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Maldita mentirosa, se dijo Amelia entrando de nuevo al bar donde, hasta hacía unos minutos, había estado con un par de amigas.

Bueno, lo que ella llamaba amigas. Tess y Heather eran más bien conocidas, la una era su ex secretaria, y la otra la esposa de su jefe. Había pensado que eran mujeres más mundanas, pero poco habían soportado el alcohol, pues muy pronto tuvo que llamar a sus maridos para que las vinieran a buscar. Y era tan temprano todavía…

Había venido aquí con el propósito de olvidarse un rato de todo, de tener conversaciones tontas, reírse, y pasarlo bien, pero había sido todo lo contrario. La absurda felicidad de estas mujeres casadas la lastimaba, y no había hecho más que recordarle, una vez más, lo sola que estaba.

No siempre le pasaba, salía con mujeres casadas y felices todo el tiempo. Tal vez hoy estaba más sensible que nunca.

Entró de nuevo al bar y encontró que la mesa donde había estado antes ahora la ocupaba otro grupo de chicas mucho más jóvenes que ella. Miró a un lado y a otro advirtiendo que no conocía a nadie aquí, pero, sin importarle mucho, siguió buscando una mesa donde sentarse y pedir otro par de tragos. Tal vez alguien la invitara a uno, y la noche mejorara…

Maldita mentirosa, se repitió.

Ahora sentía un nudo en la garganta.

Cincuenta millones o la posibilidad de volver veinte años al pasado con tu memoria intacta, había sido la pregunta de la semana, del año, y se las había hecho a sus nuevas amigas. Ni Tess ni Heather habían querido volver veinte años atrás, fue lo que dijeron, y ella no estaba acostumbrada a verse vulnerable ante nadie, así que había mentido, y había dicho que también prefería los cincuenta millones que volver veinte años al pasado.

Hacía veinte años, ella sólo tenía dieciséis, vivía aún en Paradise con sus padres, estaba en la escuela, tenía muchas amigas, estaba enamorada, y creía que, si eras buena, todo te saldría bien en la vida. Era una completa ingenua.

¿Qué elegirías?, le había preguntado la Tess de su sueño, un sueño que tuvo hacía pocos meses. Cincuenta millones de dólares, libres, todos para ti, para gastártelos como quieras, sin restricciones… o volver veinte años al pasado, con tu memoria y experiencias intactas…

En el sueño, ella no había contestado, se había quedado paralizada sin saber qué decir.

Se acercó a la barra y pidió un trago más bien suave, suspiró y miró hacia la pista de baile donde varias parejas se movían al compás de la música alocada.

Ella sí que volvería veinte años. Había dicho que no, explicando que su vida era perfecta, pero era una total y absoluta mentira. Su vida era horrible, y a cada día se hacía más consciente de eso. Horrible, solitaria, llena de remordimientos, llena de miedos, de heridas y cicatrices. Llena de resentimiento.

Y a cada año que pasaba era peor. Era más desconfiada, más prevenida contra la gente y los hombres. Sus amigos se hacían más escasos, porque entre más los conocía, menos los comprendía. Los hombres se habían vuelto un accesorio más, un mal necesario. La familia era un concepto allá subido en alguna nube imposible de alcanzar.

Los ojos se le humedecieron al pensar en esto último. ¿Qué había tomado acaso? ¿Por qué estaba tan sensible hoy? Había muy pocas personas en este mundo que sabían su historia y con las que podía hablar de ello, y tenían un cuidado especial de no tocar el tema, porque sabían, sabían sin temor a dudas, que esa Amelia de hierro, al recordarlo se volvería una nube de llanto y lágrimas. Pero hoy ella, sin necesidad de esos amigos, se estaba acordando solita, y otra vez estaba llorando.

Se bebió su trago y pidió uno más fuerte.

Volver a sus dieciséis sería perfecto, pensó. A sus dieciséis, estaba enamorada, sí, pero él aún no había reparado demasiado en ella. Su vida estaba intacta, su futuro era prometedor.

Su error había sido darle su corazón al hombre equivocado, y lo había pagado tan, tan caro…

Una lágrima le rodó por la mejilla, y se la secó con ira. Oh, volver a los dieciséis y recuperar su vida, su confianza en sí misma, en los demás, recuperar su… Recuperar todo.

