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CAPÍTULO SEÍS: LOS DESEOS DE SARA

Las melodías más hermosas siempre provienen de los corazones más heridos.

James A.

Abraham controló desde su planta el ultimo riego en las hectáreas, desde su puesto pudo ver como lentamente se abrían para regar, y los trabajadores recorrían cada centímetro de esas tierra verificando que todas funcionaron perfectamente. Después de una hora, uno de los que estaba a su mando habló diciendo que todo estaba correctamente, y Abraham cerró todo, tecleó en la laptop mandando el informe diario, la cantidad de agua y las pocas perdidas que habían tenido por la intensa lluvia.

Pasada de las tres cerró todo y dio por finalizada su jornada, hoy por más tiempo, él mismo se tomó el tiempo de admirar la caña de azúcar, la gente trabajando y el sol en el punto más alto, ¿quién podía imaginar que el frío pisaba esas tierras?

Sacó su tarjeta y pidió que la sellaran con la hora de salida, debía correr, porque se encargaría de los rebeldes del pueblo, como eran llamados, los ayudaba y orientaba, a veces hacía de psicólogo. Mucho de esos niños solo necesitaba amor y comprensión.

            ― ¿Me llevas? ―Abraham se sacó el casco viendo a Manuel correr hacia él con el rostro cansado, grandes ojeras y apenas esos ojos brillando―. Eh, que fui a buscarte a tu planta pero tú ya habías volado.

            ―Tengo que estar con los muchachos. Así que sube tu gordo trasero que llevo prisa ―bromeó tendiéndole el casco y Manuel sonrió subiendo a la moto. Poco se habían visto últimamente y es que la gente hablaba en el pueblo y eso Abraham odiaba.

            Todos decían que Sara gritaba en las noches y las pocas veces que la habían visto en el patio, tan delgada y tan triste. Algunos decían que su ex esposo la maltrataba, otros que se drogaba, pero solo la familia sabía la verdad. Él había deseado verla, pero ella no quería ver a nadie y no podía forzar aun cuando quería ayudarla.

Así que, en secreto, había hablado con una amiga suya que era psicóloga, que viniera al pueblo a dar una charla, él se encargaría de llevar folletos por todo el pueblo, al menos para que Sara pudiera ver y se diera la oportunidad de soltar lo que le quemaba el alma.

Fue dejando a Manuel y aunque quiso mirarla más tiempo, ahí, sentada en el pequeño balcón, él rápidamente se despidió, iba a darle el tiempo necesario y sabía que la presencia de los hombres la incomodaban, y tal vez la suya aun más.

Se bañó y cocino rápido, mientras comía, se estaba vistiendo y cada tanto veía la hora, viendo lo retrasado que iba. Tomó las llaves y el casco saliendo en dirección a la iglesia encontrándose con el grupo de los muchachos que se conformaban de doce, diferente edad y sexo.

Sonrió cuando los vio quejarse, gruñir y hacer desorden mientras el cura se desesperaba tratando de jalarse los pocos cuatro pelos que tenía. Cuando Abraham llegó, el hombre sonrió alejándose de ahí, como si el ángel hubiese llegado, los muchachos se callaron y él reconoció la cara de todos en especial de la pequeña parejita que hace meses se miraban pero no daban el siguiente paso.

            ― ¡Se ha tardado! ―se quejó Pablo de trece años, era el más hablado y revoltoso de la clase.

            ―Seguro su novia lo tiene entretenido ―señaló Nora sonriendo divertido.

            ―O novio. ―añadió Gerald de trece años, atrás el cura miró con curiosidad a Abraham y éste negó divertido, la última chara habían hablado sobre el respeto hacia las personas, hacia su orientación sexual, más viviendo un pueblo tan cerrado.

Dejó su pequeño maletín y sacó de su mochila varios folletos de pinturas, de literatura y grandes pianistas, y aunque no era un gran conocer, se destacaba con su pequeño secreto oculto en una de sus habitaciones.

― ¿Riendo con Henry? ―inquirió Alberto, de dieciocho años, los demás fueron hacia la imagen del libro con la introducción, la leyeron y algunos hicieron mala cara. Él trajo una silla sentándose lo más cerca de ellos, viéndolos, tan jóvenes y tan llenos de vida, quería protegerlos, tal vez por eso los había puesto bajo su ala para cuidar de ellos.

―Es del escritor limeño, Nerón ―sacó el viejo libro y lo sostuvo, lo tenía desde hace años, tenía todos los libros de ese escritor pelirrojo, lo siguió hasta que hace años dejó de publicar y se asumió que murió, pero debería rescatar las grandes novelas que había creado, se preguntaba si alguno de esos libros era real, algo de lo que había escrito era verdad―. Habla del amor, de dos amantes que viajan a Paris y se enamoran de la ciudad, se enamoran ellos mismos, recorrer la ciudad sin soltarse la mano y él se pregunta si aquello es un sueño, si tal vez ha muerto y el diablo juega con su mente.

