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Días rojos (tercera parte)

Laredo oraba en su habitación cuando súbitamente se adentró al lugar Odriozova quien estaba muy alterada psíquicamente y que cerró la puerta por dentro pasando el cerrojo. Justo entonces resonaron los alaridos desesperados de un hombre; Watson.

 —¿Qué sucede, Doctora? –preguntó Laredo alarmada— ¿Todavía siguen golpeando a Watson?

 —Ya no, ahora lo están torturando.

 —Dios mío…

 —Traje esto –dijo mostrándole un revólver— fue el único que pude conseguir.

 —¿Para qué?

 —No seas ingenua, ¿Cuánto crees que tarden en venir por nosotras?

 —¿Venir por nosotras? No la entiendo…

 —¡Oh cielos! –dijo mirando hacia el techo— ¡No puedes ser tan inocente! Los escuché hablar sobre lo que piensan hacernos hace unos minutos pero ya lo sospechaba desde antes. ¡Son hombres! Y después de meses sin sexo querrán hacerlo antes de morir…

 —¿Cree usted que abusarán de nosotras?

 —¡Claro que sí! ¿Qué se los impide? Ya no hay leyes ni juzgados.

 —¡Eso es horrible!

 —¡Hey! –dijo desde lejos la voz de Robertson— ¿Dónde están las mujeres? Creo que es hora de que tengamos algo de goce por aquí…

 —¡Ya vienen! –dijo Odriozova con turbia mirada en su rostro cargando el revólver.

 —¿Piensa matarlos con esa pistola, Doctora? –preguntó Laredo.

 —No, tonta, no son suficientes balas para todos. No es para matarlos a ellos.

 Laredo comprendió.

 —¡No! ¡No puedo matarme! ¡Es pecado! ¡Soy cristiana! ¡No me puedo suicidar!

 —¿Tienes idea del infierno que vas a pasar cuando ellos te pongan las manos encima?

 —No importa, será una prueba de Dios. Prefiero soportar el infierno durante unos días aquí que durante toda la eternidad.

 —¡No seas tonta! No es sólo el ser violada. Leí el perfil psicológico de Andrade y es un psicópata en potencia. Torturaba animales cuando niño y maltrataba a otros niños más pequeños, y nunca ha tenido una relación formal con una mujer. Es un sádico y tiemblo en pensar lo que nos hará.

 —Lo siento, Doctora, pero no puedo suicidarme, comprenda. Además, Dios me protegerá.

 —Pues bien, yo no pasaré mis últimos días de vida siendo violada y torturada. Quiero estar con mi esposo y mis hijos. Que tengas suerte Natalia –sin más trámite colocó el revólver en su sien justo cuando los hombres comenzaron a golpear la puerta metálica para intentar entrar a la fuerza y gritaban comentarios lascivos, y disparó volándose los sesos.

A pesar de los cerrojos los hombres entraron a la habitación de Laredo forzando la puerta y la encararon. Robertson, que los lideraba, sostenía un rifle, los Hermanos Grimassi una pistola cada uno y Abdul un hacha. Contemplaron el cadáver aún tibio de Odriozova y luego a Laredo con lascivia.

 —No la culpo –declaró Robertson— fue inteligente hasta el final.

 —¡Por favor! –suplicó Laredo— no me hagan nada…

 —Vamos a morir de todas formas, mi amor, ¿porqué no divertirnos un rato y pasarla bien antes de morir?

 —No. Mi religión me prohíbe fornicar. Si quieren hacerlo tendrán que obligarme.

 —Hubiera preferido que accedieras, amor, sería menos doloroso para ti, pero supongo que no era posible. Agarradla –ordenó a los Hermanos Grimassi— luego denudadla y atadla.

 Los Grimassi obedecieron a pesar de los ruegos y forcejeos de Laredo y luego fue llevada hasta la cocina. En el trayecto, Robertson escuchó los gemidos lascivos provenientes del camarote de Greivik y se asomó observando al robusto vikingo en un acto homosexual con Tamayo.

 —¡Greivik! –reaccionó atónito.

 —He sido homosexual toda la vida –reconoció Greivik viéndolo de reojo— pero lo había ocultado hasta ahora. ¿Qué sentido tiene seguir reprimiendo mis deseos si voy a morir?

 —Muy cierto.

 Laredo fue llevada a la cocina y colocada boca abajo sobre la mesa del comedor. En un costado yacía Watson, semidesnudo y golpeado en todo el cuerpo, con ambos ojos cerrados y sangrando por la nariz, la boca y la sien derecha. Lo habían cortado con cuchillos y quemado con aceite hirviente de la cocina de Abdul.

 Laredo se limitó a rezar mientras la violaban, siendo Robertson el primero, durante un largo proceso que se extendió toda la noche por turnos, al tiempo que sus compañeros se dedicaban también a beberse toda la despensa de licores y hartarse de la comida que otrora hubieran racionalizado. El abuso se extendió toda la noche y durante algunos momentos, Laredo pensó que debió haber seguido el consejo de Odriozova…

La madrugada de ese espantoso día había llegado. Robertson y los demás estaban borrachos y alcoholizados, incluyendo a Abdul que había dejado de lado sus creencias islámicas y había sucumbido al nihilismo de Robertson. Las súplicas que hizo Watson por agua y comida no eran atendidas. A Laredo si la alimentaban y le daban de beber porque la querían viva, aunque usualmente la extorsionaban con favores sexuales a cambio del alimento. Al principio se resistió por pudor religioso pero en cuanto el hambre y la sed la abrazaron flaqueó su fe y comenzó a cumplir cualquier petición a cambio de saciar sus necesidades.

 Nadie se dio cuenta cuando Andrade –que no dormía— arrastró el cuerpo de Watson lejos de su localización porque todos estaban muy dormidos sea por la borrachera o el cansancio en el caso de Laredo.

 La mañana llegó aunque ahora se levantaban mucho más tarde que antes, en que sus faenas comenzaban antes del amanecer. No se bañaban ni aseaban tanto como antes y desayunaban casi cualquier cosa hecha rápidamente por Abdul. Laredo, que agradecía el descanso que le daban las horas de sueño, fue despertada a patadas por Robertson quien siempre era el primero en violarla y comenzó esa mañana casi inmediatamente después de despertar y comer algo.

 —¿Han visto a Watson? –preguntó el hermano menor Grimassi.

 —¿Y a Andrade? –observó el hermano mayor.

 —Búsquenlos –ordenó Robertson que se había convertido en líder innato.

 La pareja de hermanos rebuscó por toda la base que era relativamente pequeña, así que no les fue difícil encontrar el cuerpo de Watson, pero la visión del mismo los llenó de pavor. Estaba en la bodega, colgado de cabeza y amordazado para amortiguar sus gritos. Andrade lo había despellejado vivo y le había sacado las entrañas.

 Ambos llegaron a informarle a Robertson sobre el macabro hallazgo pero éste desdeñó la gravedad del asunto aduciendo que Watson se lo merecía y que Andrade probablemente había querido vengarse del maldito al igual que ellos.

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