—Yo volvería —dijo en voz alta recibiendo del barman su nuevo trago—. Volvería a mis dieciséis y le diría mil cosas, lo alejaría sin asco de mi vida. Lo… lo despreciaría sin remordimientos, y me iría tan campante.

—Lo que tú digas, cariño —le sonrió el barman, y Amelia lo miró con ojos entrecerrados.

—Y entonces, tal vez, volvería a confiar en los hombres. Y entonces, yo… estaría completa. ¡Completa! En todos los sentidos.

—Vivan las mujeres completas —sonrió el barman, creyendo que ya estaba borracha. Pero Amelia no estaba ebria, y rechazó el ofrecimiento de otro trago, pagó los que se había tomado y se alejó del bar, volvió a salir a la calle y se preguntó qué tan prudente sería conducir.

Nada prudente, se contestó, y llamó un taxi.

Fue a la vuelta de unas vacaciones de verano, recordó mientras iba en el asiento trasero del taxi, con la frente pegada en el cristal y mirando las calles vacías al pasar. Estaba en la clase de gimnasia, con esas mallas horribles, pero que a ella se le veían bien, porque a sus dieciséis su cuerpo era casi perfecto, curvilíneo y proporcionado. Había hecho bien un salto, no recordaba cuál, y la habían aplaudido, y fue cuando notó la mirada de Damien, su hermoso y popular compañero de clases, fija en ella.

Oh, Damien, Damien, suspiró cerrando sus ojos con fuerza.

El amor de su vida.

El horror de su vida.

Pocos hombres pueden ser tantas cosas en la vida de una mujer. Damien lo había sido todo. Lo bueno, lo malo, lo terriblemente malo, lo traumático. Eso había sido él. Un cáncer, un dolor constante, su miedo y su alegría. Todo.

Dicen que el tiempo todo lo cura, pero en su caso, el tiempo, más bien, era otro enemigo. Siempre le había ido en contra, siempre su peor enemigo. El tiempo no había curado sus heridas, sólo las había acentuado.

Pocos días después de esa clase, él empezó a hablarle, y era tan guapo que ella no se lo había podido creer. A sus dieciséis era tan ingenua y cándida que creyó que aquello era el destino, y aceptó salir con él, besarse con él, iniciar una relación con él.

Ahora lo recordaba y se enojaba contra sí misma, pero, ¿de qué otra manera iba a ser? Ella en ese tiempo creía que todos eran buenos, y que los malos sólo necesitaban un empujoncito para ser buenos otra vez. Creía que la gente era incapaz de dañar a otros así como lo era ella. Era capaz de ver la bondad aun donde no existía. Tenía muchas amigas, muchos sueños, era excelente estudiante, obedecía en todo a sus padres, o en casi todo. Respetaba a los adultos y creía firmemente en que, si se portaba bien, todo en la vida le iría bien.

Y por eso creyó que, con simplemente amar a Damien, ya todo sería perfecto. Él le había dicho que la amaba, así que… no había mucho en qué pensar.

Había durado tan poco su felicidad, casi nadie alrededor le dijo que no lo hiciera, que tuviera cuidado, así que había seguido adelante. Sólo sus padres se habían opuesto rotundamente a que tuviera novio antes de la universidad, pero estaba tan acostumbrada a que desaprobaran siempre sus amistades que no les prestó atención, así que se veía con él a escondidas.

A veces les echaba la culpa a ellos, porque si no se lo hubiesen prohibido, ella no se habría empeñado más. Si en vez, le hubiesen dado el consejo que necesitaba, ella no habría salido tan lastimada. Pero eran unos padres cristianos que creían que la mujer sólo debía irse de su casa virgen y hacia el altar del matrimonio, y las cosas habían empeorado cuando Penny, su hermana mayor, se había quedado embarazada de su novio antes de casarse con él.

Oh, fue el escándalo más terrible de la vida, y a ella la encerraron semanas, y le vigilaron más de cerca las amistades. A su hermana la obligaron a casarse para tapar todo el escándalo, no le hablaban, y el ambiente era tan hostil…

—No puedo acostarme contigo sin antes haberme casado —le dijo ella a Damien cuando él le propuso tener al fin su primera vez.

