Capitulo 6
Miguel nunca ha sido del tipo que se frene por nada De hecho, la última vez, después de haber sido drogado, a pesar de que sabía que ella estaba ebria y fuera de sí, él decidió acostarse con ella de todos modos.

Cuando despertaron, ella le había recriminado que aquello había sido un vil abuso, pero él le había devuelto el comentario, asegurando que había sido ella quien lo había buscado, y, con una sonrisa irónica, le había insinuado que no quería hacerse responsable.

Después de su sarcástico comentario, Elena había hecho un esfuerzo por recordar lo sucedido, y vagamente le vinieron las palabras de él, algo como: «Eres tú quien quiere estar conmigo, no te arrepientas después». Sin embargo, conociéndose a sí misma, Elena estaba convencida de que jamás lo habría buscado por iniciativa propia. Ni siquiera bajo los efectos del alcohol.

La única explicación posible era que él hubiera aprovechado su estado para provocarla y seducirla, logrando que ella le correspondiera.

Sintiendo la intensidad de su mirada, ardiente y fija en ella como si fuera su presa, el corazón de Elena comenzó a latir desbocado, palpitando tan fuerte que parecía retumbar en su garganta.

Sin tiempo para analizar la situación, giró sobre sus talones y se apresuró hacia la puerta, tratando de escapar de su presencia. Sin embargo, sus piernas, débiles, como si estuviera pisando algodón, apenas la sostenían, y sus pasos eran inseguros, tambaleantes.

Con dificultad, logró agarrar el cerrojo e intentó girarlo varias veces, sin éxito. ¡La puerta estaba cerrada con llave desde afuera!

—¿A dónde crees que vas? —Su voz, ronca y cargada de sensualidad, llegó a sus oídos, desde atrás, en un susurro que subía de tono con un matiz de insinuación.

Su figura, imponente y cargada de una energía posesiva, se acercaba cada vez más, cubriéndola con su sombra, hasta rodearla por completo.

Elena se giró, quedando con la espalda pegada a la puerta, observando cómo Miguel, con una actitud casi depredadora, avanzaba hacia ella como un rey vigilando su territorio.

Cuando sintió que le faltaba aliento, Miguel levantó un brazo con firmeza, apoyando ambas manos contra la puerta e inclinándose hacia ella, antes de bajar la mirada hasta encontrar sus ojos.

La había atrapado en un espacio estrecho, entre su cuerpo y la puerta, dejándola sin ninguna posibilidad de escape, mientras el aroma a madera, mezclado con el inconfundible olor de su piel masculina envolvía a Elena, invadiendo por completo sus sentidos.

Todo su cuerpo estaba caliente, con la sangre ardiendo en sus venas, mientras un escalofrío le recorría la espalda, provocando un sutil temblor en cada parte de su ser. No sabía si era el efecto de algún narcótico, pero la presencia de Miguel la hipnotizaba, haciendo que sus ojos se dirigieran involuntariamente hacia él.

Su figura imponente, con esos hombros anchos y cintura esbelta, resaltada por el traje que delineaba sus largas piernas, exudaba una energía llena de testosterona.

A contraluz, Miguel permanecía en sombras, pero Elena podía sentir la fuerza de su mirada, casi ardiendo con una intensidad que no podía definir.

Su pecho se tensó y sus palabras salieron en un susurro tembloroso:

—Miguel…

De repente, recordó vagamente cuando había ido al club Estelar con María y había visto a Miguel, cumpliendo un castigo de juego en el escenario, desabrochándose la camisa y bailando, arrancando gritos y suspiros entre el público. Incluso, recordaba haber oído algunos comentarios de las mujeres a su alrededor.

—Es tan sexy… Si pudiera salir con él, sería la mujer más feliz del mundo.

—¿Acaso es uno de los acompañantes de este lugar? Yo gastaría hasta el último centavo por tenerlo solo para mí.

—¡Qué clase de tontería es esa! Él es Miguel, del Grupo Díaz. Aunque trabajara aquí, sería el acompañante más exclusivo de la historia, y tú jamás tendrías oportunidad con él.

Elena había estado de acuerdo en silencio. Si Miguel desplegaba su encanto, pocos serían capaces de resistirse.

Sin saber dónde posar la vista, sintió la garganta reseca, y, por acto reflejo, humedeció sus labios y tragó saliva.

—¿Lo deseas? Puedo ayudarte —susurró Miguel, inclinándose hacia su cuello, dejando que su cálido aliento recorriera su piel mientras hablaba con un tono bajo y provocador—. La última vez fuimos perfectamente compatibles. Tú también lo sentiste, ¿o no?

Elena sintió que un escalofrío la recorrió por completo, en una extraña y embriagadora sensación que comenzó desde su oído y se extendió por su cabeza.

—No lo recuerdo —se resistió, con voz temblorosa, mordiéndose el labio—. Y estoy bien, gracias, no necesito la ayuda del señor Díaz.

Los ojos de Miguel, oscuros y enigmáticos, se mantuvieron fijos en ella durante unos instantes, hasta que, de pronto, dejó escapar una risa suave y le pasó el dorso de la mano por la mejilla antes de decir, con tono burlón:

—¿Qué pasa? ¿No quieres cumplir el sueño de la abuela de tener un bisnieto?

