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PRIMER CAPÍTULO: VIVIR SIN ELLA  

EPÍGRAFE

Lleva los pantalones rotos, el corazón a punto de explotar y el celular en la mano.

Ella nunca lo llamó, pero él ha activado el mapa para ir en su búsqueda.

El amor puede doler a veces, el amor puede romper corazones.

Pero el amor trae felicidad, el amor trae esperanza y el amor es la luz entre tanta oscuridad.

El canto del gallo de la vecina era su alarma cada mañana, aunque a diferencia de otros días; los fines de semana no trabajaban. Tiró de las cobijas y miró hacia un lado, viendo como el sol trataba de filtrarse entre las cortinas y quiso reír, hoy no amigo, hoy me quedo en casa. Sus ojos viajaron desde la ventana, al reloj y luego hasta la vieja fotografía que descansaba en la mesa de noche, se acomodó en la cama y tomó el retrato reconociendo los rostros, con quince años menos.

Edxon de trece años con los dientes grandes y rapado, él con su hermanita en brazos, Manuel de veintidós y a su lado su hermana Sara, brillando como solo ella sabía hacerlo.

Sara.

Esa foto fue una semana antes de que ella se fuera del pueblo comprometida, una semana después de que su corazón se rompiera mientras los adultos le decían que era muy joven para amar, que era muy joven para saber sobre corazones rotos. ¿Y ese dolor que sintió el día que ella se fue, que era? ¿Quién le explicaba ese dolor que sintió? ¿Quién le explicaba el por qué aun quince años después seguía esperando?

Sacudió la cabeza ante los recuerdos y los sentimientos que aun albergaba por aquella mujer, por la mujer que amó y amaba. Dejó la fotografía en su lugar y terminó cerrando los ojos tratando de volver a dormir, pero eso fue casi imposible porque la puerta de su casa sonó más de una vez, quiso gemir de dolor y terminó levantándose. En el camino se puso una playera sin mangas y bajó las escaleras viendo a su madre y hermana parlotear, vio el calendario pero era un sábado normal, ¿Qué hacían tan temprano ahí?

A ese paso le entregaría mejor una llave, su madre y hermana pasaban más tiempo en su casa que en la suya.

Abrió la puerta y sonrió viendo a su madre, una mujer de Cajamarca, tan blanca como la leche y con unos ojos claros que le había heredado. Mientras Yesmin la seguía en belleza, y en gran parecido, y que decir del carácter.

―Deben estar muy aburridas para venir a mi casa  ―Abraham murmuró dejando un beso en la frente de su madre para después revolver el cabello de su hermana pequeña mientras ella se quejaba, iba a cerrar la puerta pero la imponente figura de su padre apareció, riendo a carcajadas con los vecinos que se iban a la chacra.

Su padre era un moreno alto de Chincha, en uno de sus viaje quedó enamorado de su madre, y al ver que su familia impedía la unión; se la robó y la trajo al pueblo. El viejo se la había jugado bien y desde entonces; se amaban como ningún otro.

―Hoy inicia la fiesta de compromiso de Edxon y quedé en ayudar en la comida, pero antes, quería desayunar con mi familia ―Valeria señaló yendo directamente a la cocina para empezar a calentar agua, y luego sacar de las bolsas los tamales de maíz pelado con pan caliente, su hermana comenzó abrir las ventanas y encender el estéreo, mientras Abraham sacaba los platos hacia el patio, ya que cuando su madre venía; afuera desayunaban―. Maira ha preguntado por ti hoy que fui a la panadería, la muchacha sigue sonrojándose cada que te ve.

― ¡Tiene treinta y un años! ―Yesmin exclamó burlándose―. ¿Quién se sonroja a esa edad? Ni yo lo hago.

― ¿Qué no hace usted, señorita? ―inquirió con voz fuerte Mateo, sonrió hacia su hijo que estaba colocando las tazas de café en la mesa.

―Maira es bonita mamá, pero no es mi tipo ―se excusó quitándole la jarra de café caliente y sirviendo en las cuatro tazas, volvió hacia la cocina por jugo de naranja para su hermana y ella sonrió como niña pequeña. Siempre lo sería para él―. Deja de buscarme novia, y decir que soy un buen partido.

― ¿Y no lo eres? ―

Valeria inquirió y Abraham gimió viendo a su padre para que lo rescatara, pero él estaba muy entusiasmado terminando su primer tamal―. Tienes tus influencias en Agroaurora, y no solo eso, eres el jefe en tu departamento. Cualquier chica quisiera tenerte de marido, además ya es hora de olvidar tu enamoramiento por…

―Valeria ―pidió Mateo dejando a un lado los cubiertos, su mujer suspiró y cambió de tema.

A las diez de la mañana su casa volvía estar calmada, solo con la estéreo encendida mientras limpiaba la casa, en la semana apenas le dejaba tiempo de limpiar el patio, y es que entre el trabajo y ayudar en el pueblo, apenas y estaba en casa. Manuel constantemente le decía que bajara el ritmo de su vida, pero a él le gustaba ayudar, y si tenía fuerza; seguiría haciéndolo.