—¿Por qué no? —se horrorizó él, y Amelia hizo una mueca.

—Porque… mis padres no estarán de acuerdo.

—¿Y acaso se van a enterar tus padres? ¿Tú les vas a contar?

—¡Claro que no! Pero… Eso… de todos modos yo creo que está mal. Y me da miedo… que las cosas salgan mal, ya sabes, por desobedecer.

—Entonces… ¿te casarías conmigo? —le preguntó Damien, y Amelia lo miró con ojos como platos. ¡Aquello era… una propuesta de matrimonio!

Pero ya no sonreía cuando lo recordaba.

Se bajó del taxi y caminó sin ánimo hacia el ascensor de su edificio. El conserje la saludó, pero ella ni lo miró. Tenía su mente y su alma en el pasado ahora mismo. Se estaba autoflagelando, castigando. Sus recriminaciones jamás terminarían, porque, sí, se casaron, pero a escondidas.

Su madre nunca, nunca supo que su hija menor se había casado a escondidas con un incrédulo, que se había acostado con él. Que se había embarazado… y que había perdido ese bebé.

Al llegar a ese punto, el dolor en su alma era tan agudo que ya no podía ver. Salió del ascensor con los tacones en las manos y caminó dando tumbos hasta su puerta, introdujo la llave y una vez dentro, se recostó en la puerta y golpeó con la cabeza la lámina de madera.

—Idiota —se decía—. Idiota, idiota, idiota.

Mejor que su madre nunca se hubiese enterado, mejor, pensó. Ella no habría podido soportar otro golpe como ese, ya había sufrido bastante con Penny, aunque al final de su vida se reconcilió con su hija, y con su yerno, y ellos volvieron a casa en las navidades, y las demás festividades.

No había sido para tanto, una madre siempre perdona, y ella había actuado impulsada por el miedo que había sentido al ver la reacción de sus padres ante lo que había hecho Penny, y eso sólo la había llevado a su propia ruina.

Se habían casado, sí, pero nunca vivieron juntos. El matrimonio sólo era su manera de calmar su conciencia cristiana de que lo que estaba haciendo no era pecado. El matrimonio santificaba el sexo, lo hacía legal, lo hacía aceptable a los ojos de Dios. No estaba desobedeciendo, estaba dentro de los parámetros de lo legal y lo correcto.

Y entonces, ¿por qué todo había salido tan mal?

Los primeros meses fueron tan hermosos. Ya eran mayores de edad, y sus testigos fueron un amigo de él, y Beverly, su mejor amiga en aquel tiempo. Nadie más lo supo, excepto luego, los hermanos de Damien y el abogado que los divorció.

Se habían puesto de acuerdo para ir a la misma universidad, la estatal de Sacramento, así sería menos difícil llevar una relación, pero como sus padres le exigían volver a casa cada fin de semana, ella tenía que mentirles para poder estar con él, decirles que tenía mucho trabajo, mucho estudio, que lo lamentaba, pero no podía ir.

Funcionó muy bien al principio, recordaba ahora; cuando todo lo que se necesitaba era sexo. Siempre había ganas, siempre había algo nuevo por probar. Siempre había un nuevo sitio, una nueva aventura. Se iba con él a su habitación, o pasaban ese tiempo en pequeños hoteles de Sacramento. Cuando tenían que separarse, los días eran horribles, pero la vida real los reclamaba, y a pesar de estar muy enamorada, Amelia no permitió que su relación se interpusiera en sus planes de ser una profesional, así que en época de exámenes poco se veían, y empezaban los reclamos de él.

Así pasó el primer año, pero las cosas empezaron a cambiar, aunque muy sutilmente. A cada nuevo semestre la exigencia iba aumentando, pero al parecer Damien no comprendía esto, y como ella no cedía, y le recordaba el compromiso que habían hecho de graduarse juntos, entonces él se enfadaba. En aquella época no existían las redes sociales tal como ahora para poder hablar con él a cualquier hora. Y si él desaparecía, y le decía luego que había estado con amigos, o estudiando, o en un viaje de la carrera, ella no podía más que creerle, porque no tenía cómo comprobar lo contrario.

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