La discoteca está en su máximo esplendor, un lugar vibrante y lleno de energía que parece sacado de una película de Jhon Travolta. Las luces giratorias bañan el espacio en tonos rojos, verdes, amarillos y azules, mientras la bola de disco en el centro del techo proyecta destellos de luz que danzan por las paredes y el suelo. Sobre los sofás de cuero y las mesas se han colocado abrigos que han quedado relegados allí, olvidados por un rato, ya que dentro de este lugar reina un calor que es casi imposible de conseguir en una noche tan helada como lo es afuera.«Funky Town» de Lipps Inc. resuena con fuerza a través de los altavoces, una melodía pegajosa que invita a moverse. Bárbara, siempre la más animada del grupo, comienza a mover las caderas al ritmo de la música apenas ponen un pie dentro, y Danna, siguiéndole el ritmo, se une a ella con risas y movimientos exagerados que hacen que varios volteen a mirarlas. Giovanni y yo no podemos evitar sonreír, contagiados por la alegría de las ch
Un manto de tensión se teje alrededor de nuestra mesa, y todos fingimos que no pasa nada, moviéndonos al ritmo de My Prerogative. Giovanni asiente al compás, mientras Bárbara se mece de izquierda a derecha, simulando estar despreocupada mientras contempla la zona VIP al otro extremo de la disco. Yo, de pie junto a la silla, meneo mis caderas sutilmente, intentando distraer mi mente con la música de fondo. Frunzo el ceño al ver que un chico regordete pasa torpemente tras la espalda de Danna, provocando que choque de frente con Bárbara. Mi rostro cambia drásticamente al notar lo que sigue: una situación extrañamente incómoda y, al mismo tiempo, cargada de una química inesperada. Los ojos de ambas chicas se conectan brevemente, pero se desvían rápidamente, solo para enfocarse en los labios de la otra. La música contribuye a la atmósfera cargada de seducción. Bárbara sonríe con una coquetería abierta, mientras que Danna, ligeramente sonrojada, parece atrapada entre la sorpresa y el deseo.
El veinticuatro de diciembre amanece lentamente, y la luz tenue del sol se filtra entre las cortinas. Abro los ojos y siento la calidez del cuerpo de Giovanni junto al mío. No quiero moverme. Su respiración profunda me calma. En el momento que abre sus ojos, se percata de que le he estado observado. Me acaricia la mejilla y me sonríe con esa mirada adormilada que me derrite.— Buongiorno, bella —murmura, su voz aún ronca.—Buenos días —respondo con una sonrisa.Él suspira y, de repente, se incorpora. Sé que tiene algo que decirme antes de que lo haga.—Devo partire temprano. Hoy Quiero tener tutto listo para la primera Navidad con mio bambino.Me quedo en silencio por un instante, observándolo mientras se sienta al borde de la cama y se despereza lentamente, estirando los brazos hacia el techo. Luego, pasa una mano por su cabello, despeinándolo aún más, como si intentara sacudirse el sueño por completo, y se levanta con esa elegancia natural que tiene, dirigiéndose al baño sin prisa.