Se bañó y se cambió, ya que se reuniría con sus amigos, en especial con el que en una semana se casaría. Edxon había estado con Naomi desde la secundaria, y en menos de una semana se darían el sí frente a las personas que ellos amaban, frente a los que realmente los querían.

            ― ¿Quieres casarte, Abraham? ―el moreno parpadeó varias veces y se giró al ver a sus dos amigos mirarlo, sonrió y los saludó, al ver que no respondía; Manuel volvió a preguntar―. ¿Tasayco?

            ―Por supuesto que sí, me gustaría casarme ―colocó las manos atrás de su cabeza y dejó caer los lentes oscuros en el puente de su nariz, ese día el sol estaba más fuerte que nunca―. He querido casarme desde que la vi bailar en las fiestas de Julio.

            Ambos amigos se quedaron callados al escuchar al mayor de los Tasayco, lo habían visto enamorado desde los quince, en especial Manuel que era el hermano de la mujer que Abraham amaba, pero Sara se había casado, Sara ya tenía hijos, ella nunca podría corresponder el amor de su amigo, aunque le dolía.

No era fan de su cuñado, mucho menos del amor que decía tenerle a Sara, pero ella se fue, ella tomó su decisión y una vez a los dos años podían verla, al igual que sus sobrinos. Muy en el fondo quiso que se quedara, que correspondiera el amor de su amigo, porque Abraham si era un buen hombre, pero al corazón no se manda y su hermana amaba con locura a Eder.

            ―Creo que es hora de que dejes ir ese amor, amigo ―Manuel golpeó el hombro de su amigo y Abraham se quitó los lentes, los ojos claros de él brillaron de tristeza, y sintió pena por lo que el muchacho vivía―. Sara tiene su familia, y es hora de que tú tengas la tuya.

            ―Y en la fiesta de la boda habrán muchas amigas de Nao ―señaló Edxon y Abraham se echó a reír, después de un rato los tres estaban riendo mientras compartían una gaseosa de limón, disfrutando de una buena tarde.

            Pero no duró mucho, porque a la hora vinieron las mujeres a buscarlos para que empezaran a llevar sillas y las flores para la fiesta de compromiso, así que se pasaron toda la tarde, hasta que Abraham pudo escaparse hacia la pequeña radio del pueblo donde era locutor, ponía las mejores canciones y escuchaba las penas de la gente del pueblo, un trabajo que tenía solo los fines de semana, y que le gustaba.

Saludó a los chicos de cabina, aunque no tan chicos; muchos de ellos casados y orgullosamente con una panza que apenas podían cubrir. Se puso los audífonos y esperó que la canción terminara, para después empezar hablar, porque Abraham era un romántico, un hombre que amaba mucho y que se enamoró una vez.

***

Sara miró sobre su hombro a su pequeño Jimi dormido mientras que Bianca llevaba puesto los audífonos y miraba por la ventana, desde que habían subido al carro la niña no había querido hablarle, y en parte la entendía; su hija amaba a su padre, y que ella lo separara, la hacia la bruja del cuento.

Quisiera poder explicarle, poder decirle que amaba a su padre pero que él a ella no, que no podía estar en esa casa y soportar sus humillaciones, que ya lo había hecho por años, pero Bianca era solo una niña de doce años que no entendía los problemas de los adultos.

Lo único que quería hacer era llegar a casa, abrazar a sus padres y llorar en sus brazos, nunca en su vida se había sentido tan indefensa, tan débil y tan poca cosa. Había permitido que Eder la gritara, que la humillara, que le fuera infiel y luego que la golpeara. ¿Cómo había podido llegar a ese punto? ¿Tanto era su amor por él que soportó eso? Si, lo era, pero el amor por sus hijos era más grande y por eso huyó de Eder, de cómo la tenía prisionera.

Se miró por el espejo y ni siquiera se reconoció, las grandes ojeras y su cabello sin brillo, no era la joven bella y risueña que dejó el pueblo de Monte Blanco, ni siquiera la enfermera que juró que sería. Era una mujer opaca, débil y sin autoestima, tratando de refugiarse en los brazos de su familia, como si siguiera teniendo veintidós años.

Las gruesas lágrimas bajaron sin permiso, así que con rapidez las limpió mientras encendía la radio buscando una emisora tranquila, sin noticias, que la aliviara hasta llegar al pueblo, cuando dio con una donde se reproducía una vieja canción que solía escuchar; se calmó. Golpeó sus dedos en el timón y se relajó, al menos debía fingir frente a los niños. Condujo tarareando la canción hasta que terminó y luego una voz gruesa la hizo estremecerse.

            ―Los chicos me piden que no regrese al pasado, que debo actualizarme ―el locutor habló, su voz ronca y suave, como si saboreara las palabras―. Pero cuando tienes buenos recuerdos del pasado, ¿por qué no volver? Sin más palabras, los dejó con un clásico de otoño.

