La doble campanilla del despertador rompió el silencio de esa mañana. Sin abrir los ojos, Leonardo se dio vuelta en la cama dos o tres veces y se estiró elevando los brazos hacia el techo. Abrió las manos, y al hacerlo algo le cayó encima de la cara. De un manotazo se lo sacó de encima. Pensó que sería un insecto de los que aparecen con el calor. Debido al chispazo de la noche anterior, turbo ventilador dejó de funcionar. Semejante calor en junio —aquel invierno se hallaba interrumpido por el “veranito de San Juan”—, hizo que Leonardo usara el turbo que había guardado al terminar marzo. Sin embargo no podía ser un insecto: el ruido contra la pinotea le indicó que la cosa que golpeó en el piso, era sólida.
Con la lentitud de cada mañana, se sentó en el borde de la cama, apoyó los codos sobre las rodillas y se tomó la cabeza con las manos. Permaneció en esa posición un rato y, cuando abrió los ojos, vio en el suelo una cadena con algo prendido de ella. Y ese algo brillaba con la luz del sol, que entraba por la ventana. Lo levantó: una pequeña llave. La observó enhebrada en la cadena, parecía de plástico. Llevaba, además, pegado con cinta scotch, un papel con un número escrito a mano: 521. Una letra muy similar a la suya; pero no era la suya, ya que no recordaba haber escrito eso, como tampoco reconocía la cadena ni la extraña llave.
Caminando como siempre, mientras escuchaba en el walkman el cassette Kick de INXS recientemente salido a la venta, Leonardo llegó a la oficina de El Hogar Obrero donde trabajaba. Apoyó la cadena con la llave en el taco de papeles de colores de su escritorio, para tenerla a la vista; seguramente, durante el día recordaría de qué se trataba.
Ya en su casa, al atardecer, se reprochó que nada le remitiera a la llave misteriosa. La miró con más atención: la plateada cadena finita lo hizo pensar que podía ser de plata, por lo brillante; pero además, por lo corta, imaginó que sería de una mujer.
Cuando terminó la dictadura militar y con la llegada de la democracia, hacía ya cinco años, Leonardo al igual que la mayoría de universitarios de aquel año decidió dejarse el pelo largo. Por esos días, la chica con la que salía le regaló una cruz grande de alpaca. Su madre le regaló también una gruesa cadena plateada, que le llegaba a la mitad del pecho. La cadena con la cruz le quedaba muy bien con el pelo largo. Solía exhibirla debajo de la camisa de bambula, con los primeros tres o cuatro botones desprendidos.
Pero eso fue durante un tiempo. Ahora no tenía ninguna de esas cosas: ni la cadena ni la cruz ni la camisa de bambula ni la novia ni la madre ni el pelo largo: tuvo que cortárselo cuando ingresó a trabajar en El Hogar Obrero, hacía unos meses, en 1988.
Desde el radiograbador le llegó la voz de Martin Wülich diciendo: “Mientras tanto, aquí, en Buenos Aires, una nueva hora comienza”. Leonardo pensó que su compañero de departamento habría estado escuchando FM Horizonte antes de irse a trabajar, esa mañana. Cambió el switch para ponerlo en cassette, y colocó el nuevo de Whitesnake, 1987. Presionó play, y comenzó a sonar el tema “Still of the night”.
Pensaba qué haría de comer, cantando y bailando, simulando tocar la guitarra con el arco de contrabajo, como lo hacía el guitarrista de la banda. Lo había visto en el video clip del tema, en el programa Rock and Pop TV.
El sonido de la campanilla del teléfono gris con disco transparente lo sacó del trance musical. Atendió. La voz del otro lado le informó que su compañero —nieto de la dueña del departamento donde vivían los dos— se había descompuesto súbitamente y lo tuvieron que llevar a la guardia del hospital Zubizarreta. Leonardo colgó el tubo y salió a la calle con rumbo a la parada del 190, que lo dejaba en la esquina del hospital.
Cuando llegó, diez minutos después, encontró a su amigo sentado en la sala de espera, con un gesto de dolor. Le preguntó qué le había sucedido, y no alcanzó a escuchar la respuesta, porque a la guardia llegó una mujer a punto de dar luz, según anunciaba el hombre que la acompañaba. La mujer, morocha de pelo enrulado, caminaba como un pingüino. Él pensó que seguramente a causa de la enorme panza, y de que además había roto bolsa. Se sostenía el vientre con las manos como si se le fuera a caer. El hombre que la acompañaba se acercó a la ventanilla de admisiones y le dio los datos: Viviana Morán, 23 de mayo de 1963, veinticinco años, soltera. Él mismo se identificó como Rubén Morán, hermano.
