Capítulo 3

Emma.

Luego de entregarle mi bebé a la criada, me encontraba caminando en los jardines. Observé de reojo que estaban preparando todo, habría una fiesta presentando a la hermana del Duque. Al final supe su nombre: Nathaniel.

Suspiré, aunque mi relación con el duque mejoraba cada dia, nunca hablábamos de amor, siquiera habíamos compartido la cama. Mordí mis labios intentando buscar algo para hacer, cuando de pronto recibo una visita de mi padre.

—Padre –comenté bajando el rostro en modo de respeto cuando me envolvió en un abrazo.

—Me alegra saber que estás bien hija –comentó y yo suspiré.

—No debes sentirte culpable padre, era la mejor opción o hubiésemos terminado en la calle –respondí y él asintió.

Nos sentamos frente a una bonita merienda, mientras observaba con una sonrisa a Gabriel, pronto lo llevaron para alimentarlo quedándome a solas con papá. Sabía que había sufrido con la muerte de su amada esposa y que nunca lo pudo superar. Luego yo al enfermarme, quedamos en la ruina.

Los tratamientos eran costosos, y cuando hayaron la cura en una misteriosa hierba, el oro comenzó a escasear, una tarde mientras mi padre quitaba los adornos de los cuadros, cuyo material de oro nos otorgaría un poco mas de tiempo le dije:

—Papá… tengo una idea.

Y fue así cuando fui comprada, por mi actual esposo. Maximillian mi padre, había perdido a mi madre antes que yo pudiera siquiera recordar su rostro. Luego heredó el titulo de Marqués, sin embargo estaba cargado de deudas que solamente empeoró nuestra situación.

—Hija –comentó mi padre con una sonrisa al verme bien –me alegra… haberte hecho caso.

—Me alegra padre, que ahora finalmente estés tranquilo –susurré agradeciendo todo lo que hizo por mí. Después de todo no tenía la obligación de criarme, yo, no era su hija biológica después de todo y él, se hizo cargo de mí.

—Se repitió la historia –susurró sosteniendo una taza de té entre sus manos, asentí con una tímida sonrisa –mi nieto es maravilloso.

Cuando papá se fue, estaba frente al jardín observando las maravillosas rosas, cuando unos pasos, provocaron que me girara. Nathaniel, se encontraba observándome en silencio, sus manos estaban detrás de su espalda manteniendo una postura erguida.

—Milord –susurré y él se inclinó.

—Miladi –respondió acercándose a mi –espero que la visita le haya sido grata –susurró y asentí dando un paso hacia adelante antes de envolverlo en un fuerte abrazo.

—¡Gracias alteza! –exclamé.

Me aparté, él me observó sorprendido.

—Yo… debo ir… a trabajar –respondió con un hilo de voz alejándose de mi, como siempre lo hacía cada vez que intentaba acercarme a él.

Emití un suspiro, pronto llegó mi doncella observándome con curiosidad. María no era una persona muy callada, sino, al contrario.

Era curiosa, extrovertida, con una voz bastante voluminosa para alertar a todo el pueblo de su presencia, sin hablar de su risa. Pero era una leal y fiel amiga.

—¿Qué pasó? ¿Se besaron? –quiso saber chillando como una loca, rodé los ojos y negué —¿Entonces…?

—Nada. No ocurrió nada, yo… tuve un ataque de… locura para abrazar a su alteza ¿en qué estaba pensando? –pregunté y ella rodo los ojos.

—Miladi, usted… es su esposa. Deberían tener mas que ese contacto…

—Leemos libros… en biblioteca –refuté sentándome en la silla, ella se quedó de pie con una mano debajo de su mentón, al parecer pensando.

—¿Alguna vez se tomaron la mano?

La observé con una visible mueca, nunca habíamos tomado nuestras manos, aquel abrazo, era nuestro primer contacto intimo. Negué y ella se sentó frente a mi tomando mis manos.

—Debemos hacer algo –susurró y negué –alteza, debemos… conseguir vestidos… con encaje…

—¿Qué? ¡No! –negué alarmada por su sugerencia, siempre utilizaba vestidos con cuello de tortuga, jamás mostraba nada de piel.

—Debe… —comentó y luego acercó su boca a mi oreja –provocarlo.

—Debo irme –respondí huyendo de mi doncella quien se reía a carcajadas. Una vez dentro de la habitación, largué todo el aire que tenía acumulado. Luego decidí darme la vuelta quedándome en silencio frente al reflejo.

Mostraba una mujer normal, sin nada extraordinario. Pero era yo.

Cuando cayó la tarde y al llegar la noche, bajé con un vestido de cuello de tortuga observando a las demás damas envueltas en vestidos hermosos, ajustados y con sus pechos a punto de reventar. Mordí mis labios, me sentí insignificante.

María se acercó a mi, y me observó en silencio hasta que el Duque, tomó mi mano dejando un beso sobre el dorso de mi mano.

—Está hermosa –comentó y sonreí sintiendo mis mejillas arder. Llegamos al centro del salón luego de ser presentados, su hermana estaba radiante con un vestido blanco y su frescura era contagiosa.

—¡Cuñada! –exclamó envolviéndome en un abrazo —¿por qué no vamos mañana de compras para la segunda noche? –susurró en mi oído y asentí.

—Yo… no sé mucho de moda –me encogí de hombros tras responder alisando mi vestido.

Pronto, el Duque se alejó de mi lado tras ser arrastrado por señoras quienes le presentaban a sus hijas, a pesar de estar casado conmigo. Negó cada sugerencia y volvió a mi lado, sin embargo pronto apareció Elena, mujer de su hermano.

Elena, estaba muy interesada en mi esposo. Se notaba a leguas, en sus miradas furtivas, en el coqueteo continuo. Sus ojos verdes observaron de arriba abajo a mi marido, para luego mirarme con desdén.

—Alteza –comentó ella inclinándose y luego me ignoró —¿bailaría conmigo?

—Por supuesto Miladi –respondió, no sabía si era por cortesía, pero él siempre sacaba a bailar a la Vizcondesa. Su hermano, se acercaba a las bebidas y comidas, y yo me quedaba junto a María.

Sintiéndome menos.

Invisible.

Porque sí, María tenía razón. Debía soltar mi cabello, cambiar mi vestuario y quizás… el Duque: se fijaría en mí.

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