Patric me toma de la mano, conduciéndome hacia su grupo de amigos. Mientras nos acercamos, puedo sentir la mirada de algunos de ellos sobre mí, curiosos, evaluándome como la «nueva novia» del chico millonario. Las sonrisas que me lanzan son cordiales y educadas, y cada uno me saluda con naturalidad, extendiendo la mano como si yo fuera una más del círculo. Entre ellos, está él. Trigueño, ojos cafés. Su sonrisa tiene un matiz diferente, una mezcla de burla y cinismo que me resulta tan familiar. Claro, él sabe quién soy, o al menos, quién fui. Nos hemos visto antes... hasta desnudos, de hecho. —¡Stephania, qué gusto conocerte! —exclama con un tono que sólo yo puedo descifrar, y extiende su mano con una sonrisa que casi me provoca náuseas. Me esfuerzo por mantener la calma. No puedo dejar que esto me afecte. Le devuelvo la sonrisa como si fuera la primera vez que lo veo en mi vida, como si no supiera nada de él. —El placer es mío —le respondo, fingiendo una naturalidad que no siento,
El desgraciado frente a mí espera que sucumba a su chantaje, pero no puedo permitirlo. No después de lo bien que me ha tratado Patric, uno de los pocos hombres que ha demostrado ser decente. No voy a dejar que lo humillen por mis vivencias del pasado. Mi mente corre buscando una solución. Respiro profundo y, con calma, le digo: —No voy a entrar al baño contigo, no voy a caer en tu jueguito sucio. Tampoco voy a permitir que dejes en ridículo a Patric frente a todos. El trigueño levanta una ceja, su sonrisa burlona se ensancha. Cree que tiene todo bajo control. —¿Y cómo piensas evitarlo? —me dice en tono desafiante, acercándose un paso más—. Unas pocas palabras de mi parte, y tu perfecto disfraz se cae a pedazos. Solo pido un pequeño favor, cariño. No me hagas la noche difícil. Este tipo no va a ceder solo porque le pida que me deje en paz. No es de los que se compadecen de su prójimo. Entonces, debo usar las cartas que tengo, aunque no sea mi estilo. A veces, las palabras que uno n
La luz invernal se cuela suavemente a través de los altos ventanales de mi habitación, acariciando las sábanas de esta cama que se siente tan suave y reconfortante. Es mi primera Navidad despertando en un lugar así, aunque otra más en la que despierto sola, rodeada de una calma absoluta... Oh, vaya... De pronto, un pensamiento a empezado cruzar por mi mente: ¿Cuánto tiempo pasará hasta que mis navidades estén llenas de risas infantiles, de la alegría de un par de niños saltando emocionados sobre el colchón de mi cama? Mis futuros hijos... No es algo en lo que suela detenerme, pero hoy, en esta soledad, me pregunto cómo se sentiría ser madre, tener pequeños ansiosos de abrir regalos al pie del árbol de Navidad. Esa idea maternal, que rara vez aflora en mí, empieza a agitarse dentro de mi ser, y me asusta. Mi vida es demasiado oscura para pensar en niños... ¡Mierda! No puedo permitirme deprimir hoy... ¡No hoy! Me levanto de la cama y me dirijo al baño, buscando en el agua caliente un a
La tensión en la mesa se hace insoportable, aunque solo sea yo quien puede percibirla. Para mis padres, no hay razón para temer lo que voy a decir. Mi respuesta debería ser lo más natural y esperanzador que un padre espera de su hija: una joven recién graduada con el segundo índice académico más alto de su promoción, una promesa de éxito y orgullo. Esa soy yo, al menos mientras mantenga mi verdad bien oculta en la oscuridad. Porque lo que ellos no saben es que mi vida está lejos de ese ideal. La prostitución no es motivo de orgullo, no en estos tiempos, y probablemente no lo será por muchos años. Mientras la sexualidad siga siendo atada a la moral y la dignidad humanas, mientras la religión continúe imponiendo la castidad como símbolo de pureza, y mientras los valores familiares enseñen que el sexo solo tiene lugar después del matrimonio, el estigma seguirá. Las enfermedades de transmisión sexual lo ensucian aún más, y la prostitución seguirá siendo vista como la más baja de todas las
Al regresar a casa, nos apresuramos a encender el televisor justo a tiempo para ver el discurso de la Reina. Mi madre se sienta en el sofá, expectante, mientras papá se acomoda en el sillón, todavía con un brillo de emoción en los ojos por el paseo. Yo, por mi parte, tomo un lugar junto a mamá, sintiendo cómo la calidez de mi hogar contrasta con el frío que dejamos afuera. El discurso transcurre en silencio reverencial, como cada año. Mamá asiente de vez en cuando, mientras papá murmura comentarios que respaldan las palabras de la Reina, manteniendo siempre ese respeto que, según él, «un evento de tal solemnidad merece». Cuando la transmisión termina, la calma se transforma en movimiento. Nosotras, como en aquellas Navidades durante mi adolescencia, nos ponemos a preparar la cena navideña juntas. Mamá se mueve con soltura por mi cocina, como si la conociera de hace años, guiándome como lo hacía cuando era pequeña, mostrándome cada paso en la preparación de su famoso pavo relleno. Yo