Un médico llegó un minuto después. La revisó rápidamente y le pidió a la recepcionista que le asignara una habitación.
—Hay que internarla —dijo—. Si no nace antes, esa noche le vamos a inducir el parto.
La recepcionista le informó que podía internarla en la 521.
Leonardo levantó la cabeza para mirar a la recepcionista.
Un instante después, trajeron una camilla, acostaron a la parturienta y se la llevaron.
La tarde siguiente, Leonardo salió del trabajo y tomó el 190 de nuevo. Su amigo ya estaba haciendo reposo en el departamento, pero él volvió al hospital por otra razón. Había estado pensándolo durante toda la noche y todo el día. Pero no recordaba haber visto antes a esa mujer, ni tampoco sabía qué hacía él con esa llave que señalada con el número de su habitación.
Nuevamente en el Hospital Zubizarreta, preguntó en Admisiones por Viviana Morán; se dio a conocer como un amigo. Le indicaron que la habitación 521.
Llegó hasta la puerta, alzó el puño para golpear, pero un instante antes se detuvo; se vio tan ridículo mostrándole a una perfecta desconocida una llave con un papel escrito a mano, que creyó que la mujer pensaría que trataba de engañarla. Para él mismo era inexplicable la situación, por eso no sabría qué decirle a ella para que sonara coherente. Desistió entonces de un intento que consideró estúpido y, en ese momento, cuando decidió que se iría, la puerta de la habitación se abrió y salió el hermano de la mujer. Al verlo parado en la puerta lo observó con curiosidad.
—¿Buscas a Viviana?
—Sí, ¿está despierta? —preguntó Leonardo, esperando que no lo estuviera.
—Recién terminó de darle la teta al bebé. Pasá.
El hermano abrió la puerta de la habitación y se fue.
Leonardo entró y miró a la mujer, que sostenía en brazos a su pequeño hijo, intentando que hiciera provecho.
Al notar que alguien había entrado, ella levantó la vista y lo se quedó viéndolo. Leonardo percibió que los ojos de la reciente mamá se abrían con curiosidad, pero enseguida la mujer sonrió apenas. Él se quedó parado a los pies de la cama, con la cadena en la mano y la cabeza llena de dudas. Intentó ser simpático, pero se sentía tan extraño que apenas logró saludarla levantando una mano.
—Felicidades —dijo finalmente.
—Gracias —dijo ella, gentil. Y siguió mirándolo, ahora con un gesto de interrogación—. Perdón que lo pregunte, pero… ¿de dónde nos conocemos?
A Leonardo le costó unos instantes poder responder. Respiró hondo, para tomar valor, y se zambulló de cabeza en una ridiculez que jamás comprendió como tuvo el valor de decir.
—Quizá te parezca una locura —dijo en voz baja— y, si querés, puedo irme ahora mismo, no quiero incomodarte. Tengo esta llave con esta cadena. —Se la mostró desde lejos—. No sé cómo llegó a mí ni por qué. Tampoco sé si tiene alguna relación con vos, lo único que sé es que lleva pegado en un papel el número de tu habitación.
La mujer sonrió y se le iluminó la cara.
—¿Quién te la dio?
—Va a parecerte increíble, pero no lo recuerdo. Sólo sé que llegó a mis manos, todo lo relacionado a ella es un vacío en mi memoria.
—¿Me dejás verla?
—Sí, claro. —Él se le acercó.
Viviana tomó la llave que Leonardo le alcanzaba, con detenimiento le pasó los dedos por encima, como si quisiera reconocerla por el tacto, o como si la estuviera acariciando. Sonrió, y a él le pareció que lo hacía con ternura, como si recordara algo o como si hubiera reconocido la llave. Luego de que hizo el provecho esperado, acomodó al bebé en la cuna. Leonardo le alcanzó una toalla para que se limpiara.
Viviana extendió el brazo hasta la cartera que estaba en la mesita al lado de la cama y sacó un cuaderno, que tenía un cierre con una hebilla y un orificio: una cerradura. Colocó la llave, que calzó perfecta. La mujer la hizo girar dos o tres veces, y sonrió con toda la cara, mientras meneaba la cabeza, como si no pudiera creerlo. Leonardo no salía del asombro, notó que un par de lágrimas corrían por las mejillas de Viviana.
—Es la llave de mi diario —murmuró finalmente ella—, lo traje con la idea de escribir todo lo que vivo en el nacimiento de Alan, mi primer hijo.
—Que bien, será un recuerdo hermoso, digno de atesorar —dijo él, sin saber bien qué decir.
