Eran las 19:55 y Viviana salía del Italpark con un chico que había conocido dos meses antes. El parque había cerrado más temprano por la tormenta. Ella tenía entonces veintitrés años. Se subieron a la moto y se arrancaron. La avenida Libertador estaba muy mojada, y al muchacho le era difícil manejar. A pocos metros de salir, el viento arrancó un cable, provocando que cayera sobre el asfalto mojado. El golpe y el chispazo hicieron que el muchacho perdiera el control de la moto. Ella voló por encima de él, y el cable sacudido aún por el latigazo volvió a hacer un chispazo, se produjo un destello que los cegó, justo en el momento en que ella pasaba por encima del arco voltaico.
Aterrizó dos o tres metros más lejos. No se golpeó la cabeza porque llevaba casco, pero su pantalón a rayas blancas y negras, su campera de cuero y las botas texanas rasparon contra el asfalto. Le dolía todo el cuerpo. Un hombre que estaba en la vereda la vio caer la socorrió de inmediato. La ayudó a ponerse de pie y le preguntó si estaba bien. Ella se sacó el casco y le dijo que sí, que estaba bien. Buscó con la mirada al chico y la moto, pero no los vio. Cuando observó todo alrededor, no reconoció el lugar. El Italpark ya no estaba, los autos eran distintos. La lluvia y el cable en el piso sí estaban, pero nada de lo que ella veía coincidía con lo visto antes de la caída. El hombre volvió a preguntarle si estaba bien. Ella ahora dijo que creía que sí, pero que no estaba muy segura. Se paró en medio de la vereda y volvió a mirar todo alrededor. Recordaba que cerca de donde había caído había una cabina naranja de Entel, pero no estaba más. Los autos tenían una forma extraña, como esos diseños futuristas. No pudo reconocer a ninguno. Siguió buscando, y no encontró por ningún lado al muchacho que la había acompañado al Italpark. Le preguntó al hombre dónde estaba la moto, qué había pasado, pero el caballero le dijo que no había ninguna moto. La miró como si el golpe la hubiera afectado y le explicó que ella había aparecido detrás de un fogonazo del cable que cayó sobre el asfalto, como salida de la nada. Viviana cada vez entendía menos. Comenzó a caminar nerviosa, asustada. Los carteles publicitarios de la calle anunciaban que la compañía de celulares ofrecía smartphones a un treinta por ciento de descuento en doce cuotas, presentando una tarjeta de color naranja. Pasó un colectivo sin trompa, chato; ninguno de ellos tenía trompa, como ella los recordaba; hasta alguno llevaba un fuelle en el medio, como dos vagones de tren unidos.
El hombre le pidió que se calmara, y le dijo que mejor se sentara en un bar, que él le pagaba un café; que se calmara, que así podría pensar con tranquilidad. Ella no aceptó y se puso más nerviosa, pero al darse cuenta de que no reconocía nada de lo que veía, intentó controlar la agitación de su corazón y desacelerar la respiración. Y aceptó el café.
El hombre la acompañó a cruzar la calle, y entraron en un bar de lo más extraño, de nombre subway. Aparentemente, allí se vendían sándwiches. El hombre pidió dos cafés y se sentó con ella. En la mesa de al lado, un diario anunciaba las nuevas medidas de gobierno de Mauricio... ¿Macri?, el actual presidente del país. Viviana lo agarró y leyó la fecha: 9 de Agosto de 2017. Lo soltó como si hubiera visto al mismísimo diablo. El hombre se asustó ante su reacción y chocó su taza de café, que se volcó sobre los pantalones rayados de ella. Se disculpó y le preguntó qué era lo que había visto.
—Por favor —dijo ella con voz quebrada—, dígame qué día es hoy.
—Nueve de agosto.
—¿De qué año?
—2017 —dijo el caballero, con un gesto de ceño fruncido.
Viviana lo miró con terror y luego con enojo.
—Usted me está mintiendo —murmuró.
