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LA ESPADA DEL BÁRBARO (2)

A veces los hombres obtienen la gloria gracias a sus decisiones y a veces la condena, como fue mi caso. Contaba el año 408 y llevaba 13 años de vivir en esta cruel y salvaje época. Me adapté a la vida de un bárbaro, perdiéndome en las contiendas brutales, derramando la sangre de mis enemigos, pillando y saqueando, me unía un profundo lazo más fuerte que la sangre con mis camaradas como Ataúlf, Sigérico y Atarico quienes confiaban sus vidas en mi espada y yo la mía en las de ellos, regresaba a mi hogar a disfrutar de mi esposa y a saludar a los cuatro hijos que ya tenía con ella. El mayor, de trece años, era mi hijo adoptivo como sus rasgos hunos delataban, pero los otros tres eran idénticos a mí y consistían en un niño de once años, una niña de diez y un pequeño de cinco. El inesperado camino que tomó mi vida no resultó ser una condenación tan terrible después de todo como la furiosa Diana pretendió.

 Pero, las decisiones de Estilicón demarcaron su destino también, de una forma más lóbrega.

 El Emperador Honorio no era como su padre, Teodosio, y tras asumir el trono demostró ser un incompetente y un manipulable. El siniestro prefecto Rufino solía envenenar su mente con rumores calumniosos contra Estilicón.

 —¿Se ha preguntado, Majestad —le decía— por qué Estilicón dejó escapar a Alarico? Estilicón es un bárbaro disfrazado de romano, un lobo amaestrado que en cualquier momento morderá la mano que lo alimenta… la suya, Alteza…

 —Pero Estilicón no gana nada con aliarse a Alarico, al ser bárbaro no puede reclamar el trono…

 —Él no, pero su hijo es sobrino nieto de tu padre, Teodosio, lo que lo conecta con el linaje imperial y podría armar un ejército bárbaro con su aliado Alarico para luego colocar en el trono a un mitad bárbaro. ¡Eso sí sería la peor deshonra en la historia de Roma!

 —Concuerdo, concuerdo —dijo pensativo Honorio— tendremos que ponerle fin al bárbaro.

 Rufino partió complacido de las cámaras del Emperador. La hermana del monarca, Gala Paladia, había escuchado la conversación así como las oscuras órdenes que fueron giradas antes de que Rufino partiera.

 Gala era una mujer de abrumadora belleza, aguda inteligencia y profunda espiritualidad. Su hermosura fina y sofisticada propia de una princesa romana, no fue heredada por su hermano Honorio quien era narizón y algo obeso.

 —Estás cometiendo un grave error, Honorio —le dijo ella— la muerte de Estilicón sólo traerá desgracia a Roma.

 —Parece que no estás recordando el lugar que te corresponde como mujer, hermana. Tu función es casarte, tener hijos, ser sumisa y obediente y dejarles las decisiones de Estado a los hombres…

 —¡La insensatez no tiene género! Estilicón es el más brillante de los generales romanos. Si hubiera querido traicionarte hace tiempo lo habría hecho, su lealtad es incuestionable y su homicidio lejos de aplacar la ira de los bárbaros la empeorará. ¡Estás condenando a Roma!

 Honorio abofeteó a Gala. Ella simplemente contuvo la rabia y lo encaró de nuevo, de todas formas le había hecho cosas mucho peores.

 —¿Cómo es que una mujer tan linda puede ser tan tonta? —preguntó Honorio con el tono de lascivia que Gala conocía bien.

 —Ya no soy la niña que solías forzar cuando eras adolescente, Honorio, ahora puedo defenderme mejor.

 —Debes de entender algo, Gala —dijo aferrándole el cuello con violencia— como tu emperador y como tu pariente masculino más cercano soy tu dueño y puedo hacer lo que me plazca contigo. Me perteneces. Esa es la Ley Romana y el destino de toda mujer.

 A Estilicón lo acorralaron en una iglesia en Rávena acusado de cargos de traición. Dos soldados lo sometieron y franquearon mientras Rufino, su enconado enemigo, leía los cargos.

 —Puedes, por supuesto, renegar de estos cargos e ir a juicio —le explicó— porque eres ciudadano romano.

 —Puedo hacer más que eso…

 —Claro, claro, no dudo que cuentas con la lealtad de tus tropas, especialmente de las filas bárbaras. Sin embargo, el Imperio está vulnerable y se descompone aceleradamente. Una nueva guerra civil implicaría el hundimiento final del Imperio Romano. ¿Pretendes ser recordado como el general que catapultó la caída de Roma?

 —No. Soy un hombre de principios y di mi palabra. Si el Emperador quiere mi cabeza, sólo tiene que pedirla, y espero que mi muerte traiga la esperada paz que busca Su Alteza.

 —Sabias palabras, Estilicón —concedió Rufino haciéndole una seña a sus soldados quienes sacaron a Estilicón de la Iglesia y lo ejecutaron frente a la multitud.

 Y así falleció uno de los últimos grandes generales romanos de la historia, fiel a Roma hasta el final, aunque su fidelidad no fue correspondida. Sus últimos deseos no se cumplieron pues su muerte no trajo la estabilidad deseada.

 Los soldados bárbaros que servían como mercenarios y voluntarios en calidad de pueblos federados en el Ejército Romano tenían a sus familias viviendo en Roma. Tras la muerte de Estilicón un furor cruel y asesino se adueñó de enfurecidos grupos de romanos que lincharon a los bárbaros en sus tierras. Germanos inocentes eran molidos a golpes por multitudes histéricas, ó colgados, ó quemados vivos. Las casas y comercios de los bárbaros eran invadidas, saqueadas, incendiadas y sus habitantes sometidos a todo tipo de vejaciones. Las mujeres y las niñas eran violadas antes de morir por golpizas y lapidaciones inclementes. Madres bárbaras trataban de huir con sus hijos en brazos sólo para ser detenidas por las turbas que los masacraban frente a ellas. Bebés bárbaros eran entregados a perros hambrientos frente a sus madres atormentadas que sollozaban horriblemente y la sangre germana bañó las callejuelas de Roma.

 Los mercenarios y soldados regulares se enteraron de los detestables motines acontecidos en Roma y los ultrajes cometidos contra sus esposas e hijos llenándolos de una ira irrefrenable, hambrientos de venganza, sedientos de sangre, deseosos de aleccionar a los cobardes romanos que perpetraban sus crímenes con mujeres y niños inocentes. Se unieron unos 30.000 de estos hombres a las filas de Atarico quien entonces comandó su ejército contra la ciudad de la cual Honorio había escapado asustadizo.

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