Capítulo 4

Cuando Simon llegó a su departamento, la inmensurable dicha que lo embargaba era indescriptible con simples palabras. Por fin, tendría la libertad de dedicarse a sus experimentos sin que nadie pudiera interponerse. Al poner un pie en su hogar, Simon supuso que sus sujetos debían de estar despiertos, hambrientos, asustados y en alerta. Justo como a él le complacía. Deposita su chaqueta sobre la encimera de la cocina y se encamina hacia el sótano, con una sonrisa macabra plasmada en su rostro.

El desagradable olor que impregnaba las paredes descascaradas y el suelo cubierto de moho provocaba en Simon una aversión casi física. Mientras se adentraba en sus pensamientos, se daba cuenta de la urgencia de llevar a cabo una limpieza meticulosa una vez que terminara con los dos individuos que mantenía amarrados a sillas de dentista. Si tenía la más mínima intención de algún día invitar a la policía a su morada, tendría que realizar una limpieza mucho más que profunda para eliminar cualquier rastro de su oscuro quehacer. La primera persona en la que posó su mirada fue el compañero de la pelirroja, cuyos labios, silenciados por una cinta adhesiva, parecían intentar emitir todo tipo de exclamaciones y súplicas ahogadas.

Simon se apresuró a colocarse una de sus máscaras de manera meticulosa, asegurándose de que ningún rasgo facial quedara expuesto, con el objetivo primordial de evitar cualquier posibilidad de reconocimiento. Mientras tanto, activó la videograbadora para iniciar la transmisión en vivo de lo que estaba a punto de acontecer. Dirigiendo su atención al hombre amarrado a la silla, procedió a colocarle una extraña banda que cubría toda su frente y parte posterior de la cabeza. Esta banda, dotada de ganchos con agujas, estaba diseñada para mantener los párpados del sujeto forzadamente abiertos, asegurando así su plena atención y participación en el grotesco espectáculo que estaba a punto de desplegarse.

Inició su discurso dirigiéndose hacia la videograbadora con una mirada penetrante y una sonrisa siniestra que apenas se vislumbraba detrás de su máscara. "Queridos espectadores," comenzó con un tono teatral, "hoy nos encontramos reunidos aquí, en este fascinante experimento con nuestro sujeto número uno." Movió la cámara hacia el hombre atado a la silla, enfocándolo con detalle. "Lo que tengo preparado es una serie de pruebas donde pondré a prueba diversas sustancias en sus delicadas cuencas oculares, desde simples líquidos como agua hasta ácido corrosivo o incluso lejía." Simon hizo una breve pausa, permitiendo que el suspenso se adueñara del ambiente antes de continuar. "Y para ti, Alice, si estás sintonizando este espectáculo, espero que lo disfrutes tanto como yo, o incluso más." Sus palabras resonaron con una macabra promesa mientras la cámara enfocaba el rostro del hombre, capturando la angustia y el terror en sus ojos dilatados.

Simon se encaminó hacia una esquina de la habitación para buscar un pequeño frasco de agua, que luego transfirió con cuidado a un gotero. Con paso decidido, se dirigió hacia el sujeto atado a la silla y retiró con brusquedad la cinta que cubría su boca. La sensación de anticipación lo embargaba mientras observaba al hombre, prefiriendo el caos y la desesperación que sus víctimas expresaban cuando eran libres de hablar. Era un deleite para él escuchar sus maldiciones, sus súplicas por misericordia y sus promesas vacías de silencio. Sin embargo, apenas habían transcurrido unos breves instantes desde que arrancó con furia la cinta de la boca del sujeto cuando este último estalló en gritos desgarradores que resonaron por toda la habitación, llenando el espacio con un frenesí de pánico y dolor.

Los gritos desesperados del hombre resonaron en la habitación, llenando el aire con un torrente de furia y súplicas. "¡Eres un hijo de puta!" vociferaba con todas sus fuerzas, luchando contra las ataduras que lo mantenían prisionero. Las palabras cargadas de odio y desesperación se arremolinaban en la estancia, mezclándose con el palpable terror que se extendía en cada rincón. "¡Déjame ir, suéltame!" imploraba con desesperación, su voz resonando con un eco angustioso que perforaba los oídos de quienes lo escuchaban. Pero para Simon, esos gritos eran música para sus oídos, una melodía de sufrimiento que alimentaba su sed de poder y control.