—No, señorita, ¿con qué fin le mentiría?
—No estamos en 2017, estamos en 1987.
—¿Cómo dice? —dijo el hombre, acaso pensando que el golpe en la cabeza la había afectado.
Aterrada, Viviana se quedó mirándolo. Sacó de su cartera el dni—la libreta verde— y se lo extendió.
El hombre leyó: Viviana Morán, nacida el 23 de Mayo de 1963.
Y la miró a ella. Evidentemente su aspecto era el de una chica, no el de una mujer de cincuenta y tantos.
—No sé quién es ese Macri que es presidente —dijo ella—, el presidente de la República Argentina es Raúl Alfonsín .
—Señorita, Alfonsín murió hace mucho tiempo, su gobierno terminó en 1989, hace casi treinta.
—¡No puede ser! —gritó ella, y se le cayó de las manos la billetera.
El hombre la levantó y vio que tenía plata extraña.
—Perdón, ¿podría mostrarme lo que tiene en la billetera?
—¿Qué cosa?
—Esos billetes.
—Son dinero, es plata, ¿qué quiere ver?
—Solo muéstremelos, por favor.
Viviana, turbada y miedosa, sacó un par de billetes de cincuenta australes y se los mostró. Del monedero cayeron un par de fichas de teléfono, de Entel.
El hombre la miró como con duda, como dudando de su propia seguridad, como si no estuviera seguro de quién de los dos tenía problemas: si ella, por el golpe; o él.
Pensó en llevarla a un hospital, pero se detuvo: no sabría cómo explicar todo eso; que ella se cayó de una moto inexistente, que intentaba buscar un teléfono público de Entel y que pensaba que su presidente era Raúl Alfonsín. Y que además tenía cincuenta y cuatro años que parecían veintitrés. Aunque no sólo eso: estaba vestida como en los 80’s. Y, dentro de la cartera, él alcanzó a ver un walkman.
La mujer sacó un blister de aspirinas y le dijo que se fijara la fecha de vencimiento. Octubre de 1987.
—Las compré esta mañana —dijo—. Por favor, dígame qué está pasando. —Se puso a sollozar.
El hombre no supo qué contestarle. Ella miró para la ventana, y se quedó viendo la calle, al otro lado de la calle.
—Sabe, hace un instante estaba en el Italpark con un chico. Ahora miro, y el parque no está más.
—Señorita, el Italpark cerró hace como tres décadas.
—Imposible. ¡Es imposible! ¡Yo estaba ahí hace unos minutos!
Mirándola a los ojos, el hombre sacó el celular de su bolsillo. Y Viviana no entendió qué era eso. Él abrió el navegador y buscó en Wikipedia la historia del Italpark. Le mostró. Y Viviana leyó que había sido clausurado en 1990.
Estalló en llanto. El hombre intentó consolarla, pero no supo qué decir. Ella revolvió en su cartera y sacó un ticket. El hombre vio que el importe de la compra era de ₳722, con fecha 8 de agosto de 1987. El ticket era de Supermercado Norte.
No podía salir de su asombro, mientras la mujer seguía llorando.
El hombre, ahora ante la prueba de que si la chica era una farsante era realmente buena, cayó en la duda. Y, sin querer, abrió una noticia sugerida en el celular. Una vieja noticia, de hacía treinta años:
Cerraron el caso de la chica desaparecida meses atrás en la zona de Libertador y Callao, cuando se desprendió un cable de Segba que produjo un chispazo. La moto en la que viajaba con su amigo se estrelló y la chica desapareció. La buscaron durante meses. Esta mañana se hizo un sepulcro simbólico en el cementerio de la Chacarita, pero lo cierto es que el cuerpo jamás apareció.
Le mostró la noticia a Viviana, que miró esa cosa extraña que tenía el tipo en la mano. Leyó, pero no sabía cómo ver lo que seguía en el texto, por eso el hombre le fue corriendo la pantalla. Cuando ella vio la foto del muchacho, se largó a llorar.
