Adal era un actor al que todos respetaban y admiraban, un tipo de persona que en mi vida había conocido. Era humilde, amable y bondadoso, pero también justo y decidido. Aunque sabía que era el patrón y el dueño de todo, se consideraba más como un padre para los trabajadores. Un amigo, un apoyo, un padre protector, algo que yo no podría ser jamás. Era su filosofía de vida, construida en parte por su religión, respetar y amar a todos los seres vivientes, y pese a que tuvo un desliz atroz en su existencia por mi causa, ningún trabajador lo juzgó. Su episodio conmigo, que se descubrió y se difundió como metástasis en un cuerpo, se catalogó más bien, como un hecho heroico e importante. Solo había que prestar atención a la forma en que se expresaban de él. Pero de mi hablaban como si fuese una puta, una insignificante. A mí no me tomaban en ser
Nos escribíamos constantemente, incluso nos poníamos de acuerdo para hacernos llamadas telefónicas que recibía en la bodega de la señora Tibisay. Las sonrisas de Jimmy, aunque no podía verlas, resplandecían como un sol deslumbrante. Nos entendíamos más que nunca, hablábamos de infinidades de cosas en menos de media hora. Me contó en un estado de exaltación como nunca lo había visto, que fue elegido como guitarrista principal para el concierto de la animación japonesa. La veracidad de la noticia le iluminaba la voz. Las palabras surgían de su boca irradiando una luz que no era de este mundo, tan emocionado, que yo no dudaba que Jimmy hubiese nacido para tocar en ese evento. Por mi parte, le contaba sobre los asuntos de hacienda, sintiéndome a veces abrumada, triste y solitaria por todo lo que atravesaba. Él parecía comprenderme y trataba de animarme habl&aacut
Jimmy miraba el amanecer desde una cumbre elevada, perdido entre los ceibos y bucares, transportado al rumor del río cristalino que bajaba de la montaña. Mirándolo entre la bruma dorada, le pregunté por qué temblaba si llevaba puesta una chaqueta muy gruesa, él se encogió de hombros y recibió la taza de café que le entregaba. Bebíamos café y comíamos arepas andinas mientras caminábamos como un par de adolescentes queriendo conocerse. Hablando, nos mirábamos con simpatía y yo le explicaba las costumbres de mi pueblo y las actividades de la hacienda. Se extrañó cuando le conté que no matábamos a las vacas y que solo producíamos leche. Así, se nos fue el día recorriendo caminos, sembradíos de moras y fresas, plantaciones de café, estancias de cerdo y ganado, y por supuesto, de caballos.Riendo, roz&a
Nos engañamos mutuamente. No había muralla que contuviera esa pasión ardiente y loca. Ahí nos encontrábamos, en el lugar donde éramos humanos, donde no existían las luchas, los resentimientos o las peleas. Al filo de la madrugada, bajo las cobijas y al calor de nuestros cuerpos pegados, posó sus labios en el lóbulo de mi oreja y fue recorriéndolos a lo largo de mi cuello, mientras yo sentía con delicia su deseo crecer entre mis nalgas, su respiración más fuerte y agitada. Bajó lentamente el camisón que me cubría y contempló a la luz de la luna mi desnudez de diosa. Continuó besando mi cuello y yo, presionando suavemente mi trasero contra él, sumida en la más profunda excitación, imaginaba su boca que provocaba estallar de besos y excesos, ver dónde se escondían allí su lengua, el goce, las palabras, la felicidad. Me e
Lloraba. Me sentía tan sola y perdida, pese a que estaba entre conocidos y gente de confianza, visitaba constantemente a mis padres, e incluso, me había vuelto más humilde y ayudaba a los débiles y vulnerables.Sabía que Adal era un espejismo del que me había enamorado, y de no ser por una revista que me mostró Emiliana y que no supe de dónde la sacó, yo no habría podido aceptar que él era real. Aparecía una fotografía suya en la portada de aquella revista, cuyo mensaje más llamativo decía: “Famosos alérgicos al amor”. Y lo vi otra vez, más sensual, maduro y endemoniadamente hermoso: el cabello largo rozando las orejas y la nuca, los ojos achinados de color café, las facciones finas y alargadas, la boca amplia y los labios delgados, la barba espesa y perfectamente cuidada, el traje elegante, la mirada fija y anhelante. Busqu&e
