Narra Ruiz. El olor a pólvora aún me roza la nariz, y la sangre ya empieza a secarse en mis manos. El calor del combate me abandonó y dejó un vacío que no me gusta nada. El silencio después del caos. Es como si la ciudad contuviera la respiración, temiendo cuál va a ser mi próximo movimiento. Y yo sonrío. Una sonrisa sin alegría. Casi ritual. Porque por fin lo veo claro. No se trata solo de castigarla. Lorena tiene que entender qué pasa cuando alguien me convierte en su instrumento, me sonríe, me besa, me ata las manos con un orgasmo… y después me roba. Me deja en ridículo. Me rompe el ego. No, eso no se perdona. Eso se marca. —Vamos al club —le ordeno a Fito mientras me enciendo un cigarro y tiro la chaqueta ensangrentada—. Quiero que limpien el salón. Vamos a tener visitas. —¿Visitas, patrón? Lo miro con los ojos afilados como navajas. —Quiero que la ciudad entera se entere de que sigo acá. Quiero champán, luces, putas, música. Quiero que todos esos imbéciles que du
Narra Lorena. Siempre supe que la calma no iba a durar. Se notaba en el aire espeso, en las ventanas que chirriaban aunque no hubiera viento, en las cucharas que caían solas al suelo. En las pesadillas que no eran sueños, sino anuncios disfrazados. No estaba paranoica. Solo estaba al tanto. Y esta noche, cuando la radio dejó de sonar de golpe y los perros del barrio empezaron a aullar como viudas, supe que el hijo de puta había llegado. —¡Apaguen las luces! —grité sin perder la voz. —¿Ya? ¡Tan rápido! —Mamba, la flaca con cara de ángel y lengua de serpiente, corrió a esconder los fajos de billetes entre las paredes huecas. —¿Nos vendieron? —preguntó otra. —Obvio que nos vendieron, bebé. Nadie escapa de ese cabrón por mucho tiempo sin que le huelan el perfume. —Y me lo dije como quien ya no espera milagros, solo balas. Las botas de los hombres de Ruiz sonaban como tambor de guerra cuando golpeaban el pavimento. Doce, tal vez quince. Bien armados, bien drogados, con la seguridad
Narrado por Ruiz.El humo aún no se disipa cuando bajo de la camioneta, mascando la rabia como si fuera un maldito chicle podrido.—¿Qué tenemos? —ladro, apenas poner un pie en el asfalto rajado.Nadie se atreve a contestarme enseguida. Se mueven como ratas escaldadas entre escombros y cuerpos tirados. El escondite de Lorena parece el escenario de una masacre improvisada: sangre en las paredes, balas incrustadas en los muebles, olor a pólvora, a miedo... y a ella.Sí.A ella.—Se escaparon por los túneles, jefe. —Uno de mis hombres, con la nariz rota y el alma hecha jirones, me da el parte como si esperara un tiro entre ceja y ceja.—¿Y qué carajo hacían ustedes mientras tanto? ¿Jugaban a las cartas?El silencio es la única respuesta.Caminan entre los escombros, recogiendo armas caídas, recogiendo muertos que ya no tienen nombre.Cada paso que doy suena hueco.Cada respiración que arrastro me llena de veneno.Encuentro algo en una de las habitaciones traseras: un trapo ensangrentado,
Narra Lorena. La decisión no llega como un rayo, sino como un veneno lento, que me carcome mientras doy vueltas por la habitación apestosa que alquilé por monedas. La ciudad entera es un nido de serpientes y ahora mismo yo soy la rata que corre sin rumbo entre sus fauces. Ruiz me respira en la nuca. Cada noche su sombra es más larga. Cada soplido de viento suena como un disparo. Así que hago lo que siempre hice para sobrevivir: me trago el asco, escupo la vergüenza y apuesto todo en la jugada más sucia. Marco un número. Una voz rasposa contesta, oliendo a puro y a whisky barato. Me presento. Nos reímos. Acordamos. El enemigo de mi enemigo, dicen... Nos encontramos en un club privado, escondido detrás de una tienda de licores que nunca cierra. Luces rojas. Olor a sudor, a polvo, a sexo mal lavado. La antesala perfecta para un pacto infernal. Él me espera en el fondo, fumando habanos como si todavía estuviéramos en los años cuarenta. Damián "El Gordo" Sarmiento.