A Simon, la escena que se desenvolvía ante sus ojos no podía parecerle más que una ironía macabra, una representación grotesca que se repetía sin cesar desde hace más de cuatro años.

Simon soltó una risa sardónica mientras respondía: "Ya lo sé, no estás revelándome nada nuevo. Pero, ¿sabes? Admito que aunque lo he escuchado innumerables veces, aún así, cada vez que me lo dicen, siento que una pequeña parte de mi corazón se rompe un poco más." Su carcajada resonó en la habitación, impregnada de un tono que oscilaba entre la ironía y la amargura, reflejando la complejidad de sus emociones en medio de la situación surrealista en la que se encontraba.

Con gestos precisos y meticulosos, Simon vertió el agua en uno de los ojos del hombre cautivo, observando con detenimiento cualquier indicio de reacción. La ausencia de dolor o malestar le arrancó una mueca de decepción apenas perceptible bajo su máscara. Sin embargo, no se detuvo allí. Con determinación, se dirigió hacia una mesa cercana donde reposaban varios limones, preparados con anticipación para esta ocasión. Tomó uno de ellos y con destreza, utilizó un embudo para transferir cuidadosamente unas gotas del líquido ácido dentro del gotero, preparándose para la siguiente fase de su experimento sádico.

Los lamentos desgarradores del sujeto llenaban la habitación, cada palabra cargada de desesperación y rabia. "¡Hijo de puta! ¡No te saldrás con la tuya! ¡Suéltame! ¡Déjame ir ya!" clamaba con desesperación, sus palabras resonando con un eco angustiante en las paredes desnudas. A Simon, aunque no lo expresara abiertamente, le resultaba inquietante la intensidad de la reacción del hombre. Recordó brevemente a las niñas que había traído anteriormente a ese mismo lugar, notando cómo, en comparación, sus quejas y lágrimas habían sido mucho menos pronunciadas. Para Simon, este individuo, este mero "intento de hombre", parecía incapaz de soportar ni siquiera una fracción del sufrimiento que sus otras víctimas habían tolerado con relativa calma. Ignorando sus súplicas, procedió con su experimento. Vertió unas cuantas gotas del líquido preparado en el gotero sobre el ojo del hombre, observando con satisfacción cómo este adquiría un tono rojizo y comenzaba a lagrimear profusamente bajo el efecto corrosivo del líquido.

Con voz llena de furia y desesperación, el hombre atado a la silla lanzó un grito estridente: "¡Te voy a matar, mal nacido!" Sus palabras resonaron en la habitación, cargadas de un odio visceral y una determinación feroz. Mientras tanto, lágrimas de impotencia y angustia rodaban por sus mejillas, reflejando el tormento que atenazaba su alma. El aire se cargó con la intensidad de sus emociones, creando un aura de tensión palpable que envolvía a todos los presentes en una atmósfera cargada de desesperación y peligro inminente.

La risa de Simon resonó en la habitación como un eco ominoso, una mezcla siniestra de desdén y poder. "Eso ya lo veremos, mi estimado," respondió con una calma inquietante, sus ojos brillando con una malicia apenas contenida. "Ya veremos quién termina matando a quién." Su tono estaba impregnado de una confianza arrogante, como si estuviera jugando con piezas en un tablero cuyas reglas solo él conocía por completo. Mientras pronunciaba estas palabras, lanzó un guiño cómplice hacia la cámara, dirigido a Alice, quien observaba desde el otro lado de la pantalla. Era un gesto cargado de complicidad, una muestra de que compartían un oscuro secreto que los unía más allá de las distancias físicas.

Con pasos calculados y una precisión escalofriante, Simon se dirigió hacia su mesa de herramientas de tortura, donde yacían dispuestos sus instrumentos de "diversión". Entre ellos, eligió un bisturí reluciente, cuya hoja parecía destellar con una promesa de sufrimiento. Con determinación, se aproximó al sujeto, sus ojos brillando con un fervor casi maníaco mientras enfocaba directamente su rostro. Sin titubear, comenzó a deslizar el filo afilado del bisturí por la piel del hombre, trazando una línea precisa desde la sien hasta la barbilla. Cada corte estaba ejecutado con una precisión quirúrgica, asegurándose de no dejar ni un solo tajo al azar. Mientras tanto, los alaridos desgarradores del hombre, cuyo nombre Simon ni siquiera se había molestado en aprender, llenaban la habitación con una cacofonía de desesperación y dolor.

