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El sol comenzaba a despuntar en el horizonte, iluminando el huerto de la tía Regina con una luz dorada que realzaba los colores vibrantes de las hortalizas. Sin embargo, a medida que Fabián y Violet se adentraban en el lugar, la belleza de la mañana se veía empañada por la devastación que les aguardaba. Las hortalizas, que alguna vez habían sido el orgullo del lugar, mostraban signos evidentes de daño. Los tomates, antes brillantes y jugosos, estaban mordisqueados y marchitos. Las lechugas, despojadas de sus hojas más tiernas, parecían lamentar su destino.

Violet sintió un nudo en el estómago al observar la escena, una punzada de compasión por aquellos roedores que, en su búsqueda desesperada de alimento, habían arrasado con el esfuerzo de la tía Regina.

—La valla no servirá de nada —comentó Fabián, sus brazos cruzados sobre el pecho—. Son más listos de lo que piensas. Pueden excavar y llegar hasta los cultivos sin problema.

Sus palabras resonaron en el aire fresco de la mañana, y Vi
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