Claudia llegó a la sala con una taza de café, no le provocó a ella beber nada, así que le pareció bien hacer para Carla nada más. Sirvió el líquido caliente en medio de la mesa baja y Carla se dio cuenta de lo incómodo que sería ingerir el café y conversar allí, así que miró la mesa pequeña que estaba frente a la cocina y le pidió a la rubia permiso para que se sentaran allá y estuviesen más amenas y confortables. Necesitaba que Claudia se concentrara en sus palabras, a punto de salir y de mostrarse allí, determinadas. La recién llegada necesitaba crear una especie de intimidad o cercanía con esa mujer. La anfitriona, accediendo porque no tenía de otra, le asintió a Carla y allí se encontraban ahora. La esposa de Maximiliano le pidió a su guardaespaldas que por favor saliera del apartamento. Le hizo una seña y le regaló una mirada muy sugerente que le indicaba a él que podía confiar en ella y que nada malo ocurriría. El escolta no tuvo más remedio que obedecer, sacando su teléfono, m
Carla lloraba, la rubia se daba cuenta lo mucho que el tema le afectaba y que no era para menos. La esposa de Max secó sus lágrimas de nuevo. —Me da tanta lástima esa mujer… Tanta, Claudia, tanta… No es posible que haya visto solo una parte de lo que ese imbécil le hacía y fui impotente completamente, no pude ayudarla, no pude evitar que no la matara. Claudia cubrió su cara con sus manos, un momento rápido para esconder lo terrible que le hizo sentir esas palabras. Luego, retiró las manos de su rostro para seguir mirando a su visita. —Claudia —susurró—, sé que Daniel fue tu jefe y que trabajaste años para él, ¿puedo suponer que tuviste algo con él alguna vez? —La rubia dejó de mirarla, sin enfocar su vista en nada en concreto—. No supondré nada más, no vine a incomodarte, no vine a obligarte a nada. —Miró hacia atrás, hacia la puerta, luego a ella—. No soy ellos —susurró—, soy defensora de la libertad, ¿y sabes por qué? Porque conozco muy bien la presión. Solo te pido que por favor
Max miró el postre y regresó su espalda a la silla. Levantó la mano, haciendo que el mesonero se acercara de inmediato. —Para llevar. —Le entregó también una tarjeta negra. —Muy bien, señor. Cuando el mesonero se retiró, ella ya no le miraba, pensando que él tenia razón en absolutamente todo, también en lo innecesario que fue contarle esa parte íntima de su vida, añadiendo a esos pensamientos explicaciones, como la de comprender que a él no le gustó que desapareciera y que se le escapara se su vista, que siempre fue así, que solo bajó la guardia de manera momentánea y de igual forma agregó a todo su pensar, sus celos. Claudia era muy hermosa, demasiado. Confiaba en él, sabía que no era su amante, que no la engañaba, pero le molestaba que, a pesar de ser marido, aún no se sentía con derechos para exigirle nada. El mesonero llevó de vuelta la tarjeta y una factura que Max firmó. Él tomó la pequeña caja que guardaba el postre, aquel que no probó, y se levantó. Carraspeó con su gargan
Claudia miraba el techo de su habitación, una que no le pertenecía, sin dejar de pensar en lo ocurrido con Carla ese día.«Esa mujer…» pensaba. «Perfecta para él», se decía, como un bálsamo para su conciencia, dándole todas las razones a ella, tomando decisiones con respecto a su discurso, uno que parecía funcionar a favor de la esposa de Max.Pero no quería hacer las cosas así, su miedo se lo impedía. Calibró la idea de pedirle a la propia Carla dinero para irse al otro lado del mundo a cambio de información y que así no la enviaran al otro lado del océano. No volvería a La Ciudad, ¡no podía! Daniel le haría daño, pero le daba vergüenza pedirle eso a ella, no lo haría. Si debía irse de allí, sería por sus propios medios y necesitaba conseguir la forma de escabullirse de ese apartamento, ya era hora. Pero a la vez tenía deseos de venganza. Quería que Daniel se fregara, deseaba verlo en aprietos y sus ganas de decírselo a la cara era imperiosa. O al menos, que él escuchara de su propia
