Narra LorenaEl tipo frente a mí no se ha dado cuenta todavía, pero tiene los segundos contados.No los míos.Los suyos.—¿Te puedo ayudar en algo, mamita? —me dice con ese tono de cana frustrado que no la pone desde 2004.Yo me acerco despacio, con la peluca todavía en su sitio, la blusa abierta hasta donde empieza el veneno, y las manos escondidas en los bolsillos de la campera de jean.—Estoy perdida… —digo, fingiendo voz de pobre piba en peligro—. Me dijeron que acá podía tomar un colectivo, pero solo veo autos y caras de mala onda.Él se ríe. Baja el arma un poco. Comete el error más común: subestimar a una mujer con las tetas al aire.—¿Querés que te lleve? Tengo el auto allá… Está fresquito. Música. Asientos reclinables.—¿Y también traés caramelos, tío? —le contesto con una sonrisa tan dulce como una trampa para ratas.Y justo cuando me quiere tocar el brazo, le meto un rodillazo entre las piernas que lo deja sin aire, sin orgullo y sin posibilidades de tener hijos.Corrección
Narra Lorena.No es la primera vez que me escondo. Tampoco la primera vez que me hundo en un colchón ajeno, cubierto de humedad, con las paredes respirando moho y los caños llorando herrumbre. Pero esta vez duele diferente. No por la herida abierta que tengo en el hombro, ni por las noticias de que Ruiz está quemando la ciudad para encontrarme. Sino porque sé que esa furia es por mí. Porque lo traicioné. Y aún así, no me arrepiento.—Ese hijo de puta seguro está arrancando uñas con alicates —murmura La Rulos, una de las chicas que me dio cobijo por esta noche. Tiene los ojos manchados de rímel, fuma como si el mundo se fuera a acabar mañana, y tiene una risa que suena como botella rota. Me cae bien. Me recuerda a mí cuando todavía creía en el amor.La tele vieja que robamos de un contenedor anuncia incendios, cuerpos flotando en el río, gente desaparecida. Ruiz está desatado. Y su cara vuelve a la pantalla en cada maldito canal, como si fuese el santo patrono de la muerte. Hay recompe
Narra Lorena. Dicen que para armar una revolución hace falta rabia, hambre y unas cuantas locas con nada que perder. Yo tengo todo eso. Y ahora, también tengo nombres. Me muevo entre calles sin nombre, en barrios donde los patrulleros no se atreven a frenar y los curas bendicen con los ojos cerrados. Ahí están ellas: las invisibles. Las golpeadas, las exiliadas, las que limpiaban los pisos del cabaret cuando Ruiz se creía intocable. Las que conocen las puertas traseras, los túneles, los silencios del lugar. —¿Vos sabés lo que estás haciendo? —pregunta Estefany, mientras clava una navaja en la madera con una puntería que da miedo—. Estás buscando que ese tipo nos mande a todas al cementerio. —No. Estoy buscando que no nos mate de a una. Que si caemos, lo hagamos prendiendo fuego todo. Rulos nos consiguió una vieja casona a medio demoler, entre ferreterías y galpones de chatarra. Ahí nos reunimos. Una mesa improvisada con latas de cerveza, migas de pan robado y una laptop que s
Narra Ruiz.No pasaron ni dos días desde el robo y ya huele a traición en cada puta esquina. Lo juro: la ciudad entera se ha convertido en un chisme mal contado. Los basureros me miran con miedo, los cadetes con culpa, los socios con cara de "yo no fui". Y cada noche, el mismo informe sobre la mesa: “Ruiz, creemos que encontramos a las perras.”No dicen “la banda de Lorena”. No. Dicen “las perras”. Porque así es como hablan los cobardes. Como si eso les diera distancia, como si no les temblaran las patas al nombrarla. Porque lo saben: esa mujer no está jugando a la guerra. Está firmando certificados de defunción con lápiz labial.—¿Dónde? —pregunto sin mirar, sirviéndome whisky con hielo viejo.—Un galpón abandonado en la zona de las chatarrerías. Rumores, movimientos raros, luces de noche, deliverys pagados en efectivo.—¿Y qué carajo esperan para volarlo?Los miro a todos. Están sentados frente a mí como niños que se mandaron una cagada, esperando que papá decida si los castiga o lo
