|Narrador omnisciente| El estruendo de las llantas al hundirse en la arena, el rugido de los motores y el traqueteo del vehículo al sortear los baches sacuden el interior. Aisling frunce el ceño, soltando un leve quejido de dolor que la cinta en su boca ahoga al instante. Abre los ojos de golpe,
Dorothea se traga su rabia. Tiene que aguantar, o algo peor podría suceder. Se queda mirando cómo Aisling agoniza de rodillas, incapaz de moverse, recibiendo golpes de uno de los hombres de Eusebio. —¿Quieres matarla y hacerme perder dinero, imbécil? —interviene el hombre, empujándolo lejos—. Ya es
Logran llegar al lugar. La luz del sol cae a plomo sobre el puerto de Westhafen, reflejándose en las superficies metálicas de los contenedores y en las aguas tranquilas del muelle. —Ahí están —murmura Artem, entrecerrando los ojos para observar las figuras alrededor de los vehículos estacionados. P
De repente, un hombre aparece corriendo desde el otro extremo del muelle, su rostro marcado por la urgencia. —¡Señor!—grita—. ¡Los Caruso y los Toscano están peleando en el este del puerto! ¡Alguien más los está enfrentando!. El silencio cae por un instante. Artem y Alaric se miran, procesando lo
—Y tú tuviste que depender de esta zorra para poder encontrarla —escupe, cada palabra impregnada de veneno—. M*****a perra desgraciada. ¿Así es como me pagas?. La mujer lo enfrenta sin parpadear, con el mismo rencor que ha alimentado durante años. —¿De verdad pensaste que iba a soportar tus humill
Sonidos de balas, gritos, golpes. Todo se desvanece en un eco lejano. Las heridas arden, la arena incrustada en la carne viva quema, pero por un instante el dolor se extingue. Los ojos se cierran, y la oscuridad lo envuelve todo. El aire está cargado de látex, alcohol y desinfectante. Frío, cortant
*** La mansión Kaiser es un caos desde que ayer se supo lo ocurrido con Aisling y Dorothea. Han mantenido todo oculto a Zelda, quien no ha dejado de preguntar por Alaric, pero el miedo a empeorar su salud ha silenciado cualquier respuesta. Margaret permanece encerrada en su habitación, consumida p
—Así que al final es una trampa —murmura, con una sonrisa ladeada, sus dedos cerrándose alrededor del frasco—. Margaret lo planeó todo meticulosamente. —Ese bebé no es suyo, señor —alega Gerd, con el ceño fruncido—. Seguramente intercambiaron su medicina esa noche. La sirvienta, con acceso a los ri