Alguna vez leí un ensayo de Fernando Savater, sobre la breve obra del poeta José Antonio Ramos Sucre, descendiente del Gran Mariscal de Ayacucho, prócer insigne de mi tierra natal. Hablaba también de una niña llamada Cecilia, de nueve años de edad, quien vendía agua para las flores que adornaban las tumbas del cementerio donde reposan los restos del poeta. Cecilia jugaba a las casitas en el cementerio con sus amigas. Su casa era la tumba de Ramos Sucre, la cual barría y adornaba con flores tomadas de otras tumbas porque en la de él nunca solía haberlas. Cecilia tenía ojos enormes y alborozadamente vivos sobre la piel muy morena, por cuya sombra viajaban antiguas culturas. Ella no conocía a Ramos Sucre, cuya obra apareció en el primer cuarto del siglo XX y alcanzó el pleno prestigio entre escritores y lectores hasta los años cincuenta.Perpetuamente insomne, t
Arrebatada por el insoportable desconsuelo de mi alma, le grité que eso no podía ser cierto, que no lo podía aceptar. En eso, aparecieron Romina y Clemente, cuyos brazos me sostuvieron cuando creí llegar al día de mi muerte también. Les pedí que me llevaran al apartamento de Jimmy y me alejaran de aquella horrenda y negra tierra de la tumba que ahora me separaba de él. Accedieron aunque no estaban muy seguros de dejarme sola, aun así, comprendieron que necesitaba estar sola en el espacio que alguna vez fue nuestro hogar. Llegué al apartamento con el mismo ánimo que me acompañó desde que me enteré de tan nefasta noticia, y me llamó poderosamente la atención lo fría y vacía que se sentía la casa a pesar de que todo seguía en su lugar. Yo ni siquiera sabía cómo Jimmy se había quitado la vida y tal vez no quería saberlo.
—Fue el día del concierto. Yo estaba en casa de Wendy, sabes, la rubia del club. Sintonicé como un loco el canal donde transmitirían el evento, la emoción no me dejaba estar quieto. Sabía lo mucho que Jimmy quería estar ahí, lo duro que había trabajado para conseguirlo, y lo mejor de todo era que su pieza favorita, El cisne blanco, fue incluida en el repertorio. ¿Has escuchado El cisne blanco, no? Es un clásico en el mundo de la animación japonesa. En fin, cuando el concierto empezó en aquel majestuoso teatro, con una orquesta sinfónica mezclada con músicos de rock, una gran pantalla, luces, efectos visuales, un público empuñando luces encendidas, la ostentosidad total; no vi a Jimmy como guitarrista principal, ni secundario, nada. Me extrañó. Pensé que solo tocaría El cisne blanco, pero ni siquiera eso, cuando t
Es inútil tratar de describir los seis meses que siguieron. Solo quisiera destacar algunos puntos de ese periodo oscuro y solitario de mi vida que me detuvieron en un negro tiempo de tortura y desesperación. Entre lágrimas y fantasmas me dormía y siempre lo soñaba. En mis sueños llegaba a su casa y lo encontraba ahí, sentado en su sofá, con sus vídeos juegos o en la terraza regando flores, y yo le hablaba, feliz de haberlo encontrado. Era singular que pocas veces o nunca me hablara. Nunca me respondía ni decía nada, aun así el pecho se me hinchaba de tal forma por el hecho de saberlo ahí, vivo, como si nada de esa pesadilla hubiese pasado. Otras veces lo veía salir de su edificio y pasaba a mi lado, no sin antes lanzarme una mirada con cierta tristeza mientras se alejaba, caminado lento y con las manos hundidas en los bolsillos de su pantalón. “¡Jimmy!” lo llama