazón
Andrés y Mariana llegaron al hospital a toda prisa. Ella se bajó del auto sin esperar a que él estacionara, con las lágrimas nublando su visión y un temblor incontrolable en sus manos, sentía miedo por lo que le haya pasado a Nicolás.—Mariana, espera —gritó Andrés al verla correr hacia la entrada del hospital.Pero ella no podía detenerse. Su corazón latía con fuerza, sintiendo una angustia sofocante que le impedía respirar con normalidad. Andrés corrió tras ella y, al alcanzarla, la sujetó por los hombros con firmeza, obligándola a mirarlo.—Tienes que calmarte —susurró, mirándola a los ojos, tratando de transmitirle seguridad.Mariana negó con la cabeza. ¿Cómo podía calmarse cuando la vida de su hijo pendía de un hilo? Un sollozo escapó de su pecho, y Andrés, sin pensarlo dos veces, la abrazó con fuerza.—Vamos juntos —dijo él con voz serena—. No estás sola en estos momentos..Mariana dejó que Andrés la guiara hasta la recepción. Su cuerpo temblaba, y su mente no podía dejar de ima
El olor a desinfectante impregnó cada rincón de la sala de espera del hospital. Mariana se mantenía de pie, con los brazos cruzados y la mirada fija en la puerta de la habitación donde Nicolás seguía en coma. Dos días. Dos días sin escuchar su voz, sin ver sus ojos abiertos, sin sentir el calor de sus pequeñas manos aferrándose a las suyas. Su hijo, su pequeño Nicolás, yacía en esa cama fría, conectado a máquinas que parecían reemplazar sus funciones vitales.Sintió un nudo en la garganta cuando la ansiedad la golpeó con fuerza. No había probado bocado desde que lo ingresaron de emergencia, y aunque su cuerpo comenzaba a fallarle, su mente solo podía concentrarse en una cosa: que Nicolás despertara.—Mariana, necesitas comer algo —insistió Andrés, acercándose con un café en la mano.Su voz era firme, pero en su mirada se reflejaba la misma preocupación que ella sentía.—No tengo hambre, Andrés —respondió sin voltear a verlo—. Solo quiero que Nicolás despierte y saber que todo está bie
Mariana estaba sentada en la silla del hospital, con los ojos fijos en la cama donde Nicolás descansaba. Su hijo estaba mejor, pero la preocupación en su rostro no desaparecía. La puerta de la habitación se abrió suavemente, y Sofía entró con una sonrisa cansada.—Mariana, hola —dijo Sofía, acercándose a su amiga, con pasos sigilosos y una bandeja de comida en sus manos.Mariana levantó la mirada y forzó una sonrisa antes de acomodarse en la silla.—Hola, Sofía.Sofía la observó con detenimiento. Mariana tenía el rostro cansado, ojeras marcadas y los labios apretados. Parecía que su alma cargaba un peso enorme.—¿Por qué estás tan triste, Mariana? Nicolás ya está un poco mejor —preguntó Sofía, extendiendo una bandeja con comida y una Coca-Cola.Mariana suspiró, tomando la lata sin ganas. Sus manos temblaron ligeramente antes de dejarla sobre la mesa.—Andrés me quiere quitar a Nicolás —confesó en voz baja, sintiendo que su garganta se cerraba con el dolor.Un par de lágrimas rodaron p