            Se lanzó la nueva canción y Sara se sintió calmada, tranquila. La voz de aquel hombre y aunque fueron pocas palabras, la sacudió. ¿Volver al pasado? Ya ni siquiera tenía recuerdos de esa época, o tal vez sí, pero los eliminó cuando Eder empezó a molestarle que hablará de lo que dejó.

Su corazón golpeó más fuerte cuando vio el letrero del pueblo y pudo respirar en paz, miró sobre el espejo retrovisor, viendo que nadie la seguía. Que él no la seguía y sonrió, una sonrisa sincera. Manejó viendo las luces en el pueblo, los grandes y viejos árboles, los niños corriendo de un lado a otro y luego la casa de sus padres en una esquina, ahí estaba su casa. Estacionó y se quedó por largos segundos ahí hasta que escuchó la música y giró su rostro viendo la fiesta que se celebra en la casa de los Morales, todos reían y es que ese era el efecto de ese pueblo; devolver el brillo y hacerte feliz.

Con inseguridad apagó el motor del carro y golpeó el hombro de su hija, los ojos oscuros de la niña la miraron, su nariz roja por haber llorado y quiso abrazarla, pero esa noche ya había aguantado muchos desplantes.

            ―Voy a ver a tus abuelos, no salgas y cuida de Jimi ―pidió en voz baja, la niña giró el rostro y Sara elevó el tono de su voz―. Bianca.

            ―Está bien ―masculló apretando los puños. Sara soltó un suspiro lastimero y bajó del carro, tiró de la chaqueta y rodeó el vehículo para ir hacia la casa, golpeó la puerta varias veces pero nadie atendía.

            ―Están en la fiesta de los Morales ―dijo uno de los vecinos, ni siquiera la reconoció.

            ―Gracias ―la mujer metió sus manos dentro de la chaqueta y cruzó, mirando hacia el carro viendo aun ahí a sus hijos, avanzó sintiéndose incomoda por las miradas que le lanzaban, cuando vio a sus padres en una mes, con otros más se acercó con cautela, avergonzada. Tocó el hombro de su madre y está riendo se giró, pero aquella sonrisa se borró al ver a su hija tan delgada, demacrada y la nariz roja, Enriqueta se puso de pie y la abrazó con fuerza mientras Eduardo y Manuel también se ponían de pie.

            La chica se rompió en los brazos de su madre, pero no quería que nadie la viera, así que su madre aun abrazada la sacó de ahí, con los dos hombres pisando sus talones. La chica pudo escuchar los murmullos, incluso la música había bajado, pero no giró. Cuando estuvieron afuera de la casa, la chica señaló hacia el carro y Manuel se apresuró a tomar a Jimi en sus brazos, mientras que Eduardo abrazaba a Bianca.

            ― ¿Qué pasó, Sara? ―preguntó su madre y la chica cubrió su rostro con sus manos, avergonzada. Se había ido feliz de casa, enamorada y ahora volvía hecha pedazos.

            ―Manuel, ¿está todo bien? ―la chica se mantuvo de espaldas al escuchar esa voz desconocida, todos se quedaron en silencio hasta que Manuel habló.

            ―Claro, Abraham. En un rato voy, cuida de mis niñas ―Sara sin mirar atrás ingresó a la casa y su familia entró, Manuel llevó a los dos pequeños a una de las habitaciones, les llevó comida y los dejó con la televisión encendida, y luego bajó viendo a su melliza hipar, sufrir.

            La veía y no la reconocía, tal vez por eso Abraham tampoco lo había hecho. Esa no era su Sara.

            ―He dejado a Eder ―confesó mirando el vaso de agua que su padre le había tendido, su madre a su lado la apretó a su cuerpo y la chica ni siquiera pudo mirarla a la cara―. Ya no pude más.

― ¡¿Qué te hizo ese infeliz?¡ ¡Ahora mismo iré a sacarle la m****a?! ―estalló Manuel y los ojos de Sara volvieron aguadarse e incluso se encogió de hombros, acción que no pasó desapercibida para su familia―. Sara, amor, ¿él te pegó?

            Manuel tomó el rostro de Sara y su corazón dio un vuelco al ver la mirada vacía de su hermanita, su pequeña hermana. La atrajo a su pecho, la abrazó con fuerza cuando rompió en llanto. El infeliz le había pegado, ¿Qué clase de ser humano podía dañar a alguien tan hermoso?

            ―Ya no quiero volver ahí, yo…, ya no quiero volver con él ―tartamudeó viendo a su familia y Eduardo se acercó besando su frente―. No quiero a mis hijos cerca, antes de venir aquí he pedido el divorcio…, yo.

            ―No vas a volver con ese hijo de la gran pucta ―señaló el hombre mayor, apretando a su hija a su pecho―. Nadie te hará daño hija, ni a mis nietos.

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