Notó el interés de todos y sonrió, apretó el pequeño maletín con dos copias que había conseguido, así harían grupos y leerían el libro. Eso los mantendría alejados de los problemas.

―Cada momento al lado de ella es como un recorrido al paraíso y más cuando ella le dice que lo ama, que no puede vivir sin su amor, pero el boleto al paraíso ha terminado y...

― ¡¿Y?! ―exclamaron todos al unísono y Abraham escuchó las risas del cura atrás suyo, él se recargó en la silla viéndolos con una sonrisa en los labios―. ¡Ya pues, Abraham!

―Y harán grupos de tres, leerán el libro y la próxima vez me contaran que les pareció ―sonrió viéndolos agruparse y él entregar los libros, se peleaban por quien leía mejor, que por que Silvana tartamudeaba, que Marc no vocalizaba, pero ahora se llevaban mejor, ahora ya no peleaban entre ellos, se cuidaban.

El moreno aprovecho al verlos entretenidos para acercarse al cura que estaba revisando unos papeles que le habían entregado, al notar la presencia de él sonrío, nunca terminaría de darle las gracias por lo que estaba haciendo.

―Padre, ¿Dónde está Iván? ―preguntó por el pequeño niño de cabello rizado, era el más joven de todos y el más callado. Ante la mención del nombre del niño, el padre hizo una mueca―. ¿Padre Javier?

―La abuelita de Iván está muy enferma, la fui a ver esta mañana para orar con ella ―explicó y Abraham se sorprendió, pestañó varias veces impactado por aquella noticia―. El niño no tiene a nadie más, ni familia, para él todo era su abuela. No sabemos qué hacer.

― ¿Por qué no me lo habían dicho? ―reclamó molesto, imaginando lo vulnerable que estaba aquel pequeño de ocho años que estaba indefenso.

―La iglesia se encargará hijo.

Finalizó el viejo, pero Abraham no sé quedó con eso, con los once muchachos fue a la casa de Iván que estaba a las afueras del pueblo, una pequeña casita humilde y afuera leña encendida donde seguro él había estado cocinando, saludó a los vecinos y los muchachos se mantuvieron pegados al moreno, ellos mismos habían dicho que querían acompañarlo, que Iván era parte d la manada, como se decían.

Pidió permiso para entrar y vio el humilde hogar, por eso siempre estaba metiéndose en problemas, ya sea porque los otros niños se reían de su casa, su ropa o porque casi no hablaba, al ver que reaccionaba lo había etiquetado como un niñito problema a sus apenas ocho años.

― ¡Tasayco! ―saludaron algunos vecinos que estaban acompañando, el moreno vio a los muchachos detenerse, manteniendo su distancia con el rostro tenso y él avanzó viendo a la abuela de Iván en una camita tan pequeña y a ella, aferrado estaba Iván, como una bolita que lloraba pidiéndole a su mamita que no lo dejara solo y eso le rompió el corazón.

Él agradecía haber crecido con unos buenos padres, en una buena situación económica, no de ricos, pero si para irse a dormir con la barriga llena. Pero ese pequeño, tan indefenso ahí, con mala suerte, quiso estrecharlo en sus brazos para no soltarlo. Siempre había tenido eso, el querer proteger a todos para que no sufrieran, tal vez porque sus padre fueron así con él.

―Cariño ―el moreno susurró cuando uno de los vecinos que estaba cerca negó, dando la mala noticia. El pequeño niño pataleó, lloró llamando a su abuelita y Abraham rápidamente lo tomó en sus brazos, aferrándolo a su pecho y dejó de luchar, de pelear y envolvió sus manos alrededor de su cuello llorando desconsoladamente.

Ese día se hizo eterno, la gente venía a dar el pésame y ver a la tan amada anciana que había fallecido por vejez, él, sin soltar el teléfono llamó a sus padres y amigos, luego a una funeraria. Se encargaría de darle sepultura, de cubrir los gastos porque esa familia no tenía nada.

Se mantuvo sentado con el pequeño en sus brazos que horas después de tanto llanto se había dormido, y eso le partió el corazón. Sus padres llegaron y los vecinos de él, comenzaron a limpiar y tener todo listo para la funeraria, que cuando llegó, él prefirió quedarse afuera siendo calentado por las llamas de la cocina de palos que tenían ahí, su corazón estaba hecho pedazos por aquella situación y sosteniendo un pequeño niño que ahora se había quedado solo.

― ¡Hermano! ―Edxon y Manuel se acercaron, bajaron la voz al ver al pequeño descalzo en los brazos de su amigo, sorprendidos por como el moreno lo tenía aferrado a su pecho, de una manera protectora.