—Mi chico —dijo con voz ahogada—, el de la moto. —Con un miedo que le desgarraba el corazón, miró al hombre a los ojos—. ¿Qué está sucediendo? ¿Estoy enloqueciendo? ¿Qué está pasando?
Él no le contestó. Ella siguió lloriqueando un rato largo. Hasta que finalmente él consiguió que tomara un poco de agua. Le dijo que intentaría ayudarla, aunque tampoco entendía lo que estaba ocurriendo. Y le preguntó si recordaba la dirección de su casa.
—Cantilo 3219.
Él la miró creyendo que le hacía una broma: la avenida Cantilo corría paralela a Ciudad Universitaria, unía la autopista 9 de Julio Norte con la General Paz. No existían casas particulares en toda la extensión de la avenida. Meneó la cabeza y trató de no juzgarla peor de lo que ya lo estaba haciendo. La miró alterado a punto de retarla, pero la cara de miedo de ella lo hizo cambiar de actitud. Trató entonces de ser un poco más paciente. Buscó una alternativa.
—¿Dónde es eso?
—En Villa Devoto.
—Bien, venga conmigo, la voy a llevar.
A ella le llamó la atención la patente del auto: tenía dos letras, tres números y dos letras más. Era blanca con una banda azul arriba que decía República Argentina. Absolutamente distinta a la chapa negra con un número en uno o dos millones, con las letras B o C, que ella conocía. Cuando entró en el vehículo, vio que parecía una nave espacial: luces por todos lados, controles que no tenían relojes con agujas y que indicaban números de luz. Había un montón de cosas, luces anaranjadas y hasta un aparato pegado al parabrisas, con un mapa como si fuera una guía Filcar en una extraña y pequeña pantalla de televisión a color.
Él tocó esa pantalla y apareció un teclado. Escribió Cantilo 3219. Tal como lo imaginaba, el GPS no arrojó resultados. Suspiró como derrotado ante la evidencia. Decidió darle una última oportunidad.
—Dígame alguna calle cercana a su casa.
—Navarro es la paralela. Al 3200.
Él tecleó Navarro 3200, y el GPS le indicó un lugar. Miró el mapa, que agrandó con dos dedos —ante el asombro de ella—, y le preguntó si conocía la avenida San Martín.
—Sí, claro, es la esquina de mi casa.
—Perfecto —dijo él y puso primera—, vamos bien entonces.
Durante el camino, pensaba que el golpe en la cabeza había remitido la mente de la chica a un pasado de treinta años atrás. Sin embargo, no parecía ocurrir sólo en su cabeza: toda ella coincidía con esa época. Cómo miraba la calle con asombro, con angustia, como si no pudiera creer lo que estaba viendo.
Cuando llegaron a la esquina de Navarro y San Martín, Viviana se puso a mirar en todas las direcciones.
—Las calles son estas —dijo, sin dejar de girar la cabeza—. Estamos a una cuadra de mi casa, pero no reconozco el lugar, todo está distinto.
—¿Hacia dónde es su casa?
—Hacia allá. —Señaló a la derecha.
Doblaron y entraron por la calle que ella indicó como Cantilo, que ahora se llamaba Mariscal Francisco Solano López. Llegaron a la dirección y se bajaron del auto. Viviana miró la casa y reconoció el frente, aunque no era igual: las ventanas sí, y la puerta era la misma, pero la fachada estaba pintada con otro color.
Él le preguntó el nombre de sus padres. Ella le dijo que su padre se llamaba Héctor Morán. Tocaron el timbre. Un hombre los atendió por la ventana.
—¿Quién es?
—Buenas noches —dijo él—, buscamos a Héctor Morán.
—¿A quién?
—Héctor Morán —repitió.
