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LA BRUJA DESPECHADA (2)

Cuando desperté me encontraba tirado sobre el fango. Hacía mucho frío y mi piel estaba erizada. Me levanté de entre el fangoso lecho todo sucio y húmedo, rodeado por un páramo helado y lleno de nieve que caía copiosamente desde el cielo. El paisaje a mi alrededor era una campiña montañosa desolada e inescrutable.

 Escuché una voz masculina llamándome en una lengua que no entendí. Cuando me giré para ver a la persona palidecí de la impresión; era un sujeto de casi dos metros, barbudo, de piel blanca, vestido con un casco metálico, una cota de malla, pantalones, una capa de piel de lobo y unas gruesas botas. Tenía además un escudo en la mano y una espada enfundada. ¡Era un germano!

 El sujeto me interrogaba pero yo no entendía palabra alguna, así que, irritado, me tomó de las solapas y desenfundó su espada. Pensé que me mataría allí mismo pero no lo hizo, simplemente me llevó arrastrando hasta su campamento.

 Allí me tiró sobre la nieve lodosa incrementando con ello mi suciedad. El campamento germano estaba conformado mayormente por tiendas en donde vivían familias numerosas. Había muchos niños jugueteando con la nieve, hermosas doncellas adolescentes que al verme se rieron y se escondieron, fornidos hombres y mujeres adultos forjados en la dureza de una vida bárbara que afilaban sus espadas y preparaban sus flechas para cualquier batalla, algunos ancianos y ancianas que parecían intentar pasar sus últimos años apaciblemente, una gran cantidad de caballos, ovejas, cabras y bueyes y, finalmente, enormes perros parecidos a lobos que ladraron y aullaron al verme y que pensé que me devorarían.

 Uno de estos, un enorme can de color negro, se aproximó hasta mí, me olfateó y mostró sus colmillos. Sabía que lo peor que podía hacer era mostrar miedo así que, como pude, contuve el torrente de adrenalina que embargaba mi sangre y traté de calmarme. El perro también pareció relajarse y finalmente se me aproximó simpáticamente y permitió que yo, cuidadosamente, le acariciara la cabeza.

 La amistad del cánido pareció ser una evidencia de mi buen corazón, al menos a los ojos del germano que me había encontrado, así que el tipo se alejó.

 —¡No puedo creerlo! —dije hablando conmigo mismo— ¡Ese hechizo funciona! Pero… ¿Por qué estoy aquí? Yo dije que quería conocer los orígenes de la cultura gótica… —luego recordé que la palabra gótico se refería a los godos, bravos guerreros germánicos que vivían en el centro de Europa. ¡Diana lo había tomado literal! O quizás lo hizo deliberadamente… ¡La maldición de una bruja descorazonada!

 Algunos niños me sacaron de mis cavilaciones tirándome bolas de nieve y fingiendo que eran guerreros repeliendo al enemigo. El godo que me había encontrado se me acercó, me dio un empujón y me llevó hasta el área de una fogata donde me dieron de comer un extraño guiso con carne de cerdo salvaje mal cocida pero que probé para no insultar a mi robusto anfitrión.

 Una joven se me acercó, con rostro curioso, aunque el mío debe haber reflejado perplejidad al contemplar su indescriptible belleza. Era una muchacha voluptuosa, rubia, de ojos azules, debía tener entre 16 y 18 años, su aspecto bárbaro denotaba una esplendorosa sencillez algo pueril que la hacía muy atractiva. Cuando me vio me mostró su bella sonrisa de dientes blancos y me entregó una extraña bebida alcohólica en un jarro metálico. En cuanto bajó por mi garganta, casi me mata por su acidez cáustica. Era hidromiel. Los godos a mí alrededor se rieron al ver mi reacción.

 Entonces estalló el pánico y la confusión. Sorpresivamente algunos niños comenzaron a gritar dando la voz de alerta sobre la inminencia temible de un enemigo letal. Bajando las pedregosas laderas de las montañas cabalgaba una horda innumerable de hombres brutales. Ataviados con cascos forrados con pelambre, vestidos con trajes esteparios propios de los bárbaros orientales, armados con el más mortal y efectivo de los arcos de la antigüedad y con filosas espadas, hombres toscos, sucios, greñudos, con cráneos extrañamente abultados dándoles un aspecto de neandertal y con los inconfundibles ojos achinados y pómulos salientes… ¡Hunos!

 Los hunos tomaron por sorpresa a los godos. Sus guerreros se defendieron tomando las armas pero la rapacidad huna era demasiado terrible. Sus arcos dispararon una lluvia de pesadas y afiladas flechas que ensartaron a muchos hombres y una vez que sus caballos estuvieron lo suficientemente cerca cortaron cabezas, rebanaron torsos, cercenaron extremidades, degollaron gargantas, extirparon ojos y atravesaron corazones sin ningún miramiento. El hedor a la sangre se extendió por doquier. Por todo lado corrían mujeres, niños y animales aterrados presas del caótico marasmo, intentando ponerse a salvo, sin mucho éxito. Incluso pude escuchar el llanto desgarrador de un bebé lactante que estaba al lado de su madre asesinada.

 A las flechas que se clavaban en la carne humana siguieron unas encendidas que incendiaron algunas tiendas para provocar más horror.

 El gigantesco nórdico que me había encontrado se enfrentaba a uno de estos hunos en un duelo mortal. El huno lo atacaba desde su caballo lo cual era duro para el godo que pronto reculó y colapsó sobre el suelo. El huno se preparó para darle muerte…

 Recordé la comida y bebida que él me dio… nunca en mi vida había matado a nadie y mi única experiencia con la violencia habían sido algunos encontronazos a golpes a las afueras de los bares pero, embargado de la adrenalina y el instinto, tomé una espada que yacía a mis pies y me aproximé hasta el lugar donde acontecía todo, con flechas zumbando cuando pasaban a centímetros de mi cabeza, rodeado del sonido ensordecedor de agónico alaridos, relinchos de caballos y entrechocar de espadas, y una vez cerca del huno le enterré la espada en la espalda.

 El mongol se estremeció epilépticamente y se desplomó sobre el suelo ensangrentado. El godo al que acababa de salvar la vida se levantó con rostro agradecido y me puso su manopla en el hombro. Una ráfaga de flechas fue lanzada contra nosotros y él usó su escudo para cubrirnos a ambos. Escondiéndonos tras el escudo terminamos parapetados detrás de unos arbustos. El arquero que intentaba matarnos con sus proyectiles fue asesinado a su vez por un godo, que no duró mucho y pronto fue ultimado por la espada compartiendo el destino de casi toda su tribu…

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