Narra Lorena.—¿Cuánto tiempo creés que tenemos antes de que alguien se dé cuenta? —preguntó Alicia, revisando su reloj como si esperara un Uber y no a la muerte.—Menos del que necesitamos, más del que merecen —respondí, todavía con el archivo en las manos.Los discos duros iban directo a mi bolso.Las copias de los documentos, al escote de Mar.Y el dinero…Dios.El dinero era un insulto.Pilas de billetes perfectamente apilados, numerados, marcados.Euros, dólares, pesos.Una orgía de papel y poder.El alma del negocio sucio de Ruiz.—Esto no va a caber en nuestras carteras —dijo Bárbara, mirando las cajas abiertas como si fueran el arca perdida.—¿Y si nos lo comemos? —soltó Mar, sonriendo.—No es tan distinto a lo que hacíamos antes —agregó Alicia, arqueando una ceja.Yo no dije nada, pero ya lo sabía. Este era el momento.—Vaciar las cajas. Todo. Hasta los centavos.—¿Y cómo salimos con eso? ¿Volando? —Mar ya tenía fajos en cada brazo como si fueran bufandas de diseñador.—Por l
Narra Ruiz.Las luces del cabaret siguen encendidas. Las chicas están en sus puestos. La música suena. Todo parece en orden.Pero algo en el aire… algo apestaba.Me saco el saco, camino despacio, y ni los guardias me miran a los ojos.Eso ya me da la primera señal.—¿Dónde está Mar? —pregunto.—Arriba, jefe. Con las chicas…Asiento. No digo nada. Subo. Dos escalones, tres. Me detengo frente a la oficina. Miro el picaporte. Algo no cierra.La puerta está entreabierta.Y el código de la caja fuerte, el mío, el que solo sabían tres personas en el planeta… está reventado.Abro. Entro. Me quedo en silencio.Y lo veo.La caja vacía.Los sobres.Los pasaportes.Los papeles con las cuentas falsas, los depósitos, los alias.Todo.El silencio es como un balazo en la nuca.Camino hacia la caja. La reviso con los dedos. Todavía está caliente. Está claro que no fue hace días, fue hace horas.—¡La concha de la puta madre que los parió! —grito, pateando el escritorio con tanta fuerza que se quiebra
Narra LorenaEl tipo frente a mí no se ha dado cuenta todavía, pero tiene los segundos contados.No los míos.Los suyos.—¿Te puedo ayudar en algo, mamita? —me dice con ese tono de cana frustrado que no la pone desde 2004.Yo me acerco despacio, con la peluca todavía en su sitio, la blusa abierta hasta donde empieza el veneno, y las manos escondidas en los bolsillos de la campera de jean.—Estoy perdida… —digo, fingiendo voz de pobre piba en peligro—. Me dijeron que acá podía tomar un colectivo, pero solo veo autos y caras de mala onda.Él se ríe. Baja el arma un poco. Comete el error más común: subestimar a una mujer con las tetas al aire.—¿Querés que te lleve? Tengo el auto allá… Está fresquito. Música. Asientos reclinables.—¿Y también traés caramelos, tío? —le contesto con una sonrisa tan dulce como una trampa para ratas.Y justo cuando me quiere tocar el brazo, le meto un rodillazo entre las piernas que lo deja sin aire, sin orgullo y sin posibilidades de tener hijos.Corrección
Narra Lorena.No es la primera vez que me escondo. Tampoco la primera vez que me hundo en un colchón ajeno, cubierto de humedad, con las paredes respirando moho y los caños llorando herrumbre. Pero esta vez duele diferente. No por la herida abierta que tengo en el hombro, ni por las noticias de que Ruiz está quemando la ciudad para encontrarme. Sino porque sé que esa furia es por mí. Porque lo traicioné. Y aún así, no me arrepiento.—Ese hijo de puta seguro está arrancando uñas con alicates —murmura La Rulos, una de las chicas que me dio cobijo por esta noche. Tiene los ojos manchados de rímel, fuma como si el mundo se fuera a acabar mañana, y tiene una risa que suena como botella rota. Me cae bien. Me recuerda a mí cuando todavía creía en el amor.La tele vieja que robamos de un contenedor anuncia incendios, cuerpos flotando en el río, gente desaparecida. Ruiz está desatado. Y su cara vuelve a la pantalla en cada maldito canal, como si fuese el santo patrono de la muerte. Hay recompe