—No vive más acá —dijo el hombre del otro lado de la ventana—, era el padre de Rubén, el hermano de la chica que desapareció hace treinta años. Héctor murió en el 2010, creo. Y el hijo, Rubén, vendió la casa y se fue. Nosotros se la compramos a él.
—¿Sabe dónde vive el hermano de la chica? —dijo él.
—No —dijo el hombre—, ni idea, pero creo que se fue a vivir a Chile, aunque no estoy muy seguro.
Viviana se apoyó en el auto y suspiró. Él no supo qué decirle. Pero enseguida se le ocurrió una idea.
—¿Te acordás dónde vivía el chico con el que estabas?
—Me acuerdo —dijo ella, y bajó la mirada. Y le dijo la dirección.
La ubicaron en el gps y fueron.
El lugar estaba tal como ella lo recordaba. Había una ventana abierta por la mitad, que dejaba ver, detrás de unas cortinas casi transparentes, el living donde había un hombre y una mujer sentados en un sillón, abrazados, mirando la televisión que a ella le pareció sumamente extraña y enorme, y chata. Alrededor de ellos había más gente. Viviana tuvo que cerrar un poco los ojos para hacer foco. Y se alejó asustada.
—Es él —dijo—. Es él, pero está... viejo.
—Viejo como… Como... ¿si hubieran pasado treinta años?
Viviana sintió que él se burlaba de ella. Pero sólo pudo llorar.
—¿Qué te pasa?
—Nada. Mi papá. ¿De verdad se murió?
—Así parece.
Recorrieron un par de direcciones más, de gente amiga. Una de las casas ya no existía, y en la otra tampoco vivía gente que ella conociera. Todo iba cerrándose lentamente en un mundo que le era ajeno y extraño, donde solo conocía al hombre que la llevaba para todos lados en ese auto que parecía venido del espacio. Nada tenía sentido.
Casi a medianoche, él ya estaba cansado. Le propuso dejarla en un hotel para que durmiera un poco, y le dijo que al día siguiente pasaría por ella y seguirían buscando. Ella aceptó.Ya en el hotel ella quiso pagar con australes, y el conserje la miró como si se tratara de una broma.Él le dijo que guardara el dinero y pagó.Camino a la habitación, él le explicó que los australes no eran de curso legal desde hacía más de veinticinco años.La dejó en la puerta y le dijo que cualquier cosa lo llamara a su celular. Le anotó el número, pero imaginó que ella no sabía que debía poner el quince adelante, así que también se lo explicó. Le aclaró que su nombre era Leonardo y que por la mañana pasaría a buscarla.—Ahora intente descansar —dijo a modo de despedida.
Fueron a almorzar, y a la tarde a una oficina alejada del centro porteño, llegando casi a Retiro, a visitar al parapsicólogo.La cita era a las 14:00, pero llegaron a las 13:50. La oficina era como cualquier oficina, a simple vista no tenía nada metafísico. Había un escritorio con una notebook, dos sillas y una ventana que daba a lo que en otro tiempo se llamó Plaza de los Ingleses, donde todavía se alzaba el Big Ben.Ernesto Almada era un hombre serio, de gesto duro pero modos corteses. Leonardo y Viviana tomaron asiento, y Ernesto los estudió con atención. Luego de un largo silencio, les habló.—Según lo que me ha comentado por teléfono, lo que usted, Leonardo, plantea puede ser cierto, pero en parte. Los viajes a través de agujeros de gusano permiten modificar el tiempo, y que transcurra de una manera distinta a la que conocemos en nuestras dimensiones que, por ci
Para la noche, Viviana se ofreció a cocinar. Leonardo fue a comprar las cosas y ella preparó una salsa, muy aromática y gustosa, que le puso a los fideos. Leonardo no recordaba la última vez que había comido un plato tan exquisito.Cuando llegó la hora de dormir, él le ofreció su cuarto. Y ella se metió en la cama y apagó la luz. Él se acostó en el futón. Ninguno de los dos se durmió enseguida; en la mente de ella rondaban las dudas de lo que haría en un sitio treinta años más adelante en su historia, en la de él rondaba la idea de qué haría con Viviana y cómo podría ayudarla.Ya de mañana, Viviana se levantó en el departamento vacío; una nota sobre la mesa ratona indicaba que Leonardo había ido a trabajar, que volvería después de las seis de la tarde.Y Leonardo regres
