La familia acordó que Kiri pasaría la noche dentro de casa, y Andy se la llevó en su cajita a su cuarto. La casa era de dos pisos; al subir por las escaleras se llegaba a un recibidor que conectaba tres puertas: una del lado izquierdo, que llevaba al baño; una al frente, que conducía a un pequeño pasillo de 1 metro de ancho por 6 de largo, a cuyo lado izquierdo se hallaban 2 puertas: la primera era del cuarto de los niños y la segunda del cuarto de Andy, y la última puerta, a la derecha, que llevaba al cuarto de sus papás. Al entrar en su cuarto, la joven dejó la cajita de Kiri encima de un escritorio frente a la ventana; a un lado puso un envase vacío de mantequilla con croquetas y otro con un poco de agua, pero esa noche Kiri estaba muy adolorida para cenar.
A la 1 a. m., unos minutos antes de irse a dormir, Andy bajó por un vaso de agua a la cocina; no se oía un solo sonido en toda l
Al finalizar el diálogo, el extraño pulpo les propuso conocer un poco los confines del espacio, aprovechando que estaban a bordo. Las gatitas querían ver de cerca cómo eran las estrellas, y el peculiar ser tenía ansias de mostrarles en qué consistía su misión. El pulpo humanoide gritó en un idioma irreconocible: “Titttng, tttaatitng, tutiattt”. De pronto, el lugar en el que se hallaban se volvió completamente transparente; Kiri y Michi entraron en pánico al creer que podían caer al vacío, pero una voz que resonó sus cabezas las tranquilizó: “No teman, solo es un efecto visual, aún seguimos dentro de mi nave. Si no me creen, palpen el suelo”. Ambas gatas empezaron a sentir sobre lo que estaban paradas y se dieron cuenta de que, en efecto, había un piso invisible. El extraño ser volvió a decir en su idioma “Tituutu”, y
Dos vecinos se encontraron caminando en el parque privado que estaba a espaldas de la casa de Andy. Uno era un señor gordo, muy alto —medía cerca de 2 metros—, de tez morena, que intentaba disimular su calvicie peinándose de lado y levantando la cara; aprovechaba su altura para evitar que vieran su pelona. Llevaba puesto un traje de manta blanco de pies a cabeza; tenía como característica que su labio inferior era más grande que el superior, y por esa peculiaridad su acompañante le decía “el Jetas”. El otro vecino era más chaparro, estaba flaco, pero tenía el vientre inflamado como los típicos borrachos; era moreno y estaba peinado como hombre mexicano de los 70 (cabello largo en la parte de la mollera, corto en ambos lados, y en la parte trasera largo y chino). Vestía una camisa de tirantes de un partido político local, shorts negros y unas chanclas. Su apodo era “el Chanclas”, pues incluso cuando iba a eventos importantes, nunca se las quitaba. Una de sus historias más fa
Por fin vio a Kiri, aferrada a uno de ellos como si su vida dependiera de eso. La joven la tomó con ambas manos, la llevó hacia ella con cuidado y le preguntó con cierto aire de duda: “Kiri, ¿cómo llegaste aquí?”. Por más que estiraba su cuerpecillo, no podía despegarla; sus garras estaban tan aferradas que se vio en la necesidad de hacerlo una por una. Cuando iba a iniciar esa labor, se percató de que las garras de Kiri estaban atoradas con pequeñas hilachas del abrigo; algunas hasta se habían enroscado en ellas. Al terminar de despegarla, Andy la llevó a su cajita. La gata, al ver los platitos de comida, caminó en dirección a ellos y empezó a alimentarse. Andy notó de inmediato que Kiri caminaba sin complicaciones. Recordó que momentos antes, al estirarla, no había maullado con dolor; además, ya no tenía el vendaje en la pata. La j
La madrugada de ese sábado, exactamente a las 3 a. m., una extraña luz emergió lentamente del cielo y cayó en la cajita donde se encontraba Kiri. Ella despertó y oyó una vocecilla diciendo en un lenguaje extraño dentro de su cabeza: “Tinngg, tan, tttin, tirri tun”. Momentos después, la luz se fue desvaneciendo poco a poco y el objeto negro de donde provenía desapareció. La gatita ignoró el hecho, se acomodó en otra posición y siguió durmiendo. El Chanclas, que estaba vigilando para encontrar pruebas del “alien”, fue testigo desde “su escondite” de aquella extraña escena. Gracias a que utilizaba una vieja cámara fotográfica, pudo captar el momento. Incapaz de contener su emoción por la hazaña lograda, gritó con fuerza “¡Eurekaaa!” una, dos y tres veces, hasta que su hijo de seis años, q