Narra Lorena. Dicen que para armar una revolución hace falta rabia, hambre y unas cuantas locas con nada que perder. Yo tengo todo eso. Y ahora, también tengo nombres. Me muevo entre calles sin nombre, en barrios donde los patrulleros no se atreven a frenar y los curas bendicen con los ojos cerrados. Ahí están ellas: las invisibles. Las golpeadas, las exiliadas, las que limpiaban los pisos del cabaret cuando Ruiz se creía intocable. Las que conocen las puertas traseras, los túneles, los silencios del lugar. —¿Vos sabés lo que estás haciendo? —pregunta Estefany, mientras clava una navaja en la madera con una puntería que da miedo—. Estás buscando que ese tipo nos mande a todas al cementerio. —No. Estoy buscando que no nos mate de a una. Que si caemos, lo hagamos prendiendo fuego todo. Rulos nos consiguió una vieja casona a medio demoler, entre ferreterías y galpones de chatarra. Ahí nos reunimos. Una mesa improvisada con latas de cerveza, migas de pan robado y una laptop que s
Narra Ruiz.No pasaron ni dos días desde el robo y ya huele a traición en cada puta esquina. Lo juro: la ciudad entera se ha convertido en un chisme mal contado. Los basureros me miran con miedo, los cadetes con culpa, los socios con cara de "yo no fui". Y cada noche, el mismo informe sobre la mesa: “Ruiz, creemos que encontramos a las perras.”No dicen “la banda de Lorena”. No. Dicen “las perras”. Porque así es como hablan los cobardes. Como si eso les diera distancia, como si no les temblaran las patas al nombrarla. Porque lo saben: esa mujer no está jugando a la guerra. Está firmando certificados de defunción con lápiz labial.—¿Dónde? —pregunto sin mirar, sirviéndome whisky con hielo viejo.—Un galpón abandonado en la zona de las chatarrerías. Rumores, movimientos raros, luces de noche, deliverys pagados en efectivo.—¿Y qué carajo esperan para volarlo?Los miro a todos. Están sentados frente a mí como niños que se mandaron una cagada, esperando que papá decida si los castiga o lo
Narra Ruiz. El olor a pólvora aún me roza la nariz, y la sangre ya empieza a secarse en mis manos. El calor del combate me abandonó y dejó un vacío que no me gusta nada. El silencio después del caos. Es como si la ciudad contuviera la respiración, temiendo cuál va a ser mi próximo movimiento. Y yo sonrío. Una sonrisa sin alegría. Casi ritual. Porque por fin lo veo claro. No se trata solo de castigarla. Lorena tiene que entender qué pasa cuando alguien me convierte en su instrumento, me sonríe, me besa, me ata las manos con un orgasmo… y después me roba. Me deja en ridículo. Me rompe el ego. No, eso no se perdona. Eso se marca. —Vamos al club —le ordeno a Fito mientras me enciendo un cigarro y tiro la chaqueta ensangrentada—. Quiero que limpien el salón. Vamos a tener visitas. —¿Visitas, patrón? Lo miro con los ojos afilados como navajas. —Quiero que la ciudad entera se entere de que sigo acá. Quiero champán, luces, putas, música. Quiero que todos esos imbéciles que du
Narra Lorena. Siempre supe que la calma no iba a durar. Se notaba en el aire espeso, en las ventanas que chirriaban aunque no hubiera viento, en las cucharas que caían solas al suelo. En las pesadillas que no eran sueños, sino anuncios disfrazados. No estaba paranoica. Solo estaba al tanto. Y esta noche, cuando la radio dejó de sonar de golpe y los perros del barrio empezaron a aullar como viudas, supe que el hijo de puta había llegado. —¡Apaguen las luces! —grité sin perder la voz. —¿Ya? ¡Tan rápido! —Mamba, la flaca con cara de ángel y lengua de serpiente, corrió a esconder los fajos de billetes entre las paredes huecas. —¿Nos vendieron? —preguntó otra. —Obvio que nos vendieron, bebé. Nadie escapa de ese cabrón por mucho tiempo sin que le huelan el perfume. —Y me lo dije como quien ya no espera milagros, solo balas. Las botas de los hombres de Ruiz sonaban como tambor de guerra cuando golpeaban el pavimento. Doce, tal vez quince. Bien armados, bien drogados, con la seguridad