Capítulo 4
Mi madre enfermó de inmediato del disgusto. Aunque mi padre estaba furioso, no tuvo más remedio que tragarse el orgullo e ir a disculparse con la familia Guzmán, porque si el hombre más rico de Vistaluna decidía tomar represalias contra nosotros, mi padre no tenía forma alguna de enfrentarlo.

Mateo, devastado, se sumergió en la bebida, y, en menos de un mes, ya había sido hospitalizado dos veces por hemorragia estomacal. Su madre lloraba a diario, mientras su padre lo regañaba furioso, diciéndole que no valía la pena arruinar su vida por una mujer.

Mis padres, sintiéndose culpables con la familia Guzmán, decidieron casarme con él. Sus padres aceptaron con agrado, pues ya había comenzado a demostrar mi capacidad para gestionar la empresa familiar, y, como Mateo no estaba en condiciones de hacerlo, pensaban que al menos su nuera podría sostener el futuro de la compañía.

El único que se oponía a todo esto era Mateo. Un día llegó a mi casa, borracho, y me insultó, señalándome con el dedo, enfadado:

—¡Jimena! No creas que no sé lo que estás tramando. Aunque Yolanda no esté, jamás serás mi esposa. ¡El puesto de señora Guzmán solo le pertenece a ella! Comparada con ella, tú no eres nada. Nunca me gustaría una mujer tan materialista como tú.

Sus palabras me dolieron en el alma, pero, con calma, lo miré y respondí:

—Mateo, estás borracho.

Su padre tuvo que llevárselo y luego me invitó a cenar para disculparse en nombre de su hijo.

—Tranquila, Jimena —me dijo—, su madre y yo solo te reconocemos a ti como nuestra nuera.

Después de varios intentos inútiles de rebelión, como fugarse de casa y negarse a comer, Mateo finalmente cedió y, dos años después, se paró junto a mí en el altar.

Yolanda le envió un mensaje de felicitación, pero en su llamada no escatimó en sarcasmo hacia mí. Si no quería que me casara con él, ¿por qué lo había abandonado y se había marchado al extranjero?

Aquella noche, Mateo, borracho, me miró con una intensidad que me derritió, como si en verdad estuviera enamorado de mí. Sentía que estaba soñando. Por fin, el hombre que nunca me había atrevido a imaginar que sería mío, lo era. Sin embargo, esto se esfumó cuando escuché que susurraba el nombre de Yolanda mientras estábamos juntos. En ese momento, deseé que realmente todo fuera un sueño.

6

Después de casarme, mi suegro me asignó como gerente general de la empresa Guzmán. Mientras tanto, Mateo seguía disfrutando de una vida de excesos con sus amigos, alegando que no necesitaba trabajar porque ya tenía una esposa capaz como yo.

Su padre me transfirió rápidamente las acciones que al principio estaban destinadas a Yolanda, aunque yo siempre sentí como si estuviera robando algo que no me pertenecía, por lo que trabajaba arduamente para generar beneficios para la empresa Guzmán. Mientras Mateo competía en carreras de montaña, yo me pasaba horas y horas en la oficina.

Cuando él levantaba su copa para brindar efusivo con sus amigos, yo viajaba por todo el país negociando contratos. Y cuando miraba con envidia la foto de Yolanda, yo me encontraba en un bar, obligada a beber hasta casi vomitar.

Mi enfermedad estomacal fue fruto de esa terrible lucha diaria.

—Jimena, eres una buena joven, no te pongas tanta presión —me decía Carlos Guzmán, el padre de Mateo—. La empresa no necesita que te esfuerces tanto; nuestra familia no te ha traído aquí para que trabajes como una burra.

—Jimena, por muy capaz que seas, aún necesitas asegurarte de que tu marido esté contigo y, luego, puedan tener un hijo —había añadido Karen Guzmán, tomando mi mano con seriedad.

Yo también deseaba vivir bien con Mateo y darle un hijo, pero él nunca me daba la oportunidad de hacerlo; tenerlo en casa dos días de diez ya era un logro y, aun cuando regresaba, siempre dormía en otra habitación. Es más, en las pocas ocasiones en las que dormíamos juntos, tomaba todas las precauciones necesarias.

Decía que solo Yolanda era digna de tener su hijo, y yo no pude evitar hacerle un comentario sarcástico:

—Lamentablemente, Yolanda solo quiere tener hijos con un extranjero.

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