La noche siguiente, al llegar del trabajo, Leonardo se sentó ante la computadora. Viviana lo acompañó. Buscaban un evento cercano al de abril de 1987, uno que pudieran reproducir. Investigaron durante un largo rato, hasta que Leonardo encontró una noticia sobre una reja electrificada que se desprendió con la caída una rama que arrancó los alambres y produjo un chispazo, casi un incendio. El evento había ocurrido en septiembre de 1987, en una mansión de mitad de siglo XX que funcionaba como museo de arte en la Capital Federal. Leonardo recordó haberla visto. Si no se equivocaba, aún tenía el alambrado electrificado.Fueron hasta ahí, y se encontraron con que los paredones de la casa de arte tenían el alambre y un cartel que anunciaba la reja electrificada. Sonrieron ante la posibilidad de provocar el evento que le pudiera dar a Viviana el pasaje de vuelta a su tiempo. Pero sab&iac
Llevaba toda la tarde en el cuarto escuchando a su esposa, que le contaba toda esa historia de viajes en el tiempo. Leonardo pensó que, a los cincuenta y cuatro años, ella sufría demencia senil prematura, o bien había enloquecido. Volvió a mirar la foto de ella en 1987. De ella abrazada a ese hombre tan idéntico a él, al de ahora, al que veía cada día en el espejo. Más la miraba, más se conmocionaba. Fijo la vista en su esposa. Y ella, con sumo cuidado, le susurró:—Sos vos.Leonardo se puso a caminar por el cuarto, sin despegar los ojos de la foto. Su paso era lento. Su cabeza intentaba pensar en algo que lo ayudara a comprender la historia que su esposa, a quien conocía desde hace tantos años atrás, acababa de contarle. Por qué le decía eso. Y eso era cierto, por qué se lo había ocultado. Por qué se lo decía ahora.
La doble campanilla del despertador rompió el silencio de esa mañana. Sin abrir los ojos, Leonardo se dio vuelta en la cama dos o tres veces y se estiró elevando los brazos hacia el techo. Abrió las manos, y al hacerlo algo le cayó encima de la cara. De un manotazo se lo sacó de encima. Pensó que sería un insecto de los que aparecen con el calor. Debido al chispazo de la noche anterior, turbo ventilador dejó de funcionar. Semejante calor en junio —aquel invierno se hallaba interrumpido por el “veranito de San Juan”—, hizo que Leonardo usara el turbo que había guardado al terminar marzo. Sin embargo no podía ser un insecto: el ruido contra la pinotea le indicó que la cosa que golpeó en el piso, era sólida.Con la lentitud de cada mañana, se sentó en el borde de la cama, apoyó los codos sobre las rodillas y se tomó la cabeza con l
Durante las siguientes semanas, se vieron varias veces. Se encontraron cerca de la casa de la mamá de ella. Pequeños ratos, en los que aprovechaban que Alan se dormía. Casi siempre se veían a la noche, antes de la cena. Conversaron mucho. Se fueron conociendo y compartiendo momentos.Un mes después, sentados a la mesa de un bar, escucharon en un radiograbador que estaba detrás de la barra, la noticia de que el Italpark estaría clausurado hasta poner en regla el estado de los juegos, ya que las inspecciones habían confirmado el bajo mantenimiento denunciado un mes antes.—No solo el Italpark tiene falta de mantenimiento —dijo ella en voz muy alta, y miró a las demás mesas: todas vacías—, Segba tampoco lo tiene.—Tenés razón. Supe que hubo un incidente hace un año, justamente cerca de Italpark.—Se desprendió un cable, &ique