Aisling cerró la puerta del auto con un golpe seco, un gesto claro para los guardaespaldas que la seguían como sombras molestas: su presencia no era bien recibida. Caminó por el sendero de piedras de mármol blanco hasta la imponente puerta principal de la mansión de su amiga. Tocó el timbre dos ve
—¿Te pasó algo?. —La verdad es que… —Dorothea tomó una bocanada de aire— ¡Me he enamorado!. —¿Qué? —Aisling se quedó perpleja. —¡Maldita sea! No pude dormir pensando en ese semental —se dejó caer dramáticamente en la cama—. Es el hombre más bello que he visto en mi vida. Tan grande, tan… tan… —P
Aisling escuchó a su amiga por un buen rato mientras le contaba, entusiasmada, sobre el famoso ruso del que se había enamorado. Pero, poco a poco, algo en el comportamiento de Dorothea comenzó a cambiar. Estaba actuando de manera extraña, lanzando miradas furtivas a su teléfono y respondiendo mensaj
—¿Qué haces aquí? —preguntó ella, dejando el bolso sobre la cama—. Pensé que vendrías más tarde. —¿No querías que viniera? —replicó el hombre sin mirarla. —No he dicho eso. —Entonces, ¿por qué llegas hasta ahora? —Alaric se enderezó, girándose hacia ella. Sus ojos chispeaban de furia—. Te dije q
Por un instante, el aire se tensó. Alaric la observó en silencio, sus puños apretados, como si estuviera debatiéndose entre quedarse y seguir la confrontación o simplemente marcharse. Al final, soltó una risa fría, sin alegría. —Esto no ha terminado —gruñó, antes de girarse bruscamente hacia la pue
La noche oscura había caído, y Aisling debía prepararse para la cena. Se había recluido en su habitación el resto del día tras el entrenamiento con Alaric. Él no volvió después de eso, y lo agradeció profundamente; no sabría cómo enfrentarlo de nuevo. Se levantó con pereza de la cama y se dirigió a
Solo sabía que el ruso se llamaba Artem Zaitsev y que su esposa, que casualmente era italiana, se llamaba Chiara Caruso. Los dos comenzaron a hablar en la mesa sobre negocios y temas de los cuales Aisling no tenía ni idea: mercancías, puertos, ciudades fronterizas. Discutían como si ellas no estuvi
—¿Eso es lo que quieres? —dijo ella, desafiándolo—. ¿Que actúe como una muñeca que solo responde a tus deseos? Alaric, no soy tuya para que me controles a tu antojo. Sus palabras parecieron encenderlo aún más. Alaric acercó su rostro hasta que apenas unos milímetros los separaban. —Te equivocas, A