Narra Ruiz. El motor ruge como un animal herido mientras atravieso la ciudad desangrada. La noche me cae encima como un mal recuerdo, pesada, inmunda, pegajosa. Conduzco sin rumbo fijo, o quizás sí: buscándola. Buscándote, Lorena. Cada semáforo, cada esquina, cada sombra parece escupirme su nombre. Y yo sigo, como un perro rabioso, con la mandíbula apretada y el corazón latiendo en una frecuencia que solo los condenados entienden. Piso el acelerador. Las calles vacías pasan como cuchilladas por la ventanilla. Siento la rabia ardiéndome debajo de la piel. El dolor… ese cabrón, late también. Más silencioso. Más venenoso. Mejor así. No me gustan los sentimientos demasiado ruidosos. La radio escupe basura comercial; la apago de un manotazo. Quiero silencio. Quiero encontrarla. Quiero... quiero que pague. El volante cruje bajo mis manos. La puta me humilló. Se rió de mí. Robó mi dinero, mi respeto, mi paz. —Te voy a hacer pedazos, Lorena... —susurro, con la voz rota d
NarraRuiz. El Blue Velvet apesta a sudor barato, whisky rancio y promesas rotas. Apenas cruzamos la puerta, un par de tipos musculosos y sin cuello nos miran con cara de querer hacerse los héroes. Mala elección. Les clavo los ojos. O se apartan, o van a recoger sus dientes del suelo. El mensaje viaja sin necesidad de palabras. Se hacen a un lado como putas sumisas. Tony y los otros entran detrás de mí, esparciéndose por el lugar como plaga. El antro es un desastre de luces rojas, cortinas sucias y mesas pegajosas. En el escenario, una mujer semidesnuda se contonea como si la vida se le estuviera escapando por cada poro. La clientela es una colección de almas perdidas: traficantes de quinta, prostitutas oxidadas, jugadores arruinados. El tipo de sitio donde puedes vender a tu madre por una raya de polvo malo. Perfecto. Me abro paso entre el gentío, dejando que mis hombros golpeen a quien no se quite rápido. Algunos gruñen. Otros se callan. Saben
Narra Lorena.Todo huele a óxido, pólvora vieja y miedo.El almacén abandonado es un monstruo dormido, lleno de esquinas rotas y ecos sucios de otras épocas.Camino despacio, con las botas levantando polvo que me pica en la nariz. Detrás de mí, tres de las chicas revisan las cargas.—¿Estás segura que va a venir? —pregunta Clarita, cargando una escopeta como si fuera un ramo de flores.Sonrío, porque la duda ya no tiene lugar aquí.—Más segura que de que esta ciudad apesta —le contesto, sacando de mi chaqueta un paquete de explosivos improvisados.La bomba canta suavemente en mis manos, como un corazón pequeño y cruel. Nos movemos rápido.Trampas caseras, cables que parecen parte del desorden.Rutas de escape marcadas solo para nosotras.Todo calculado.Todo listo para recibir al Rey Herido, al idiota, al ser más despreciable.Me acerco a una de las ventanas rotas y miro hacia la calle oscura.No hay ruido, pero sé que está cerca.Puedo oler su odio en el viento, ese hedor a renco
Narra por Ruiz.La puerta del almacén se abre con un chillido agónico, como si el edificio mismo supiera que la muerte viene de visita.Entro primero, porque soy el único que puede darse ese lujo. Detrás de mí, mi gente, un par de docenas de perros fieles, armados hasta los dientes, con caras de querer morder a alguien.Huelo el aire: sudor rancio, pólvora, miedo fresco.Mierda.Esta no es una emboscada cualquiera. Esta es una puta obra de arte.Sonrío, porque soy un cabrón que ama el arte.—Muévanse, carajo —gruño, y la jauría se dispersa, cubriendo flancos, asegurando zonas.Doy dos pasos más y entonces...¡PUM!Una carga casera revienta a la derecha, lanzando esquirlas y mugre como una escupida infernal.Uno de los nuevos, un idiota que apenas sabía sostener su rifle, vuela como muñeco de trapo, dejando un rastro rojo en el aire.Me agacho por instinto, carcajeándome.—¡Bienvenida a la puta fiesta! —grito, mientras las luces parpadean y otra explosión retumba cerca.Disparos.G