Lenis quería que George se incorporara en el caso de Daniel en cuanto pudiera. Los nuevos padres contrataron a dos ayudantes, una señora para la cocina y las tareas del hogar y otra para fungir como niñera y asistente experta en todo los asuntos de la maternidad, como el cambio de sueño del bebé, así como su cuidado y alimentación, sabiendo ambos, gracias a los cursos prenatales que hicieron, que los primeros meses de vida son los más delicados, pero el abogado quería quedarse en casa al menos dos meses enteros, por lo que Maximiliano pensaba que Daniel tenía mucha suerte. La asistente de Miller hacía bien su trabajo, pero nada como tener activo al abogado estrella que pudiera hacer todas las preguntas e interrogatorios pertinentes y que viera de cerca la investigación en curso. No importaba. Para los tres jefes, lo relevante era que el nuevo integrante de la familia estuviese bien y si tenían que detener toda operación, o ralentizarla, lo harían. Además, Daniel estaba comportándose d
—¡Échate para alla! Todavía me falta lo mejor.Max alzó las manos en disculpa, aceptando esa especie de regaño y se dirigió al baño para asearse.—¿Me buscas unas bragas? No me voy a poner estas. —Ella lanzó la tela que acababa de recoger del suelo de la cocina, que a pesar de estar todo pulcro, le daba idea que sus partes íntimas hicieran contacto con la tela.—Como usted diga, señorita de Bastidas.Ella se rió, ya él venía haciendo esa broma de mencinar el apellido. Lo que Carla no sabía, era que él no lo hacía por chiste, por el contrario, adoraba llamarla así, el detalle estaba en entender que aún no veía momento para decírselo, así como muchas otras cosas.Max se sentó en una de las sillas altas y la observó haciendo algo en las hornillas. Ella le indicó que no podía mirar, pero obviamente él lo intentó, aún más sabiendo que todo eso era para celebrar su nacimiento.Por fin se volteó hacia él con una bandeja plana en las manos, llevando encima un pastel en forma de dona que ella
Quince días antes...Peter se encontraba sentado en una de las sillas de oficina que rodeaban la gran mesa central de su despacho, siendo esta en verdad el interior de un galpón y de un gran edificio gris apodado La Nave, el cual no era más que la sede principal de su agencia de seguridad, una que creó hace varios años luego de epecializarse en materia de seguridad internacional y protocolor de alto riesgo.Frente a unas grandes pantallas de computadoras, monitores conectados a varios ordenadores, rodeado de teclados y mouses, observaba cada cosa, quieto, pensativo, luego de haber revisado las pruebas que tenía frente a sí.Se encontraba acompañado por una de sus agentes estrella, Jaya Takur, apodada J.T, quien era experta en tecnología de la comunicación e investigación, actualizada con las últimas tendencias utilizadas por las mejores agencias del mundo. Ambos, callados, metidos cada uno en su investigación, analizaban todo lo que ordenaban frente a sí.La autopsia fue aprobada por
Cabreado, muy molesto, casi de miedo. Peter no podía creer que uno de los delincuentes más peligrosos que La Ciudad había tenido la desafortuna de conocer, aún siguiera haciendo daño sin importar el estar preso.No quiso decirle nada a nadie todavía, a pesar de la necesidad de mantener informado a Max y a George. Él quería corroborar bien sus sopechas, averiguando mucho más sobre ese tal Oswaldo Hurtado, quien parecía un fantasma.En aproximadamente dos semanas, Oswaldo le hizo recorrer una línea investigativa que no quería volver a tocar, puntos de la capital y contactos que había dejado atrás.Cuando Lenis Evans, la secretaria personal de su amigo Maximiliano, llegó a sus vidas, Peter se percató que el nombre de Evans debía ser falso y poco a poco las propias viscisitudes del destino, un destino que los mantendría unidos para siempre, les hizo comprender que efectivmente así era. Ella no se llamaba Lenis Evans, sino Lisa Díaz, estuvo casada con el asesor del exgobernador Jeferson Sm