Elena, sintiéndose mareada, trató de mantener la poca cordura que aún le quedaba. Respiró profundamente, apartó el rostro, y, con voz temblorosa, cuestionó:—Lo hiciste a propósito. Le hablaste a la abuela sobre tener hijos. Miguel, ¿qué es lo que realmente quieres?

Miguel, viendo su resistencia, solo sonrió con malicia.

—¿Qué mejor manera de hacer feliz a la abuela que con un bisnieto? Solo te estoy ayudando a cumplir con tu deber de nieta.

Las pupilas de Elena temblaron, al comprender finalmente que aquella era la última jugada magistral de Miguel, su modo definitivo de devolverle la presión que ella había puesto sobre él a través de la abuela.

—La cláusula siete de nuestro contrato de matrimonio establece que no se requiere cumplir con deberes maritales —le recordó airadamente, tras morderse el labio inferior, frustrada.

—Así que eso es lo que en realidad vale tu supuesta devoción familiar —murmuró Miguel, con desprecio, sonriendo con ambigüedad. Acto seguido, se enderezó y dio un paso atrás, aumentando la distancia entre ellos—. En fin, si no quieres, cada uno resolverá sus deseos a su manera. Aunque, si algún día cambias de opinión, tendrás que rogarme.

La mente de Elena era un completo caos, pero tenía una certeza: ella nunca cambiaría de opinión. Había muchas formas de mostrar respeto hacia la abuela, y ninguna implicaba tener un hijo con Miguel. Una vida no debía usarse como instrumento de retribución.

Perdida en estos pensamientos, Elena caminó hasta el baño y se sumergió en la bañera llena de agua fría, dejando que el inusual calor de su cuerpo se disipara, poco a poco. Cuando recuperó la claridad mental, un intenso escalofrío recorrió su piel.

Si Miguel le había cedido el baño a ella, ¿cómo planeaba él lidiar con los efectos del sedante en su cuerpo?

Sin ropa limpia a mano, y sin querer vestirse con la ropa mojada, ni mucho menos pedirle ayuda a Miguel, se armó de valor y salió envuelta en una toalla.

La luz principal de la habitación estaba apagada, y solo una pequeña lámpara de cabecera emitía una iluminación tenue y amarilla. El aire aún conservaba el aroma a rosas, aunque se mezclaba con un olor peculiar y desconocido.

Miguel estaba recostado en la cama; su rostro definido mostraba un leve rubor y sus oscuros ojos brillaban con una intensidad hipnótica.

—Si tardabas un poco más, habría pensado que te habías ahogado en la bañera —comentó con ironía.

Acto seguido, se levantó y se encaminó al baño, pasando junto a ella, sin decir nada más. Poco después, el sonido del agua corriendo invadió la habitación.

Elena se apresuró a dirigirse al vestidor en busca de algo de ropa para dormir, solo para encontrarse que todas sus prendas habían sido reemplazadas por diseños provocativos.

La abuela realmente se había esmerado…

Suspirando resignada, eligió un camisón de satén azul oscuro, el más modesto que pudo encontrar.

Mientras se cambiaba, un pensamiento cruzó fugazmente por su mente: Miguel ya estaba en pijama cuando ella entró al baño, y las sábanas… parecían haber sido cambiadas.

Apresurada, regresó a la habitación y confirmó, antes de un rojo intenso, ahora eran de un verde oscuro. En el cesto de ropa sucia vio un traje hecho a medida, tirado sin ningún cuidado.

Con el corazón acelerado, como si estuviera cometiendo algún delito, se acercó sigilosamente al cubo de basura de la habitación, y, al abrirlo, descubrió un pañuelo arrugado que parecía envolver algo. El olor peculiar que había sentido en la habitación se intensificó.

Las pupilas de Elena se dilataron al darse cuenta de lo que sucedía. Con rapidez, se encaminó al vestidor, tomó un pequeño bolso y un par de lápices de cejas de la mesilla.

Al regresar a la habitación, con ayuda de los lápices, sacó el pañuelo arrugado del cubo, guardándolo discretamente en el bolso, justo en el momento en el que el sonido del agua cesó, por lo que, sin tiempo para esconderse, dejó el bolso discretamente sobre el sofá.

Un momento después, la puerta del baño se abrió, y Miguel salió envuelto en una bata, secándose el cabello con una toalla. La bata estaba ligeramente desabrochada, dejando ver como unas gotas de agua resbalaban por su torso, delineando su musculatura, antes de desaparecer entre los pliegues de la tela.

Miguel se ejercitaba regularmente, y su cuerpo, de por sí esbelto, sumado a su disciplina, hacía que su físico fuera envidiable; una visión que había dejado asombrados tanto a hombres como a mujeres en sus noches de baile en el club.

Elena sintió su corazón acelerarse de nuevo, mientras su respiración se volvía errática. No sabía si era por la tensión del momento, o si se debía al efecto del sedante que aún no se había disipado por completo.

—¿Qué haces? —preguntó Miguel, deteniendo el movimiento de la toalla, con la mirada fija sobre ella, antes de que su atención se centrara en el bolso que reposaba en el sofá.

Siguiendo su mirada, Elena hizo un esfuerzo por mantener la calma.

—Ah, este bolso es una edición limitada. María siempre ha querido uno igual, y, y que lo encontré, pensé en regalárselo.

El silencio de Miguel se alargó, y cada segundo se convirtió en una agonía para Elena, mientras sentía su corazón latir desbocado.

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