Los gritos angustiados del hombre atado a la silla seguían llenando la el lugar cuando, de repente, una voz se alzó entre ellos con una determinación sorprendente. "¡Ya basta! ¡Déjalo en paz, por favor!" La pelirroja, que hasta entonces había permanecido en silencio, se había llenado de una fuerza y valentía inesperadas para enfrentarse a Simon. Sus palabras resonaron con un tono de súplica desesperada, mezclado con una promesa tácita de someterse a cualquier cosa con tal de salvar a su compañero de sufrimiento adicional. En su voz se podía escuchar el temblor de la angustia, pero también una determinación feroz que no estaba dispuesta a ceder ante la crueldad de Simon.

Simon giró la videograbadora hacia la pelirroja, su rostro impasible tras la máscara mientras contemplaba la escena con un aire de anticipación retorcida. Con paso firme y decidido, se acercó a ella llevando consigo un pedazo de piel arrancada del hombre, junto con una grapadora. La macabra idea que había germinado en la mente de Simon se materializaba ante sus ojos, un plan grotesco y retorcido que apenas podía ser concebido por la mente humana. Su intención era clara: colocar la piel del compañero de la pelirroja sobre su propio rostro y permitir que se descompusiera allí, una muestra grotesca de su poder y depravación. Al darse cuenta del horroroso destino que le aguardaba, la pelirroja comenzó a gritar y chillar desesperadamente, su voz llena de pánico y repugnancia ante la idea monstruosa que su captor estaba a punto de llevar a cabo.

El grito desesperado de la pelirroja resonó en la habitación, pero antes de que pudiera continuar, Simon la interrumpió con un gesto de violencia. "¡Cállate! ¡Eres una escandalosa!" rugió, su mano descargando una bofetada contra su mejilla derecha, dejando un enrojecimiento marcado a su paso. La pelirroja, aturdida por el golpe, se quedó en silencio, su respiración entrecortada por el miedo y la sorpresa.

"Esto es todo por ahora, mis queridos espectadores," anunció Simon, girando la cámara hacia él mientras se despedía con una sonrisa malévola. "Estén atentos para la próxima entrega." Con un gesto teatral, lanzó un beso hacia la videograbadora, su mirada fija en el objetivo como si estuviera mirando directamente a Alice al otro lado de la pantalla. El beso, cargado de una malicia retorcida, era una muestra escalofriante de su complicidad con su cómplice virtual.

Después de asegurarse de que sus "juguetes" estuvieran sedados y tranquilos, Simon ascendió las escaleras hacia su habitación con determinación palpable en cada paso. La tarea que tenía por delante no era fácil, pero era necesaria. Desde el trágico incidente que involucró a su hermano Dylan, Simon no había intercambiado una sola palabra con sus padres. Aquel fatídico suceso marcó un punto de quiebre en la familia; decidieron alejarse de todos y de todo, incluyendo a su propio hijo.

Para Simon, la distancia con sus padres no le generaba el menor de los pesares. Desde el momento en que su hermano "murió", él ya estaba diagnosticado con el Trastorno de Personalidad Antisocial, por lo que tanto la muerte de Dylan como el abandono de sus padres no le importaron en lo más mínimo. Consideraba que era mejor así, una carga menos que llevar, una responsabilidad menos que asumir en su vida ya complicada.

Después de siete intentos fallidos de comunicarse con sus padres, Simon finalmente se rindió. Decidió que lo mejor sería acostarse un rato mientras el efecto del sedante que había administrado a sus "juguetes" comenzaba a desvanecerse, lo cual estimaba que ocurriría en aproximadamente dos horas o incluso menos. Encendió un cigarrillo, pero antes de llegar a la mitad, lo apagó y se dejó caer en la cama, listo para sumergirse en el mundo de los sueños.

En el reino de Morfeo, Simon se adentró en un sueño profundo, donde se encontraba en compañía de sus padres y su hermano Dylan. Este último, ausente físicamente pero presente en su mente, se manifestaba en sus sueños con una intensidad que Simon no podía ignorar. Nunca había compartido estos sueños con nadie, ni siquiera con su psicólogo, el Doctor Philips. Para él, eran experiencias íntimas y personales que prefería mantener para sí mismo. Creía fervientemente en el poder de la introspección y en la comunicación interna, una práctica que llevaba a cabo con frecuencia y que consideraba esencial para su propia comprensión y desarrollo personal.

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