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Cerró la ventana en la portátil y se dirigió a la puerta. Se llenó de valentía antes de abrir la puerta. Giselle, en su vestido apretado, elevados tacones, maquillaje demasiado marcado y el cabello como una fiera, estaba parada ahí, con su usual aire de dominio y poder.

—¿Qué pasa mamá?

—No has comido, ¿es que has estado comiendo en otro lado la porquería que sirven? Por eso estás tan gorda, ¿no? Comerás de forma sana conmigo, jovencita —señaló mordiente.

Herirla siempre había sido el blanco, y ella lamentablemente nunca daba fallidos. Era cierto que llegó y subió a su habitación, no tenía hambre, no había comido chatarra afuera y definitivamente no estaba gorda.

Desde que tenía uso de razón se dejaba aplastar por los rigurosos y restrictivos márgenes alimenticios que le imponía su madre, ella sí estaba escuálida, tan delgada que se le sobresalían los huesos de la clavícula y de otras partes. Ese régimen alimenticio que empezó a base de ensaladas y ejercicio, se volvió extremo al
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