Narra Ruiz. El olor a pólvora aún me roza la nariz, y la sangre ya empieza a secarse en mis manos. El calor del combate me abandonó y dejó un vacío que no me gusta nada. El silencio después del caos. Es como si la ciudad contuviera la respiración, temiendo cuál va a ser mi próximo movimiento. Y yo sonrío. Una sonrisa sin alegría. Casi ritual. Porque por fin lo veo claro. No se trata solo de castigarla. Lorena tiene que entender qué pasa cuando alguien me convierte en su instrumento, me sonríe, me besa, me ata las manos con un orgasmo… y después me roba. Me deja en ridículo. Me rompe el ego. No, eso no se perdona. Eso se marca. —Vamos al club —le ordeno a Fito mientras me enciendo un cigarro y tiro la chaqueta ensangrentada—. Quiero que limpien el salón. Vamos a tener visitas. —¿Visitas, patrón? Lo miro con los ojos afilados como navajas. —Quiero que la ciudad entera se entere de que sigo acá. Quiero champán, luces, putas, música. Quiero que todos esos imbéciles que du
Narra Lorena. Siempre supe que la calma no iba a durar. Se notaba en el aire espeso, en las ventanas que chirriaban aunque no hubiera viento, en las cucharas que caían solas al suelo. En las pesadillas que no eran sueños, sino anuncios disfrazados. No estaba paranoica. Solo estaba al tanto. Y esta noche, cuando la radio dejó de sonar de golpe y los perros del barrio empezaron a aullar como viudas, supe que el hijo de puta había llegado. —¡Apaguen las luces! —grité sin perder la voz. —¿Ya? ¡Tan rápido! —Mamba, la flaca con cara de ángel y lengua de serpiente, corrió a esconder los fajos de billetes entre las paredes huecas. —¿Nos vendieron? —preguntó otra. —Obvio que nos vendieron, bebé. Nadie escapa de ese cabrón por mucho tiempo sin que le huelan el perfume. —Y me lo dije como quien ya no espera milagros, solo balas. Las botas de los hombres de Ruiz sonaban como tambor de guerra cuando golpeaban el pavimento. Doce, tal vez quince. Bien armados, bien drogados, con la seguridad
Narrado por Ruiz.El humo aún no se disipa cuando bajo de la camioneta, mascando la rabia como si fuera un maldito chicle podrido.—¿Qué tenemos? —ladro, apenas poner un pie en el asfalto rajado.Nadie se atreve a contestarme enseguida. Se mueven como ratas escaldadas entre escombros y cuerpos tirados. El escondite de Lorena parece el escenario de una masacre improvisada: sangre en las paredes, balas incrustadas en los muebles, olor a pólvora, a miedo... y a ella.Sí.A ella.—Se escaparon por los túneles, jefe. —Uno de mis hombres, con la nariz rota y el alma hecha jirones, me da el parte como si esperara un tiro entre ceja y ceja.—¿Y qué carajo hacían ustedes mientras tanto? ¿Jugaban a las cartas?El silencio es la única respuesta.Caminan entre los escombros, recogiendo armas caídas, recogiendo muertos que ya no tienen nombre.Cada paso que doy suena hueco.Cada respiración que arrastro me llena de veneno.Encuentro algo en una de las habitaciones traseras: un trapo ensangrentado,
Narra Lorena. La decisión no llega como un rayo, sino como un veneno lento, que me carcome mientras doy vueltas por la habitación apestosa que alquilé por monedas. La ciudad entera es un nido de serpientes y ahora mismo yo soy la rata que corre sin rumbo entre sus fauces. Ruiz me respira en la nuca. Cada noche su sombra es más larga. Cada soplido de viento suena como un disparo. Así que hago lo que siempre hice para sobrevivir: me trago el asco, escupo la vergüenza y apuesto todo en la jugada más sucia. Marco un número. Una voz rasposa contesta, oliendo a puro y a whisky barato. Me presento. Nos reímos. Acordamos. El enemigo de mi enemigo, dicen... Nos encontramos en un club privado, escondido detrás de una tienda de licores que nunca cierra. Luces rojas. Olor a sudor, a polvo, a sexo mal lavado. La antesala perfecta para un pacto infernal. Él me espera en el fondo, fumando habanos como si todavía estuviéramos en los años cuarenta. Damián "El Gordo" Sarmiento.