―Hemos hecho una colecta para los gastos de la funeraria y el entierro ―comento Manuel con pena, viendo la casa, la de gente ahí que estaba acompañando, su madre se había encargado de hacer pan con pollo mientras que Maira, la madre de Manuel, había traído café para las personas que estaban acompañando―. La noticia ha impactado al pueblo, ni siquiera conocían a la anciana.

―Pocos sabíamos con quien vivía Iván, ha mentido para proteger a su abuela y no se la llevaran a otro lugar ―comentó Mateo Tasayco acercándose con tazas de café en mano, pero Abraham no aceptó―. Tal parece los padres del niño murieron y la señora llegó al pueblo para cuidar del pequeño, pero estaba enferma, el cáncer estaba avanzado.

―Debimos hacer más, conocer más ―el moreno se reprochó por no indagar más sobre Iván, pero eran doce niños que tenía a su cuidado por horas y su semana siempre estaba ocupada, lamento tanto no haber podido hacer algo más.

―No te culpes ―la voz suave vino de atrás suyo, todos giraron encontrándose con una delgada Sara que sostenía una bandeja de pan con pollo, repartiendo, todos negaron cuando ofreció y ella mantuvo sus ojos en el pequeño niño que se aferraba a su cuerpo del moreno. Ante el silencio, los hombres se alejaron, dejándolos solos, Abraham se mantuvo en su lugar, no se movió, no quería invadir su espacio personal e incomodarla.

― ¿Cómo estás? ―inquirió suavemente sin dejar de mirarla, ella desvió la mirada, sus labios temblaron y se preguntó si las pesadillas en la noche la dejaban más rota de lo que ya estaba―. ¿Sara?

―Bien. Bueno, me voy ―finalizó alejándose de ahí, con la mirada agacha y nunca volteó a verlo. Hizo una mueca pero como decía Mariana, la psicóloga, no se debía presionar, no cuando Sara venía con las heridas abiertas.

Soltó un largo suspiro viendo al pequeño en sus brazos, ¿qué pasaría ahora con él?

(***)

Los gritos desgarradores se escucharon en el pasillo, sus padres angustiados decidieron quedarse en la habitación de los niños, agradeciendo que ellos seguían durmiendo, continuamente Jimi preguntaba por su madre y Bianca quería ver a su padre, los días parecían eternos. Las semanas avanzaban y ella seguía en el mismo lugar, sin moverse, todos avanzaban menos ella.

Las pesadillas de hoy fueron más fuerte, ahí Eder podía torturarla a su gusto y nadie podría salvarla, y aunque creyó que al dormir menos por haber estado acompañando a la abuela de ese pequeño las pesadillas no aparecerían ese día, se equivocó.

Tragó con amargura cuando Manuel cruzó la puerta, con la ropa de la tarde, tal vez recién habían regresado, se preguntó cómo estaría Abraham, todos decían que se veía muy afectado después de lo ocurrido, y aquel pequeño niño no lo soltaba y fue ahí que Lena le explicó que él se encargaba de doce niños, pequeños que lo veían como un hermano y los más pequeños como un padre.

―No podemos seguir así, tú necesitas ayuda ―fueron las palabras de su hermano mientras la pegaba a su pecho, abrazándola y ella rompía en llanto recordando cada golpe que su marido le daba, esos malditos recuerdos que no se iban―. Vamos a buscar ayuda, voy a estar contigo, vamos a salir de esto. 

Y se quedó ahí, hasta que volvió a dormir y aunque tuvo pesadillas, no fueron tan fuerte como pensaba, así que cuando se levantó, mantuvo su boca cerrada y su mano en su pecho, con fuerza presionando ahí.

A las doce todos estaban cambiados, listos para ir acompañar al sepelio, y aunque habían hecho una pequeña colecta para los gastos, había escuchado decir a su padre Felipe que los gastos habían salido de los Tasayco.

Acompañaron y se sorprendió la cantidad de gente, aunque la mayoría no había conocido a la anciana, todos iban porque los Tasayco estaban ahí y ella se permitió buscarlo en secreto, y lo encontró adelante, con unos lentes oscuros, la ropa del mismo color y en sus brazos el pequeño, vestido y peinado, supo ahí que esos dos no volverían a soltarse.

Iván se soltó de los brazos de Abraham, su melena de risos oscuros estaban peinados, alejados de su rostro y ella pudo ver aquellos bonitos ojos llenos de tristeza, el niño de ocho años, menudito y pequeño, lanzó una rosa y luego se giró llorando y fue el moreno que se agacho abriéndole los brazos, protegiéndolo del mundo y eso, después de mucho, provocó un cosquilleo en el corazón herido de Sara. 

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