Aquella noche, el clima era muy agradable. Un pequeño viento soplaba suavemente la tierra del patio, formando un pequeño remolino de unos 30 centímetros ante ambas contendientes. Kame seguía acercándose temerariamente y Kiri bufaba como lo hacen los gatos cuando están a punto de pelearse. Al desaparecer la cortina de tierra frente a ellas, inició la batalla. Kame estiró el cuello para morder a Kiri, pero esta le lanzó un zarpazo. La tortuga contrajo el cuello para esquivarlo y avanzó en esa misma posición. Kiri dio un paso al frente e intentó atacar de nuevo; esta vez logró dar en el blanco, mas se dio cuenta de que la piel de Kame era muy gruesa para poder lastimarla de esa forma; necesitaba mayor potencia en sus patas. Entonces, la gatita se abalanzó sobre la tortuga para pescarle la cara, pero ella la ocultó rápidamente dentro de su caparazón. Kiri intentó
Gio regresó del supermercado la tarde de aquel día. Había decidido gastar parte de sus ahorros en comprar las cosas que Fernando utilizaría en su casa: juguetes, una caja de arena, croquetas, etcétera. A su llegada, Fanny estaba en la sala, acostada en el suelo, sosteniendo con la mano izquierda un láser que movía en zigzag para que el pequeño gatito jugara con él. El minino saltaba de aquí para allá y de allá para acá, agazapándose siempre en sus patas delanteras antes de intentar atrapar el haz de luz. Fanny parecía muy entretenida. Al contemplar la escena, Gio se sintió muy feliz y solo grito: “¡Ya llegué!”. Dio un salto con cuidado para no pisar a su hermana y puso todas las compras sobre el sillón más grande de la sala, ubicado del lado izquierdo. Luego se dirigió al sofá reclinable, que estaba en el centro, pisando
Asustado, Gio despertó de golpe y, alumbrando con la lámpara de su celular, distinguió a Fernando moviéndose graciosamente mientras maullaba de dolor. Se levantó de la cama y se dirigió al apagador para prender la luz. Al ver que había muchos puntitos en el piso, dijo: “¡Maldición, hormigas!”. Corrió a cargar al minino y lo puso sobre su cama; le dio pequeñas palmadas, como si estuviera cubierto de polvo, para quitarle las hormigas. Lo hizo un par de veces y luego revisó el cuerpo del gatito; gracias a que él era de color negro y las hormigas rojas, fue fácil removerlas de su pelaje. Entonces, Gio sentó a Fernando en su almohada y, de pronto, exclamó con dolor: “¡Auch!”: una hormiga lo había mordido en el pie. Recargó una mano sobre la cama, dobló la rodilla, hizo la llamada posición “de 4”, rascó su pie con la mano izquierda, levantó la mano, juntó los dedos índice y pulgar para aplastar a su atacante, y dijo: “Iré por insecticida para matar a esas malditas hormigas. No te muevas d
Otras tres cucarachas estaban unos 20 centímetros a la izquierda de las primeras; se movían en círculos, como si fueran pequeños toros mecánicos. Sus cuerpos estaban repletos de hormigas, que poco a poco las iban desmantelando. Sobre la línea de vuelta, el gato alcanzó a ver cómo pequeños grupos de hormigas transportaban a cuatro cadáveres de cucarachas, totalmente desmembrados. Aunque era menor el número de estas, lograron mantener a raya a las hormigas durante el resto de la noche, y con eso evitaron que caminaran por todo el cuarto. Fernando observó, sin parpadear, hasta el final de la batalla, a medio metro de distancia. Contó que las bajas de las cucarachas habían sido 15, y las de las hormigas incontables, porque sus compañeras se llevaban a las heridas. No había duda de que, esa noche, las cucarachas se habían apoderado de las croquetas y la mayor parte del c