—Qué lástima que no recuerdes cómo llegó a tu poder la llave.
—Realmente estoy asombrado. No tengo idea, no estoy seguro de por qué la tengo, simplemente apareció un día en mi casa. He tratado de saber cómo llegó, pero no logro recordarlo.
—Quizá nos conocimos en el futuro y viajaste al pasado con un auto para dármela —dijo ella y los dos rieron.
—No soy Michael Fox. Pero sería genial poder viajar en el tiempo.
—Ya lo creo —dijo ella, y sus ojos brillaron con una luz especial.
Se quedaron en silencio.
—Bueno —dijo Leonardo—, me alegro de que ya tengas tu llave.
—¿Te vas? —preguntó la mujer, y él le vio el deseo de que no se fuera—. ¿Tenés algo que hacer? ¿No querés quedarte un ratito? Mi hermano salió a comer algo y yo estoy sola, mi hijo se durmió, y la verdad estoy un poco aburrida.
—Sí, claro, no tengo problema —dijo Leonardo, sin terminar de entender.
—No quiero interrumpirte si estás ocupado, Viajero del Tiempo, quizá debas regresar a tu futuro. —Los dos rieron de nuevo.
Leonardo se sentó en una silla al lado de la cama, y conversaron durante un rato. Él le contó que tenía veintiséis años, que trabajaba en El Hogar Obrero y que compartía un departamento con un amigo, ese que ahora se sentía mal. Y que por él estaba en el hospital ese día. Ella le contó que trabajaba en una casa de ropa de dama, que había conocido a un chico el año anterior, pero que ya no se veían. Leonardo pensó en preguntarle por el padre del niño.
—Me hubiera gustado que el papá de Alan estuviera aquí —dijo ella—, que lo hubiera conocido.
Él pensó que ella le había leído el pensamiento.
—Quizá venga, Viviana.
—No lo creo, tiene que hacer un viaje muy largo y difícil —hizo una pausa y lo miró con interrogación—. Pero…, quizá se las arregló para enviar a alguien en su lugar.
Leonardo la miró —acaso después entendería—, y ella sonrió sacudiendo la cabeza, como si quisiera romper una idea.
Al rato, regresó el hermano de Viviana. Leonardo se estaba yendo, cuando ella le pidió que, si no le molestaba, regresara al día siguiente.
Volvieron a verse los dos días que ella estuvo en el hospital.
La mañana en que le dieron el alta, el hermano de Viviana, al verlo, dejó en los pies de la cama el periódico que estaba leyendo y lo saludó. Leonardo se detuvo en el titular más relevante:
Italpark: denuncian falta de mantenimiento de los juegos
Ya en la puerta del hospital, con Alan en brazos, Viviana se despidió de Leonardo.
—¿Volveremos a vernos? —dijo él.
—Me encantaría. ¿Vos querés?
—¡Claro! ¿Querés darme tu teléfono?
—Sí, 50-4356.
Se despidió con la promesa de llamarla. Y, camino a su casa, sosteniendo el papel, pensó en qué extraña manera de conocer a alguien.
Durante las siguientes semanas, se vieron varias veces. Se encontraron cerca de la casa de la mamá de ella. Pequeños ratos, en los que aprovechaban que Alan se dormía. Casi siempre se veían a la noche, antes de la cena. Conversaron mucho. Se fueron conociendo y compartiendo momentos.Un mes después, sentados a la mesa de un bar, escucharon en un radiograbador que estaba detrás de la barra, la noticia de que el Italpark estaría clausurado hasta poner en regla el estado de los juegos, ya que las inspecciones habían confirmado el bajo mantenimiento denunciado un mes antes.—No solo el Italpark tiene falta de mantenimiento —dijo ella en voz muy alta, y miró a las demás mesas: todas vacías—, Segba tampoco lo tiene.—Tenés razón. Supe que hubo un incidente hace un año, justamente cerca de Italpark.—Se desprendió un cable, &ique
Eran las 19:55 y Viviana salía del Italpark con un chico que había conocido dos meses antes. El parque había cerrado más temprano por la tormenta. Ella tenía entonces veintitrés años. Se subieron a la moto y se arrancaron. La avenida Libertador estaba muy mojada, y al muchacho le era difícil manejar. A pocos metros de salir, el viento arrancó un cable, provocando que cayera sobre el asfalto mojado. El golpe y el chispazo hicieron que el muchacho perdiera el control de la moto. Ella voló por encima de él, y el cable sacudido aún por el latigazo volvió a hacer un chispazo, se produjo un destello que los cegó, justo en el momento en que ella pasaba por encima del arco voltaico. Aterrizó dos o tres metros más lejos. No se golpeó la cabeza porque llevaba casco, pero su pantalón a rayas blancas y negras, su campera de cuero y las botas texanas rasparon contra el asfalto. Le dolía todo el cuerpo. Un hombre que estaba en la vereda la vio caer la socorrió de inmediato. La ayudó a pon
Casi a medianoche, él ya estaba cansado. Le propuso dejarla en un hotel para que durmiera un poco, y le dijo que al día siguiente pasaría por ella y seguirían buscando. Ella aceptó.Ya en el hotel ella quiso pagar con australes, y el conserje la miró como si se tratara de una broma.Él le dijo que guardara el dinero y pagó.Camino a la habitación, él le explicó que los australes no eran de curso legal desde hacía más de veinticinco años.La dejó en la puerta y le dijo que cualquier cosa lo llamara a su celular. Le anotó el número, pero imaginó que ella no sabía que debía poner el quince adelante, así que también se lo explicó. Le aclaró que su nombre era Leonardo y que por la mañana pasaría a buscarla.—Ahora intente descansar —dijo a modo de despedida.
