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— ¡Hermano! —exclamó Alberto, al entrar a la habitación y verle recostado en la camilla, sin poder moverse porque está envuelto en un yeso su pierna derecha, y por su pecho cruza una venda blanca de seda.

— ¿Qué haces aquí? —preguntó con altanería José Luis, pues, su orgullo es muy grande.

— Vengo a ver a mi hermanito del alma.

— Vete Alberto, no tienes nada que hacer aquí, así que te suplico que te vayas y me dejes con mi soledad.

— ¡No! Yo soy tu amigo y no te voy a dejar a la deriva, aunque me corras como lo hiciste con tu esposa, pero yo no me iré, yo no soy ella, y por eso aquí me tendrás encima de ti todo el tiempo que sea necesario.

— Hermano, te necesito. — ¡Por favor perdóname por ser tan idiota! —dijo finalmente José Luis, reconociendo que se ha equivocado y que no tiene a nadie más de su lado que a su amigo.

— Estoy contigo, mi hermano del alma, puedes estar tranquilo que yo cuidaré de ti hasta que te recuperes. —le prometió su amigo y se dieron un fuerte abrazo de hermano
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