Fueron a almorzar, y a la tarde a una oficina alejada del centro porteño, llegando casi a Retiro, a visitar al parapsicólogo.La cita era a las 14:00, pero llegaron a las 13:50. La oficina era como cualquier oficina, a simple vista no tenía nada metafísico. Había un escritorio con una notebook, dos sillas y una ventana que daba a lo que en otro tiempo se llamó Plaza de los Ingleses, donde todavía se alzaba el Big Ben.Ernesto Almada era un hombre serio, de gesto duro pero modos corteses. Leonardo y Viviana tomaron asiento, y Ernesto los estudió con atención. Luego de un largo silencio, les habló.—Según lo que me ha comentado por teléfono, lo que usted, Leonardo, plantea puede ser cierto, pero en parte. Los viajes a través de agujeros de gusano permiten modificar el tiempo, y que transcurra de una manera distinta a la que conocemos en nuestras dimensiones que, por ci
Para la noche, Viviana se ofreció a cocinar. Leonardo fue a comprar las cosas y ella preparó una salsa, muy aromática y gustosa, que le puso a los fideos. Leonardo no recordaba la última vez que había comido un plato tan exquisito.Cuando llegó la hora de dormir, él le ofreció su cuarto. Y ella se metió en la cama y apagó la luz. Él se acostó en el futón. Ninguno de los dos se durmió enseguida; en la mente de ella rondaban las dudas de lo que haría en un sitio treinta años más adelante en su historia, en la de él rondaba la idea de qué haría con Viviana y cómo podría ayudarla.Ya de mañana, Viviana se levantó en el departamento vacío; una nota sobre la mesa ratona indicaba que Leonardo había ido a trabajar, que volvería después de las seis de la tarde.Y Leonardo regres
La noche siguiente, al llegar del trabajo, Leonardo se sentó ante la computadora. Viviana lo acompañó. Buscaban un evento cercano al de abril de 1987, uno que pudieran reproducir. Investigaron durante un largo rato, hasta que Leonardo encontró una noticia sobre una reja electrificada que se desprendió con la caída una rama que arrancó los alambres y produjo un chispazo, casi un incendio. El evento había ocurrido en septiembre de 1987, en una mansión de mitad de siglo XX que funcionaba como museo de arte en la Capital Federal. Leonardo recordó haberla visto. Si no se equivocaba, aún tenía el alambrado electrificado.Fueron hasta ahí, y se encontraron con que los paredones de la casa de arte tenían el alambre y un cartel que anunciaba la reja electrificada. Sonrieron ante la posibilidad de provocar el evento que le pudiera dar a Viviana el pasaje de vuelta a su tiempo. Pero sab&iac
Llevaba toda la tarde en el cuarto escuchando a su esposa, que le contaba toda esa historia de viajes en el tiempo. Leonardo pensó que, a los cincuenta y cuatro años, ella sufría demencia senil prematura, o bien había enloquecido. Volvió a mirar la foto de ella en 1987. De ella abrazada a ese hombre tan idéntico a él, al de ahora, al que veía cada día en el espejo. Más la miraba, más se conmocionaba. Fijo la vista en su esposa. Y ella, con sumo cuidado, le susurró:—Sos vos.Leonardo se puso a caminar por el cuarto, sin despegar los ojos de la foto. Su paso era lento. Su cabeza intentaba pensar en algo que lo ayudara a comprender la historia que su esposa, a quien conocía desde hace tantos años atrás, acababa de contarle. Por qué le decía eso. Y eso era cierto, por qué se lo había ocultado. Por qué se lo decía ahora.